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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (32 page)

BOOK: La voz dormida
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—Es que están tardando mucho en llamarme, carajo.

—Ya vendrán.

Sentada en la cama, abrazada a su hatillo, temblaba. Sin poder controlar su ansiedad, se mantuvo atenta al sonido del cerrojo de la galería central. Josefina se sentó junto a ella. Pero no tardó en levantarse, al escuchar unos gemidos desde la celda contigua.

—Ya está llorando otra vez.

Sí, otra vez lloraba su compañera de celda, una mujer de Granada que llevaba veinte años de reclusión y se desgarró en llanto al saber que le había llegado la menopausia. Más de quince días llevaba llorando. Josefina intentaba consolarla. Mujer, más tranquila te quedas, le decía. Y la granadina continuaba gimiendo que su marido quería hijos, y ella también, y que durante el año escaso que estuvieron juntos lo anduvieron buscando.

—Y ahora me viene esto, cuando no me quedan ni dos meses para salir.

Tomasa temblaba. Oía el rumor de voces de la celda de al lado pero su oído se mantenía atento al cerrojo de la cancela. Sonaron las llaves. Chirrió el cerrojo. El taconeo de la guardiana llegó hasta Tomasa. Tomasa temblaba. Se levantó con su hatillo en la mano. Cerró los ojos. Contuvo la respiración y esperó en su celda. Tiembla, piensa, duda, y teme que la funcionaria pase de largo.

Pero no.

La funcionaria pronunció su nombre. Y Tomasa se despidió de sus compañeras. Abrazó a Josefina, la mujer que no reconoció a sus hijas el día de la Merced, y a la granadina que jamás sería madre. Y caminó despacio hacia la puerta de salida siguiendo a Mercedes, temiendo hasta el último instante que no fuera cierto. Pero la puerta se abrió. La puerta de la jaula, abierta.

Antes de girar la llave, Mercedes le tendió la mano, y la extremeña le ofreció la mejilla. La funcionaria la besó. Giró la llave. Habló en voz baja:

—Me alegro. Me alegro, de verdad, de que pueda marcharse de aquí.

La puerta abierta de la jaula se cerró a espaldas de Tomasa. Mercedes quedó dentro, aún se peinaba con un moño alto en forma de plátano.

Reme esperaba a su hermana al otro lado. Cruzó la acera al ver salir a Tomasa, al ver su desconcierto, y caminó aprisa del brazo de Benjamín. Pobre Benjamín. Tomasa se abrazó a ella:

—Reme, la silla se me rompió hace años. La arreglé varias veces pero volvió a romperse la muy puñetera.

—¿Qué dices?

—Tu silla, la de anea.

—Déjate de sillas. ¿Qué quieres hacer, Tomasa? ¿Qué es lo primero que quieres hacer?

—Quiero ver el mar.

Quiere ver el mar. Y camina despacio por la Casa de Campo apoyada en el brazo de Reme. Un paso tras otro. Despacio. Reme sonríe. Mira a Benjamín. Y él le devuelve la sonrisa. Cómplices que saben que no es la edad de Tomasa la que le impide andar sin dar un tropiezo. Cómplices que saben que la extremeña que ha salido de Ventas con el pelo completamente blanco y la piel más cetrina que nunca ha de aprender a caminar.

—Mira lo que tengo, Reme.

Tomasa le enseña la cabecita negra del cinturón de Joaquina. El regalo que llevó siempre en el bolsillo en recuerdo de Las Trece Rosas.

—Es de las dos. Ahora quiero que la lleves tú.

Un brindis espera a los tres ancianos en Puerta Chiquita:

—¡Por la libertad!

—¡Por la libertad!

—¡Por la libertad!

Y cuando acabe la reunión, Pepita se despedirá para siempre de Reme y de Benjamín.

Para siempre, sí, porque Reme y Benjamín han decidido regresar a su pueblo.

—Nos volvemos para el pueblo.

—¿Cómo es eso?

—Ya ves, yo siempre había dicho que no volvería nunca. Pero somos ya viejos y queremos volver. Así que nos vamos, qué carajo.

Regresan a su pueblo y se llevan a Tomasa con ellos, porque Tomasa quiere ver el mar y su casa está al lado del mar.

Algún día Pepita también regresará a casa. Algún día, cuando Jaime pueda brindar por la libertad, regresará a Córdoba. Mientras tanto, seguirá acudiendo a las reuniones de Puerta Chiquita, añorando a Reme. Y continuará viajando a Burgos una vez al año, añorando a Jaime a su regreso.

Pero algún día, Pepita volverá a Córdoba.

28

—Si tú quieres ir, nos vamos.

—¿De verdad?

—Yo voy donde tú quieras, chiqueta.

La sonrisa de Pepita hizo sonreír a Jaime.

—Tengo una casa. Y la llave de la casa. Habrá que comprar algunos muebles, el dormitorio desde luego, que yo quiero mi propia cama y mi propio colchón. Nos casamos, y nos vamos a Córdoba.

Ella soñaba. Y él la dejaba soñar.

