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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida

BOOK: La voz dormida
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Dulce Chacón

La voz dormida

ePUB v1.1

Polifemo7
23.10.11

 

Un grupo de mujeres, encarceladas en la madrileña prisión de Ventas, enarbola la bandera de la dignidad y el coraje como única arma posible para enfrentarse a la humillación, la tortura y la muerte. Pocas novelas podemos calificar como imprescindibles. La voz dormida es una de ellas porque nos ayuda a bucear en el papel que las mujeres jugaron durante unos años decisivos para la historia de España. Relegadas al ámbito doméstico, decidieron asumir el protagonismo que la tradición les negaba para luchar por un mundo más justo. Unas en la retaguardia y las más osadas en la vanguardia armada de la guerrilla, donde dejaron la evidencia de su valentía y sacrificio.

A los que se vieron obligados a guardar silencio

«En vano dibujas corazones en la ventana:

el caudillo del silencio

abajo, en el patio del castillo, alista soldados»

PAUL CELAN

PRIMERA PARTE
1

La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un “Ay madre mía de mi vida” que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.

Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no podía parar de reír.

Reía.

Reía porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo. Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el miedo.

El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en los ojos de sus familiares.

Era día de visita.

La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.

2

El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no advierta su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda con precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido, por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.

Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el interior del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa. Ninguno de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.

La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.

—Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.

—¿Qué?

—El juicio, que no se sabe nada.

Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella; fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.

3

Los garbanzos de la cabeza del títere aún estaban manchados de sangre. Elvira deshizo el muñeco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que observaba desde el otro lado del pasillo. Alzó el guante. La guardiana pasó de largo, suponiendo que la joven divertía a su abuelo con un juego, y continuó recorriendo el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sacó los garbanzos manchados de sangre y se señaló las rodillas.

La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su nieta, aún abiertas.

La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita: ¡Elvira, atrás! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira apretando los labios en un mohín disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar las manos de la espalda y vuelve a gritar:

—¡Elvira, atrás!

Elvira da un paso hacia atrás, justo cuando la guardiana golpea la alambrada con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.

—La visita ha terminado para usted. Retírese a su galería y espéreme allí.

Y añade, sin gritar, dirigiéndose al abuelo de Elvira:

—Márchese.

El anciano mira a la mujer que tiene al lado, a la hermana de la que va a morir, a Pepa. La interroga con los ojos, pero no pregunta qué ha pasado, porque es mejor no hacer preguntas.

—Váyase, abuelo, la visita ha terminado para su nieta y para usted.

Elvira guarda los garbanzos en el bolsillo, se enfunda el guante en su diminuta mano y la esconde también en el bolsillo, reprimiendo el deseo de agitarla para despedir a su abuelo. Tampoco el anciano se atreve a despedirse de ella. La mira. Y se da la vuelta. Se abre paso entre los familiares, que continúan gritando mientras se empujan unos a otros para ocupar el espacio que ha dejado libre junto a la valla metálica. Y se marcha sin haber comprendido nada.

Nada. En absoluto.

4

No había nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el cielo, con el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insistía Reme, la mayor del grupo, mientras Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados, la miraba incrédula.

—Que templa, te lo digo yo.

—Qué sabrás.

—Lo sé, porque mi hijo vive en León, y me lo cuenta. Además, el año pasado cuando nevó, templó.

—Ya se verá.

Tres días llevaban mirando al cielo.

—¿Y qué hace tu hijo en León?

—Está a la mina.

—¿Y ha visto el mar?

—Si en León no hay mar.

—Ah.

—Pero un día vio a la Pasionaria.

—¡Anda ya!

Reme entretenía sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y deshaciendo su trenza una y otra vez.

—Yo tenía asín de largo el pelo. Y asín de negro.

—¿De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?

—De lejos, pero la vio.

Tres días estuvieron mirando al cielo. Y tres días estuvo Elvira sin poder verlo. Los tres días que permaneció recluida en la celda de castigo por haber intentado explicarle a su abuelo que soportó el dolor en los interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los labios, sin contestar una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.

Y ahora, arrellanada en un rincón del patio, después de haberse negado a compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el frío, Elvira se acaricia las mejillas con los guantes que le había tejido su madre.

Y comenzó a toser.

—Elvirita se ha puesto mala.

—Tiene calentura desde que salió del «cubo».

—Habrá que avisar a la guardia civila.

—Para el caso que te va a hacer.

Reme dejó de anudar la trenza de Hortensia.

—Yo voy a ir.

—Pues ve, ya volverás.

—Cuidado que eres refunfuñona, Tomasa. únicamente sabes refunfuñar que refunfuñar. Refunfuñar únicamente, carajo.

Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encaró:

—¿Y qué otro carajo se puede hacer aquí?

Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha dificultad. Pero en esta ocasión, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su atención se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no advierta su mirada.

Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los riñones mientras camina hacia el rincón donde Elvira desliza por sus mejillas los guantes que le hizo su madre poco antes de morir.

Y Elvira tirita.

5

La fiebre no es más que otra forma de delirio. Delirar es soñar. Y soñar es sentirse lejos. Soñar es estar de nuevo en casa. Lejos. Huele a mandarinas. Elvira está en casa. Y le fascina la música que escucha en la radio.

Ojos verdes, verdes como la albahaca...

A Elvira le apasiona Miguel de Molina, y Celia Gámez, y la zarzuela, también le gusta mucho la zarzuela, y Antoñita Colomé y doña Concha Piquer. A ella le gustaría ser cantante, y que los maestros Valverde, León y Quiroga le compusieran unos Ojos verdes sólo para ella, con brillo de faca.

... y el verde, verde limón.

Pero su padre ha prohibido terminantemente a su madre que aliente las fantasías de la niña. Y su madre, doña Martina, apaga la radio en cuanto siente llegar a su marido. Ella no cree que las canciones sean obscenas, aun así, apaga la radio para que él no se enfade.

—Mamá.

Doña Martina ha apagado la radio. Y Reme regresa para decir que no hay sitio en la enfermería, que la guardiana le ha dicho que la enfermería está llena.

Y que no tiene entrañas, ha dicho:

—Esa guardia civila no tiene entrañas en las entrañas.

La extremeña de piel cetrina expresa un “Ya te lo dije” sin pronunciar palabra, bajando a la vez la barbilla y las pestañas al tiempo que tuerce los labios, bien apretados. No ha permitido que Hortensia se acerque al petate de Elvira, por temor a un mal parto si llega a contagiarse.

—No te arrimes, no vaya a ser, que ya tenemos bastante con lo que tenemos de sobra.

Y continúa aplicando paños de agua fría en la frente que arde, en los brazos que arden, y en la nuca, y en el cuello.

—Mamá.

Pero la fiebre no baja. El delirio mantiene el sueño en los ojos abiertos de Elvira y, a escondidas de su padre, canta un cuplé para su madre y para su hermano Paulino. Ellos aplauden. Ella se siente artista. Nunca entenderé de dónde te viene la chispa, le dice su madre mientras coloca una fuente de mandarinas en el centro de la mesa. Nunca lo entenderé, repite.

—No me lo explico.

Y no se lo explica doña Martina, porque ella es hija de un militar más bien soso, nacida en Pamplona, y esposa de otro militar, más soso si cabe, casada en Burgos, y jamás ha conocido gracia o cascabel alguno, ni en ella ni en su familia ni en la familia de su marido.

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