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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (29 page)

BOOK: La voz dormida
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—Es Navidad.

Y Pepita no tuvo más remedio que sacarse los alfileres de la boca.

—¿Ha venido usted a decirme que es Navidad, señorito?

—No. Pero he sabido que tu novio está en Burgos, y como es Navidad...

—¿Cómo ha sabido usted eso?

—Todo se sabe. Y como es Navidad, he venido a preguntarte por él, y no quiero dejar la ocasión de ofrecerte un aguinaldo.

Don Fernando sacó la mano del bolsillo, y le extendió unos billetes.

—Guarde eso, señorito, no me ofenda.

—Estoy en deuda contigo, Pepita, y ésta es una buena ocasión.

—Usted no tiene cuentas pendientes conmigo, de forma y manera que no me ofenda con unos dineros que no sé a qué cuento vienen.

—Es un aguinaldo, Pepita. Es sólo un aguinaldo.

Pepita toma los billetes de la mano extendida hacia ella y los mete en el bolsillo de la chaqueta de don Fernando. Sospecha que bajo la excusa del aguinaldo se esconde un motivo oscuro que ella no llega a comprender.

—No se hable más, señorito. Le he dicho que me está ofendiendo.

—No quiero ofenderte, sólo quiero ayudarte.

—¿Me quiere usted decir por qué se siente en la obligación de ayudarme?

El doctor Ortega cerró la puerta de la cocina y contestó en voz baja:

—Porque tú me ayudaste a mí.

—¿Yo? ¿En qué menester, si puede saberse?

—No pronunciaste mi nombre.

Pepita acabó de envolver el vestido. Mientras prendía el papel de seda con alfileres, recordó la insistencia de don Fernando en preguntar si había mencionado su nombre el día que la sacó de Gobernación. Ahora Jaime está preso, piensa. Y piensa que don Fernando cree que Jaime sabe cosas que no tenía que saber. Miedo. Miedo tiene don Fernando. Y culpa. La culpa le duele en la conciencia y se le enreda en los ojos cuando mueve las pestañas. Se le enreda, Pepita lo comprobó la última vez que se vieron. Ella cruzaba la calle y se encontraron de frente. Don Fernando iba con su padre y del brazo de doña Amparo, que ya no vive en la torre como una paloma. Pepita quiso pararse a saludar. Pero doña Amparo le dijo adiós y siguió caminando, y ellos, los dos, se miraron, y luego inclinaron la cabeza a su paso. El padre sonreía, el hijo no dejó de pestañear. Miedo y culpa. Por miedo la echó de su casa y le roe la culpa por eso. Don Fernando sólo la sacó de Gobernación para que no pronunciara su nombre, y ahora sabe que Jaime está preso y pestañea por si lo pronuncia él.

—Mal pago me dio echándome de su casa, no quiera lavarse la conciencia en la mía. Mal pago me dio, no vuelva a figurarse que puede pagarme algo más. Lo que usted viene a comprar no está en venta.

—Pepita.

—¡Ni Pepita ni leches! ¡Váyase de aquí ahora mismo!

Doña Celia oirá los gritos de Pepita. Y acudirá a la cocina:

—¿Qué pasa?

—Nada, señora Celia, que el señorito se va.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Nada, ya me iba, es cierto.

Mientras don Fernando salía, Pepita se acercó a su oído, tiró de su brazo, escondido bajo la capa española, y le obligó a acercarse:

—Y vaya tranquilo, señorito, que su nombre queda guardado, y si no se ha voceado hasta hoy, quiere decirse que no se voceará, haya o no haya dineros de por medio.

—Yo sólo quería...

—Ya sé lo que usted quería, y ahora usted ya sabe que lo que viene a comprar no está en este comercio. Con Dios, señorito.

Pepita le regala una media sonrisa.

Don Fernando pestañea.

Al día siguiente del Sarao Romántico, Pepita comenzará a recibir encargos y se verá obligada a dar citas para atender a las clientas. Porque su vestido de época causará sensación cuando la dueña de la tienda de Pontejos entre al Salón Rojo del Palace. Sus amigas le preguntarán por su modista, ella recelará ante la posibilidad de compartir a la mejor costurera de Madrid. Y será su dependienta, Manolita, la que corra la voz entre las clientas de todos los comercios de la calle y de la plaza de Pontejos.

Y se correrá la voz. La creadora del vestido más bonito del baile vive en Atocha, en la pensión de doña Celia.

Pepita ha de organizarse. La mejor costurera de Madrid tendrá cola en su puerta. Pero la primera cita ha de ser después de Reyes, a su regreso de Burgos. Ahora va a comprar dos billetes de tren, porque irá con doña Celia y con la niña a ver a Jaime. Dos billetes, porque la niña no paga. Con lo que ha cobrado del vestido tiene suficiente. Irán las tres.

Ella se pondrá su mejor vestido, el mismo que usó para ir a la calle Ave María la primera vez que deseó ser hermosa, el de flores moradas y falda de vuelo que fue de Almudena. Le ha reformado el escote y las mangas, según la última moda, y le ha quitado un poco de vuelo a la falda.