El semblante de Pepita perderá la expresión de entusiasmo poco a poco. Se tocará la barbilla mientras desciende sin prisa de su ensoñación. Apartará el mechón de su frente con un leve gesto de melancolía, dirá que aún hay tiempo para pensar en la casa y le preguntará a Jaime por la salud de su abuelo:

—Cómo está, ¿ya está bueno del todo?

—Mi abuelo ha muerto.

—¡Dios mío!

—Me mintió.

—No digas eso.

Le mintió, sí. En sus cartas siempre le decía que se encontraba mejor.

—No me permiten escribirle a mi hermana. Te he dejado un estuche de madera, para que lo rifes en el Rastro.

Pepita sacará una carta de la prisión, en el compartimento lateral de un estuche de madera que rifará en el Rastro una mañana de domingo. Llevará la carta a Puerta Chiquita y desde allí se encargarán de enviarla a Praga.

La carta tardará más de dos meses en llegar a manos de la chiquilla pelirroja que dejó de parecer un muchacho, pero llegará. Y Jaime sabrá que ha llegado cuando reciba la contestación en el fondo de una cesta que le llevará Pepita en su próxima visita, dentro de un año.

La respuesta de su hermana hará que Jaime descubra en el tiempo pasado un espacio en blanco que sólo puede llenar con palabras. Palabras. Las palabras que Celia escribirá al recibir la carta de Jaime, en Praga. Palabras que le harán saber que la carta ha llegado, que ella la ha tomado en sus manos emocionadas. Y la ha leído, en el comedor de su casa, ante la mirada atenta de su marido. Palabras que le harán saber que Elvira sigue llamándose Celia.

Su hermano la llama chiqueta. Querida chiqueta. Le dice chiqueta y le anuncia que don Javier Tolosa ha muerto. Nuestro abuelo ha muerto, querida chiqueta.

Un quejido escapa al aire. En Praga. Un suspiro. Celia se refugia en los brazos de su marido. Busca consuelo en su fuerza, en las manos que ciñen su espalda, en la seguridad que le inspiran las palabras que susurra a su oído:

—Tú podrás con todo, Celia Gámez.

Podrás con todo. Y Elvira escribirá a su hermano. Y llenará de palabras el vacío de los años que llevan sin verse. Le contará que después del desastre de El Pico Montero, ella continuó en la lucha, y tras el fracaso del Valle de Arán se unió a los guerrilleros que vinieron de Francia. Le contará que la falta de apoyo a la guerrilla la obligó a desistir. Le contará que se enamoró de El Peque el día que mataron a Mateo. Recuerda bien ese día. Corrió monte abajo con la pistola en la mano llorando la muerte de Mateo.

Y se perdió.

Entre unos matorrales la encontró El Peque. Su mirada negra la atravesó de nuevo. El le entregó su ternura. Ella dejó de llorar entre sus brazos. Cuando la noche se cerró sobre ellos, El Peque le anunció que iba a regresar a El Pico Montero; quería recuperar las armas y las municiones que habían abandonado en el depósito de abastecimiento.

—Voy contigo.

Y regresaron al cerro.

La Guardia Civil había dejado retenes de vigilancia en el campamento. El Peque los descubrió. Celia no sabe cómo. Sólo sabe que cuando los dos se arrastraban por la cara norte, él giró la cabeza, se caló el sombrero que siempre llevaba puesto, aplastó el fusil contra su mejilla, le señaló la hendidura de unas rocas próximas, y le indicó con la mano que le siguiera. Al llegar al escondite, habló en voz baja, muy baja, dibujando las palabras en sus labios:

—Hay retenes de vigilancia. Tú espérame aquí. No te muevas por nada del mundo hasta que yo vuelva.

Celia permaneció escondida en el entrante de un canchal durante horas. Y El Peque no volvió.

Dos meses después, cuando Celia se incorporó a la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro, le dijeron que El Peque había muerto intentando recuperar las armas de El Pico Montero.

Celia describirá a su hermano la inmensa tristeza de los camaradas al dar la noticia, y el luto que llevó ella por dentro durante diez años. Levantará la vista del papel recordando su dolor.

Escribirá, para que su hermano lea una carta dentro de un año. Para que el vacío del tiempo se llene de palabras. Para que Jaime reciba, dentro de un año, contestación a la carta que Pepita lleva en el lateral de un estuche de madera que rifará en el Rastro. Escribirá Celia, recordando una sonrisa, la de El Peque, en una noche de agosto calurosa y lejana. Recordando la ternura de una mirada buscando la suya entre los matorrales, cuando ella apartó las ramas y El Peque sonrió.

Escribirá, rememorando el frío de otra noche menos antigua, cuando el Partido consideró necesario la disolución de las agrupaciones guerrilleras y la enviaron a Checoslovaquia, y llegó a Praga agotada de un viaje en tren hacia el exilio.

En la estación te espera un camarada, es bajo y lleva sombrero, le dijeron.

Y a él le encargaron que fuera a recoger a una española que llegaba a las nueve. Una camarada que llevará un lazo rojo atado al asa de su maleta de cuero marrón.

Un año tardará en saber Jaime que Celia llegó a Praga con un lazo en la maleta de su madre.

