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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (67 page)

BOOK: La yegua blanca
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—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Eremon.

—No lo sé —repuso Rhiann, pero sintió que la oscuridad de la habitación se marchaba con ellos.

Maelchon salió a deambular al ocultarse la Luna, cuando sobre su cabeza sólo quedaban los fríos alfilerazos de las estrellas. Un viento tormentoso había soplado durante la fiesta y ahora, mientras paseaba por la empalizada, azotaba su capa de piel de oso y hacía flamear su cabello enmarañado delante de los ojos.

En su propia casa podía mitigar con facilidad aquel desasosiego, aquel rechazo, pero allí no había doncellas bajo su poder a las que tomar a voluntad.

La contemplación de la reina de los epídeos aquella noche le había impactado, había supuesto algo del todo inesperado. Su visión hizo que el fuego que durante tres años sólo fuera rescoldos se convirtiese en llama ardiente; una llama que le arrebataba el aliento de los pulmones.

Su cabello conservaba el mismo aspecto, pero había una mayor madurez en su osamenta y en los ojos sombríos; la insinuación del pecho bajo el vestido sólo conseguía volverla más enloquecedora y atractiva que la joven que fue antaño.

Y ver a ese cachorro de Erín ponerle las zarpas encima y situar la cabeza junto a su cabello hizo que a Maelchon se le atragantase la comida y que le temblasen las manos, deseosas de cerrarse en torno al cuello del príncipe para arrebatarle la vida y arrancar esa sonrisa desdeñosa de su rostro perfecto.

Y le habían entregado esa chica a
él.

El pelo de Rhiann le había estado provocando durante toda la fiesta, pues caía como una bandera color cobre de la tela más suave sobre sus hombros, reflejando la luz cada vez que ella agachaba la cabeza, y le hacía revivir cada amargo momento. Había visto un brillo igual en el Sol, contra el brezo de la Isla Sagrada. Pero el recuerdo de ese momento estaba incendiado por algo más que su belleza; mucho más.

«Una boda contigo está descartada», le había dicho el padre adoptivo de Rhiann. «Los epídeos depositan muchas esperanzas en una alianza extranjera».

Pero los penetrantes ojos del hombre y las miradas compartidas con su esposa y los nobles en el gran salón de la isla desmentían esas palabras.

No eres nada,
decían los ojos.
Un rey minúsculo de una isla pobre; tosco y advenedizo. Estás por debajo de nosotros. No eres nada.

Lejos de los centinelas, mientras el viento azotaba los árboles de abajo, Maelchon se aferró a la empalizada y por su garganta soltó un rugido que procedía de los rígidos músculos contraídos a causa de la rabia que ardía en su interior.

La flecha voló lejos y se enterró en el barro debajo de los robles tras errar el tronco; aun así Eremon lanzó una tras otra las flechas extraídas de la aljaba que llevaba a la espalda tan rápido que pronto se quedó sin aliento.

Se detuvo jadeando cuando la aljaba estuvo vacía y cayó en la cuenta de que tendría que ponerse a buscarlas en el monte bajo que tenía justo enfrente, lo que no le hizo sentirse mucho mejor.

—Me alegra que al menos mi esposa apunte mejor.

Eremon se giró para descubrir a Conaire recostado contra un abedul cercano con los grandes brazos cruzados.

—Han pasado años desde que cogiera por última vez un arco, hermano. —Agitó el suyo desolado—. Necesitaba tirar contra algo y no pude encontrarte para salir de caza.

Al haber tantos hombres de valía en el salón de Calgaco, sólo se había invitado al Concilio a los reyes, a los reyes y a Eremon.

—¿Ha ido mal entonces? —Conaire recogió una flecha caída y se abrió paso por entre los matorrales para tendérsela a Eremon.

—Y tan mal. Sólo el nuevo rey texalio, un jovenzuelo de sangre ardiente, Calgaco y yo mismo nos hemos unido a la alianza. El resto ha rehusado, aunque les expusimos nuestro caso, incluso aunque nos contaron que Agrícola había saqueado los pueblos de los damnones, incluido Kelan, en la costa, después de nuestra incursión. —Una vez más, Eremon se sintió hundido por la rabia y el dolor que le producía esa parte en concreto de la información, ya que, tras el ataque romano a Crìanan, había estado demasiado preocupado por Rhiann como para preguntarse por la suerte corrida por los damnones. Bueno, ya lo sabía y se maldecía por ello—. Se supieron más cosas, hermano, ¡y aun así no son capaces de verlo!

Eremon golpeó el tronco del árbol con la palma abierta. Conaire revolvió una mata de espinos en busca de más flechas.

—¿Más?

—Los romanos están construyendo a toda prisa una nueva línea de fuertes entre los estuarios de los ríos Forth y Tay, en tierras de los venicones. Al parecer, éstos, al igual que los votadinos, se han rendido.

Conaire se enderezó, con una flecha en la mano y la boca torcida ahora con gesto adusto.

