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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (47 page)

BOOK: La yegua blanca
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—Al igual que tú, ya lo había celebrado bastante. —Se encogió de hombros—. Además, no es frecuente que pueda sentarme ante un buen fuego durante unas horas a solas con mis pensamientos. Es una delicia inusual.

Rhiann podía comprenderlo. Él siempre estaba rodeado de gente. Eremon se rascó la barba sin afeitar del mentón.

—Y ahora dime, ¿de qué iban todos esos gritos? Los hombres del águila… ¿Un sueño sobre los romanos?

Ella fijó la mirada en la taza.

—No es nada.

—No. —Eremon la miraba con gravedad—. Después de lo que vi… no, de lo que sentí que hiciste la noche pasada, eso dista mucho de ser «nada». Tienes un don, ahora lo veo. Si ese don puede ayudarnos en nuestra lucha, entonces debemos usarlo.

Ella permaneció en silencio.

—Rhiann. Respeto ese don. Jamás me reiré de él ni lo desestimaré, te lo prometo.

Ella suspiró. ¿Cómo decírselo? En realidad, ni ella misma conocía todo su significado, excepto que, en lo más recóndito de su corazón, siempre había querido que el hombre de su sueño fuera una persona…, Drust.

Tal vez pudiera contarle a Eremon algo…, y así lo hizo. Pero cuando llegó a la parte sobre el hombre que blandía la espada, omitió el vínculo existente entre ella y él, el reconocimiento de almas. Eremon jamás lo hubiera comprendido. Además, no deseaba que él se introdujera en sus sueños cuando esperaba que algún día otro ocupase ese lugar.

Él la escuchó atentamente con la cabeza gacha. No dijo nada durante mucho tiempo una vez que ella hubo concluido. Entonces, preguntó:

—¿Estás segura de que esas personas a las que defendías eran el pueblo de Alba? ¿Todas?

—Sí.

El hablar le hacía sentir que le iba a estallar la cabeza. Rhiann se masajeó las sienes.

—Debo irme y meditar sobre ello.

Eremon se levantó con la vista ausente y la boca tensa, con esa excitación que había visto cuando atacaron a la partida de saqueo romana. Se dirigió raudo a la puerta para coger su capa.

—Eremon, gracias por cuidar de mí… —Lo llamó, pero él casi no la atendía cuando estaba a punto de alzar la cortina de la puerta.

¡Vaya! Ella se quedó mirando detrás de él con la esperanza de que no creyera que era una tonta, aunque había prometido no hacerlo.

Ahora la cabeza le martilleaba de pensar, por lo que depositó la taza al lado de la cama y volvió a acurrucarse en su cálido interior.

Ese día se quedó en casa haciendo lo menos posible. Era una tarde pesada y húmeda, acorde al letargo de su cuerpo. Eithne también estaba desganada, y no pudo hacer más que moler cebada. Pero el chirrido del molino manual les daba a ambas dolor de cabeza, por lo que en lugar de seguir con eso se sentaron a hilar lana con apatía mientras la lluvia tamborileaba sobre la techumbre de paja.

Rhiann también tuvo mal la cabeza al día siguiente, pero la época del brote de las hojas era la de las fiebres y no había descanso para una sanadora.

Pronto la llamaron para atender a la hija del jefe del Castro del Acantilado, ya que estaba encinta otra vez y sufría tiritonas y sudores. Rhiann y Eithne ensillaron sus monturas —Eithne montaba el poni que Rhiann le había regalado— y cruzaron el marjal en medio de la niebla gris y la lluvia y subieron el valle hacia el Castro del Acantilado que, encaramado en lo alto de las rocas, vigilaba el paso marítimo.

Resultó que la hija del jefe padecía más un enfado marital que fiebre. Después de administrarle tanaceto, tratar los piojos y los forúnculos de su hijo y escuchar una larga y aburrida historia sobre cómo el marido se pasaba casi todo el tiempo con su primo en el castro vecino, le dio unas palmaditas en la mano y se levantó para marcharse.