Porque de nuevo desea ser hermosa.

Llevará medias de cristal.

Y se pintará los labios.

21

Una partida de ajedrez para ocupar la mente. Jaime busca la calma. Un movimiento de alfil para olvidar un sueño que se repite una y otra vez. Pepita camina hacia la cocina, lleva mojados los zapatos, las flores de su vestido caen al suelo. Una partida contra la desolación y la derrota. El Cordobés ha muerto. Una partida de ajedrez contra el desasosiego. El camarada que no se separó de él desde que se conocieron en la escuela guerrillera de Benimamet ha muerto. Mueven blancas. El que se llamaba Felipe ha muerto llamándose Mateo Bejarano. También El Tordo ha muerto, no pudo proteger en la huida a una de sus hijas y cayeron los dos abatidos por la espalda. La torre amenaza al alfil. Una partida de ajedrez para que Jaime deje de pensar en los acontecimientos que se han sucedido uno tras otro en desbandada. El desastre de El Pico Montero provocó que la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría se desintegrase cuando acababa de ser constituida. Jaque a la reina. Él bajó a su hermana de la roca. Tiró de ella y la llevó a la salida trasera del campamento. La vio correr. Todos corrieron. Ella se alejó monte abajo. Llevaba su pequeña pistola en la mano.

—Mueves tú. Jaque al rey.

Los que lograron escapar aguardaron escondidos a que pasara el día. Por la noche se reagruparon en el lugar acordado para estas situaciones y allí mismo se decidió, a causa de la caída del Cerro en manos enemigas, que se incorporaran a la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro. Esa misma noche supieron que el pueblo de El Llano que habían ocupado con éxito fue arrasado, fusilaron a los guardias civiles que habían entregado sus armas, desterraron a todos los vecinos, incendiaron sus casas y les prohibieron residir en su tierra, o aproximarse a una distancia menor de cincuenta kilómetros. El rey se enroca. Su hermana no acudió al punto de encuentro. No volvió a verla. Pero supo de ella un mes después, cuando Jaime se reunió con Jesús Monzón en una bodega de Ave María para preparar la ofensiva del Valle de Arán. Está a salvo, fue lo único que le dijeron, y él no preguntó más. Está a salvo. El sólo ha de saber que está a salvo. Y es suficiente. Moverá peón tres, si no quiere dejar al rey al descubierto. Durante la reunión con el comisario político en Ave María, intentó alejar de su mente la imagen de Pepita. Sus zapatos mojados, su vestido de flores. No pudo evitar el recuerdo de su pesadilla recurrente. Dudó al salir a la calle, y en la esquina con Magdalena volvió a dudar, Pepita vive tan cerca. Sería tan fácil subir, perder un minuto y tenerla en sus brazos. Deseó verla, con su vestido lleno de flores, de nuevo lleno de flores. Dudó, pero no quiso ponerla en peligro, se mordió los labios y se fue directamente a la estación de Delicias. En el andén de los besos, pensaba en Pepita, en sus ojos de un color imposible, en el mechón que le resbala siempre en la frente y en sus labios esperando los suyos. Quizá por eso no advirtió que dos hombres le seguían. No pudo subir al tren.

—Jaque mate.

El rey cae sobre el tablero. Se asume la derrota. Se propone la revancha.

Otra partida.

El tiempo pasa entre las piezas negras y blancas. Hace frío en el patio. La malta que tomó en el desayuno ya no calienta su estómago. Es media mañana, y aún guarda en su bolsillo los cuatro higos secos con una almendra dentro. Hora del almuerzo. También su compañero de juego ha reservado el valor energético de los higos del desayuno para aguantar el hambre, porque rechazarán el rancho en el comedor, sopa de lechuga, maloliente y fría, o guiso de garbanzos, cuatro garbanzos bailando en agua sucia, peores aún que las populares «lentejas de Negrín» que se comían durante la guerra. Los higos, y un chusco de pan que acompaña a las gachas, aliviarán la hambruna hasta la tarde. Después de asistir al taller de ebanistería, donde construyen pequeñas cajas de madera que las mujeres rifarán por las calles de sus pueblos, bajarán a la cocina y se asarán unas patatas.

—Sales tú, Gerardo.

Volverá a perder. Volverá a creer que no le importa. Pero le importa. Demasiados fracasos, ajenos y propios, harán que busque en el ajedrez nimias victorias. Aprenderá estrategias nuevas, ataques y defensas que le liberen de la sensación de que ya no forma parte activa en ningún flanco. Jugará con pasión. Y en aquel penal, al que llaman La Universidad, estudiará los libros que logran engañar la censura, y esperará con pasión las cartas de Pepita, que no logran engañarla, mientras se convierte en un experto en la Historia del Partido Bolchevique de la Unión Soviética.

Jaque.

Dos días faltan para el encuentro con Pepita. Dos días. Esperará, impaciente, dos días.

Dos días.

Aún le duelen los riñones y sangra al orinar. Y los dedos también le duelen, aunque las uñas ya le hayan crecido. Mi nombre es Jaime Alcántara. Soy prisionero de guerra. Jaime Alcántara. El Tribunal Militar le juzgó como Jaime Alcántara, natural de Belchite. No lo relacionaron con El Chaqueta Negra.