Y al bajar al andén, Celia se encontró con El Peque. Él se sorprendió al verla, le sonrió.

Los dos se sorprendieron al verse.

Celia recibió la mirada oscura de El Peque, su ternura. Y dejó en el suelo la maleta, y la huella de otro viaje.

—Vamos, vamos. ¿A qué vienen esas lágrimas?

—¿Por qué no volviste a buscarme?

—Fui, pero ya no estabas.

—¿Sí?

Sí, El Peque regresó al canchal al amanecer, apenas quince minutos después de que Celia decidiera abandonar su escondite. Unos meses más tarde, cuando se incorporó a la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, a él también le dijeron que Celia había muerto, que le habían aplicado la «ley de fugas» intentando alcanzar la frontera francesa por los Pirineos. Diez años pasaron los dos creyendo que el otro había muerto. En la estación, Celia no podía controlar el llanto.

—Vamos, Celia, Celia Gámez.

—Esto está tan lejos, y yo ya no puedo más.

El Peque la abrazó.

Ella sintió sus manos rodeando su espalda. Y su voz en su oído.

Podrás con todo, le dijo, y podrás conmigo.

Un año tardará Jaime en saber que Celia y El Peque se casaron en Praga. Un año tardará en llegar la carta de Celia. Un año tardarán las palabras que aliviarán el desasosiego de Jaime, su desolación de horas marchitas, de noches huyendo de un sueño repetido donde las flores de un vestido caen al suelo.

29

—¿A Córdoba?

—Aquí ya no cabemos, señora Celia. En cuanto salga Jaime, nos vamos. Yo quiero mi casa, y él también.

—Si es cuando salga Jaime, ya hablaremos, aún queda mucho tiempo, hija.

—Ya está hablado, nos iremos a Córdoba.

Las dos mujeres charlaban mientras iban y venían de la cocina al comedor cargadas de platos y vasos, preparando las mesas para la comida.

—¿Jaime querrá irse a Córdoba?

—Me ha dicho que él va a donde yo quiera.

—¿Y Tensi? ¿Os llevaréis a Tensi?

Tensi leía los diarios de su madre en su rincón preferido. La luz del balcón iluminaba su perfil ensimismado. Pepita la observó mientras llenaba una jarra de cristal en el fregadero, bajo el grifo de agua fría. Le gustaba ver la expresión de su rostro cuando se abstraía en los cuadernos azules. Sentía que la madre acompañaba a la hija. Que las dos se unían a través de las palabras que Hortensia escribió para Tensi. Hace años que las lee en voz baja, arrimada siempre al mismo balcón. Pepita siente al verla que su madre también la está viendo. Y sonríe, porque Tensi se ha convertido en una joven muy hermosa. Y Hortensia la estará mirando embelesada, como la mira Pepita.

Doña Celia ha entrado en la cocina. Y ordena a Tensi que eche una mano:

—Anda, no seas gandula y pon tú la mesa para nosotras.

Era el día primero de mayo y don Gerardo no comería con ellas. Como todos los años, la policía se presentó en la pensión por la mañana temprano y se lo llevó a comisaría. Medida que aplicaban con todos los elementos perturbadores o sospechosos de serlo, para evitar altercados durante el día del trabajador. El estaba acostumbrado, y doña Celia también. Aguardaban los dos en el vestíbulo, esperando el sonido del timbre para que la policía permaneciera ante su puerta el tiempo imprescindible. Ella le daba un beso y un bocadillo envuelto en papel de estraza. Y pasaba el día esperando a la noche. Bien entrada, él volvería a casa.

—Tensi, ¿me estás oyendo?

—Sí, abuela.

—Pues anda, espabila.

Pepita había acabado de llenar su Jarra y se encontraba ya saliendo de la cocina, momento que Tensi aprovechó para acercarse al oído de doña Celia.

—Díselo tú, abuela.

—Hemos quedado en que se lo decías tú.

Desde la puerta, Pepita las oyó cuchichear y les preguntó qué se traían entre las dos con tantos dimes y diretes.

—Díselo tú.

—No, se lo dices tú.

—Pero empiezas tú.

—Bueno está, ¿lo queréis soltar de una vez, o no lo queréis soltar, que parecéis dos loros agarrados a un columpio? Con todos mis respetos, señora Celia.

Fue Tensi la única que habló:

—Quiero afiliarme al Partido.

La jarra que Pepita tenía en la mano resbaló y se estrelló contra el suelo.

—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Ha sido usted, señora Celia? ¿Ha sido usted? ¿No ve que es una chiquilla?

—No te enfades con ella, que ella no ha sido.

—Entonces, ha sido el señor Gerardo. Pues mira la avería que tiene el señor Gerardo todos los primeros de mayo. Mira dónde está y dime si tú también quieres acabar averiada.

Doña Celia recogió los añicos del suelo y Tensi dejó sobre la mesa los cuadernos de su madre.

La mirada azulísima de Pepita se detuvo en las tapas azules, en la letra de Hortensia. Para Felipe. Para Tensi.

—Eres una chiquilla. Tan chica no puedes meterte en eso.

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