El cielo encapotado se había despejado y la solana y los chubascos se perseguían al Oeste cuando Rhiann y Eithne salieron de la tienda del jefe. El castro dominaba la vasta extensión azul del estrecho en dirección a la isla del Ciervo; toda la curva de la isla, el lago y el mar-despejados de la bruma matutina— se extendían a sus pies como un manto bordado.

El viento trajo el sonido de los cascos. Un veloz jinete subía por el camino del Sur hacia el castro. Pronto el chacoloteo se hizo más intenso y ellas se volvieron. Era Eremon a lomos de Dòrn, Cù avanzaba a paso ligero junto a él.

—Así que estás aquí.

Desmontó con dificultad, frotándose el brazo.

Rhiann se fijó en su capa empapada por la lluvia y las botas manchadas de barro.

—No deberías galopar de esa forma hasta que la herida no haya cicatrizado. ¿Qué ocurre? ¿Hay alguien enfermo?

—Nadie ha enfermado. Vengo a pedirte consejo. —Eremon era así, no perdía el tiempo en cortesías a menos que fuera preciso.

—¿Has cabalgado todo el camino hasta aquí para
pedirme
consejo?

Él se apartó el pelo mojado de los ojos, cuyo verdor centelleaba cuando reflejaba el sol del mar.

—No podía esperar. Pasaba por un santuario cuando Declan me buscó. Parece que abandonó los festejos de Beltane para meditar toda la noche delante de un cuenco de videncia…, y éste le ofreció la más extraordinaria de las visiones. ¡Debes decirme qué significa!

Ahora Rhiann sí reconoció el brillo de sus ojos. Dirigió una mirada a Eithne.

—Hay un corrillo de levísticos justo ahí debajo, ¿lo distingues? Ve y recoge algunas hojas nuevas para llevarlas a casa.

La sirvienta asintió, desató una bolsa de su silla mientras dirigía una fugaz mirada a Eremon y se alejó hacia el borde del acantilado.

—Ahora —dijo Rhiann cruzando los brazos—, cuéntame esas palabras del druida que te han hecho acudir al galope.

Eremon posó en ella sus ojos verdemar.

—Vio a un dios que llevaba la torques dorada de Erín, un dios con cresta de jabalí. ¡Se refería a mí, lo sé! Pero entonces el dios cambió y se convirtió en Manannán. Declan afirma que lo conoce bien.

—¿Manannán?

—Sí. —Jugueteó con el extremo de las riendas sobre la palma de su mano—. También es el dios tutelar de Erín, pero allí también había una diosa… su esposa. Vosotros la llamáis Rhiannon; a ti te pusieron ese nombre por ella. Es la diosa tutelar de tu gente.

—Sí. —La respuesta llegó en un susurro.

—Declan vio personas, miles de personas que cubrían la tierra. Entonces oyó decir a Manannán: «Hijo mío, hermano de mis hijos. ¿Me entregarás a Mí tu espada?», y Rhiannon se alzó para decir: «Hijo mío, hermano de mis hijas. ¿Blandirás tu espada por Mí?».

La respiración de Rhiann se volvió entrecortada, ya que la historia era intensa, con el poder de una verdadera visión. Notaba que a su alrededor el aire chisporroteaba mientras Eremon la contaba.

—¿Y entonces?

—Y entonces… se despertó, y no supo nada más. —A Eremon se le iluminaron los ojos—. Pero Rhiann, ¡el dios de mi pueblo y la diosa del tuyo! Pedían mi espada para proteger a todos mis hermanos y hermanas. Lo ves, ¿verdad? ¡Todo tiene sentido después de tu sueño!

Rhiann se mordió el labio mientras lo observaba. Su rostro brillaba con fuerza y el sol resplandecía en las hebras cobrizas de su cabello oscuro. Parecía más que un príncipe. Sin lugar a dudas, parecía un rey. Un rey capaz de inspirar a un pueblo.