No fue condenado a muerte.

Se instruye la presente Causa como consecuencia de las investigaciones llevadas a cabo por la Brigada Político-Social de la Policía Gubernativa de esta capital, encaminadas al descubrimiento y desarticulación de las actividades clandestinas de carácter subversivo que venían desarrollándose por una serie de vecinos de esta capital que se proponían reorganizar el Partido Comunista, interviniendo unos folletos publicados bajo el título "Guía de Bibliófilo" que tenían varios artículos del periódico clandestino Mundo Obrero.

El presidente del Tribunal era coronel, tenía un bastón de mando. Cuando el abogado defensor intentaba una alegación, el coronel golpeaba el bastón contra el suelo.

Primero leyeron la lista de los condenados a muerte. Un nombre tras otro, de corrido. Sin temblar. Después, las condenas restantes, pronunciando el nombre del procesado y la pena correspondiente.

Jaime Alcántara, treinta años.

—Mate.

—Estás aprendiendo tú mucho.

Pequeñas victorias.

—¿Echamos otra?

—Luego.

Sí, luego, más tarde volverá a jugar. Ahora desea pasear por el patio.

—¿Te ayudo?

—Gracias, ya puedo yo.

Puede apenas caminar. Pero camina. Y piensa en Pepita. Iré con la señora Celia y llevaré a la niña, le había escrito en su última carta. Se llama Tensi, como su madre. Piensa en Mateo, va a conocer a su hija; él no llegó a conocerla. Dos días. Y recuerda a Hortensia, la mujer que aprendió a escribir en los muros de la Casa Grande de Don Benito. Con un lápiz gastado aprendió, él le llevaba la mano.

—Así, ¿ves?

—Así, sí. Pero si me sueltas, me viene el lío. Y me sobran o me faltan letras.

—Tú escribe, que yo entiendo. Yo sé la letra que sobra y la que falta.

—¿Y sabes poner la que falta y quitar la que sobra?

—Tú no pienses en eso. Tú sólo tienes que escribir una palabra, juntar las letras y pensar que está bien.

—Claro, que la letra que sobra ahí en otro lado está faltando.

Jaime pasea por el patio. Apura un cigarrillo y aplasta la colilla contra el suelo. Se siente mal. Apenas puede dar un paso sin que el dolor le apriete en la vejiga, en los testículos. Don Gerardo se acerca. Le ayuda a llegar a la enfermería y pide por favor una bolsa de agua caliente.

Se aplicará Jaime la bolsa. El calor le ayudará a orinar. Sangre. No aliviará su dolor. Y sentirá rabia. Rabia, porque ha de recuperarse en dos días. Ha de entrar por su pie al locutorio. Dos días. Rabia, porque sabe que no podrá ser, que Pepita le verá caminar apoyándose en don Gerardo. Rabia.

Rabia, sí.

22

El locutorio de la Prisión Central de Burgos es triste y oscuro, pero silencioso. En lugar de valla metálica, dos muros a media altura acabados en barrotes hasta el techo limitan el pasillo central. Los presos no reciben muchas visitas, de modo que los funcionarios que vigilan el pasillo pueden escuchar las conversaciones de todos y detenerse a escuchar la que más interés les despierte. Pepita y doña Celia esperan. Cada una aprieta una mano de Tensi. La niña mira a su alrededor con los ojos muy abiertos. Ha visto a los familiares aferrarse a los barrotes que tienen delante, pero el muro le impide ver que al otro lado han entrado los presos. Pepita la alza en sus brazos.

—Ahí están.

Doña Celia ha visto a don Gerardo. Pepita sólo distingue a dos hombres, uno apoyado en el otro.

—¿Dónde?

—Ahí.

Don Gerardo ayuda a Jaime a llegar hasta la verja. Pepita se abraza a la niña mientras gime:

—¿Qué te han hecho?

Entre los barrotes, Jaime extiende hacia Pepita su mano derecha. Ella extiende la suya. No pueden alcanzarse. Pero sienten que se están tocando los dedos.

El funcionario les ordena que se retiren. Jaime mira los ojos azulísimos que tiene enfrente.

—¡Cuánto tiempo sin ver ese color imposible!

—¿Cuál?

—El de tus ojos, chiqueta.

¿Me quieres?, preguntó ella. Te quiero, respondió él sujetándose a los barrotes porque le era imposible mantenerse en pie.

—Échate atrás, quiero verte el vestido.

Pepita da unos pasos hacia atrás, para que Jaime vea su vestido.

Lleno de flores.

Y Jaime sonríe, y le pregunta si la niña que lleva en brazos es Tensi.

Es Tensi, sí, aclara Pepita al regresar a la verja, y le pide a la niña que mire a Jaime:

—Mira.

—¿Eres mi papá?

—No, hijita, no soy tu papá.

Se parece a ti, le dice a Pepita, tus mismos ojos. Y después le ruega que pida unos pantalones que ha dejado en paquetería.

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