Sabía qué vivía en el rostro de Eremon, lo sentía en el tuétano de los huesos. El ojo de Manannán se arremolinaba al otro lado del estrecho, arrastrando a cualquier barco que se acercase. Así era como lo percibía su espíritu. La estructura de Este Mundo estaba siendo arrastrada a una vorágine y nada volvería a ser igual.

—Tu sueño y esta visión significan lo mismo, tú lo sabes. —Estaba serio, mirándola con intensidad—. Me refiero a unir a todos los pueblos de esta tierra para defender Alba contra los romanos. —Hizo una pausa—. Todos los pueblos de esta tierra, todos los pueblos de Alba como
uno
solo.

—Sí.

Ella respiró hondo a su alrededor. Había sostenido el caldero en su sueño, por lo que conocía su significado. Había probado el poder; había tenido esa música en su sangre. Y ahora, como si despertara, corría por sus venas tal y como lo recordaba.

—¡Sabía que lo entenderías! —Palmeó el cuello de Dòrn y el semental relinchó—. Me he pasado todo el día pensándolo. ¿Hay algún rey en Alba que sobresalga sobre los demás? ¿Alguien que sea el más poderoso, que tenga más tierras y guerreros?

Perdió el color de la cara y susurró:

—Sí.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde está?

Rhiann intentó hablar, pero se le había secado la boca.

—Calgaco-consiguió responder—. Su nombre significa «espada», es un gran guerrero. Su castro domina una gran bahía al noreste de Alba.

—¿Cuánto tiempo se tardaría en enviarle un mensaje y recibir respuesta?

La joven se humedeció los labios.

—El Gran Glen es el camino más directo, ya que divide Alba en dos, y es la única vía para atravesar las montañas hacia la costa Este. En su base se extiende una cadena de lagos, por los que un hombre puede viajar en bote y a caballo. Iría y volvería en unos quince días.

—Bien. —Eremon se encaramó a la silla con su brazo bueno sin notar su inquietud—. Entonces, mi señora, le voy a enviar un mensaje con Aedan tan pronto como pueda, y por eso debo estar listo para visitar a ese Calgaco… ¡Para un consejo de guerra!

Tiró de las riendas y azuzó al caballo, silbando para que Cù le siguiera. Los cascos revolvieron el lodo conforme se alejó al galope hasta que el sonido se perdió entre los chillidos de las gaviotas.

Rhiann se apoyó temblorosa sobre el flanco firme de Liath.

Calgaco era el rey más poderoso de Alba… y el padre de un hombre a quien no había visto en siete años: Drust, el artista de los tatuajes, el soñador.

Drust, cuyos dedos largos y delicados habían tatuado su piel y atizado unos fuegos que ardieron mucho antes de que un invasor le pusiera las manos encima. Unos fuegos que ahora sólo eran frías cenizas.

Entonces fue cuando comenzó a temblar, cuando el plan de la Diosa estuvo claro. Al mostrarse como Rhiannon, había guiado los pasos de Eremon en el camino que éste había elegido, y al hacerlo iba a reunir a Rhiann y a Drust, pues ella no tenía ninguna intención de quedarse atrás cuando Eremon fuera al Norte.

¿Es Drust el hombre de mi sueño, Madre? ¿Es la razón por la que me llevas allí? ¿Soy digna de él?

Sin saber por qué, tal vez su destino y el de Drust estuvieran entrelazados con el de Eremon; tenía muy claro que el príncipe de Erín debía desempeñar un papel vital en la liberación de Alba, no sólo en la salvación de los epídeos. Por supuesto, Eremon no estaba en
su
sueño, pero lograr semejante tarea iba a requerir los esfuerzos de ambos, y quizá su propia visión sólo le mostraba la parte relacionada directamente con ella.

Mientras en compañía de Eithne cruzaba las sombras alargadas de los marjales que había a los pies de Dunadd, se dijo otra vez que en verdad el hombre del sueño debía ser Drust, Era el único que la había tocado, el único que había sido amable, refinado y noble. El único que había abierto la puerta de sus deseos. Pero Rhiann sabía que no era la primera a la que Drust había conocido. ¿Sentiría aún algo por ella, la querría?

A pesar de sus temores, de repente percibía un atisbo de aquel deseo —como lo sentía cuando su sangre fluía ardiente y libre, antes de que la oscuridad llegara y lo deformara todo— similar a un sol vislumbrado entre las nubes.

¿Podría ocurrir un milagro? ¿Podría Drust volver a despertar en ella aquel sentimiento?

Capítulo 44

A Eremon le irritó tener que buscar de nuevo la aprobación del Consejo, pero el poder de la visión de Declan predispuso a un buen número a su favor, y sus certeras palabras prendieron con facilidad en los indecisos. El éxito de su incursión todavía pesaba mucho en el corazón de los guerreros epídeos, que entrenaban aún con mayor denuedo en la planicie del río.

La incursión había encendido un fuego que ya no se podía apagar, y luchaban y gritaban, discutían y maldecían, y suspiraban por enfrentarse a los romanos una vez más.

—Esta visita que voy a hacer es otro paso hacia ese glorioso día —les dijo Eremon desde su acostumbrado pedestal sobre el asta del carro—. ¡Porque con una alianza de todas las tribus podemos hacer que los romanos se replieguen a Britania!

Se necesitaron casi dos días para convencer a Aedan de que superase sus temores a las tribus norteñas y admitiera ser elegido como mensajero, pero al fin le enviaron con presentes, diez guerreros y su arpa, temblando y envuelto en una capa y una túnica nuevas. Eremon sabía que, pese a su juventud, Aedan se dirigiría a Calgaco con palabras floridas, y quería que ese rey supiera que él era un príncipe, no un ladrón de ganado sediento de sangre.

Después de aquello, Eremon no perdió el tiempo y enseguida estuvo en todas partes, del alba al ocaso, entrenando hombres, visitando a los nobles y fortaleciendo las defensas del territorio, en especial las del Este. Los exploradores iban y venían continuamente a la Casa del Rey, donde les indicaba dónde y en qué número quería situar los puestos de vigilancia, y a quién informarían los exploradores en su ausencia.

El príncipe iba a dejar al mando de nuevo a Finan, aunque esta vez el veterano guerrero refunfuñó, ya que se había hablado mucho entre los hombres del esplendor del castro de Calgaco. Pero conocía su deber y los ancianos epídeos le respetaban ahora que les unían muchos relatos, todos bien empapados de cerveza.

Eremon se tomó la noticia de que Rhiann iba a acompañarle sin la menor resistencia, se limitó a gruñir «Bien» antes de darse la vuelta para hablar con uno de sus exploradores.

De modo que ella y Eithne reunieron mantas y tiendas de piel, y cocieron pan duro que no se estropease. Caitlin permaneció todo el tiempo a sus pies, junto al fuego, ahumando ramas de fresno para un nuevo juego de flechas y calentando cola para pegar las plumas a los astiles hasta que Rhiann derribó con un pie una jarra de abedul de olor acre. Entonces, Caitlin se trasladó a la Casa del Rey.

Luego, Rhiann cabalgó para ver a Linnet.

—Tía, ¿te acordarás de que la mujer de Tiernan se adelantó al dar a luz las otras veces, verdad? El segundo hijo de Neesa se ha torcido los tobillos, hay que darle masaje todos los días con este ungüento.

—Me acordaré de todo, chiquilla. —Linnet, que estaba dando de comer a las cabras, dejó en el suelo el cubo de las sobras con los ojos centelleantes—. Llevo haciendo esto hace mucho tiempo, ya sabes.

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