—¿Y qué opinan los reyes de todo esto?

—Que los venicones no son más que traidores, y que por eso Agrícola ha establecido ahí una frontera…, pero que no seguirá avanzando porque somos menos apetecibles.

—Ah.

Eremon vio una flecha clavada en la profunda capa de arcilla, bajo otro árbol, y la arrancó.

—No es una frontera, es una avanzada. ¿Es que no son capaces de verlo? ¡Agrícola no consolida una posición para tenernos a raya, sino para lanzar una ofensiva!

—¿Cuál fue su reacción entonces?

—Bueno, deja que trate de recordar lo que dijo un rey —dijo Eremon mientras cruzaba los brazos; la flecha manchada de barro surgía de su puño apretado—: «Ésta es nuestra tierra, no la tuya, príncipe, y haremos las cosas a nuestra manera. Nuestras montañas nos mantendrán a salvo, ¡y no pienso malgastar la vida de mis hombres para proteger unas cuantas llanuras ricas y prósperas!». Miró a Calgaco al decir eso. ¡Me sorprende que el rey no pidiese su espada allí y en ese momento! —Eremon arrojó la flecha junto al arco—. Y lo que me consume, hermano, es que mientras nosotros estamos aquí sentados, discutiendo, Agrícola está ahí fuera, en alguna parte, a la espera de la señal del emperador para avanzar hacia el Norte, y lo hará pronto. ¡Lo hará pronto!

Agrícola permanecía a lomos de su caballo en lo alto de una cresta redondeada y azotada por los vientos, sobre la llanura del Earn, observando cómo los bueyes arrastraban la última carga de madera desde el río situado más abajo. A la derecha, sobre una cuesta de brezo y césped corto, iba tomando forma su última torre de vigilancia. Ya estaban el foso, el terraplén y todo el parapeto de madera. Sus soldados sólo tenían que rematar la torre en sí, con la plataforma de vigía y la almenara.

Recortada contra el brezo púrpura, el pedregal de granito y el cielo nublado, parecía vulnerable, pero Agrícola no había prestado atención a los oficiales que le instaban a retroceder al Sur, hasta tierras más seguras. Las tribus pensarían que eran cobardes y débiles si las legiones retrocedían en esos momentos, y se podrían animar a aprovechar tal debilidad.

En cualquier caso, el ataque del príncipe de Erín a su fuerte occidental había tenido éxito sólo gracias a que estaba inacabado y los hombres se encontraban desprevenidos. Al igual que los de los demás fuertes, a decir verdad. Resopló. El descuido había hecho el trabajo por los bárbaros. La puerta no mostraba señales de haber sido forzada; estaba abierta —
abierta
—, con un único guardián muerto por flecha. Agrícola no lograba imaginar cómo podía haber ocurrido tal cosa. Ignoraba si aquel ataque era también obra del príncipe de Erín, pero en su fuero interno así lo sospechaba.

Se le escapó un suspiro de desesperación. Si había algo que no debía hacer, era atribuir cada revés a Eremon de Erín. Eso sería sólo señal del comienzo de una obsesión peligrosa. Samana era ya una sombra obsesionada por cuanto ocurría entre los epídeos, lo que era natural, suponía, dado que había sido vilmente engañada. Pero él tenía que sojuzgar a una nación, no a un hombre.

Hubo un sonido de cascos a sus espaldas y uno de los caudillos venicones —era reacio a llamarlos jefes— remontó la cuesta a lomos de un fornido poni montañés.

—Señor. —El hombre estaba sin aliento, aunque era el poni el que había hecho el esfuerzo, y no él.

—¿Qué sucede?

—Se ha guardado bien el secreto, pero hemos sabido que los otros jefes tribales se han reunido en el Castro de las Olas.

El hombre sacó pecho de tal forma que éste casi quedó nivelado con su barriga. El caballo de Agrícola agitó la cola y pateó.

—Ya lo sé.

El guerrero se quedó boquiabierto.

—¿Cómo… cómo lo averiguaste?

Agrícola le lanzó una mirada de desdén.

—¿Crees que eres el único en tener aliados en el Norte? Dispongo de otras fuentes de información.

—¿Vas a atacar? —El reyezuelo parecía ansioso por poner sus manos sobre aquellas ricas tierras Caledonias.

—No. Mi informador también me ha dicho que el castro está bien defendido y que ese rey, Calgaco, sabría que nuestra flota había entrado en sus aguas mucho antes de que estuviésemos lo bastante cerca como para atacar el castro. Podríamos caer en una emboscada.

El guerrero guardó silencio y Agrícola frunció los labios. Aquella gente era fastidiosa y cuanto antes estuviesen bajo el yugo de Roma, mejor. No tenían ni idea de cómo se conquistaba una tierra. Saquear un pueblo quizá, o robar unas cuantas cabezas de ganado, pero nunca cómo conquistar todo un territorio, de mar a mar. Cuando un territorio como ése estaba surcado por montañas nevadas y ciénagas impenetrables, y sus costas hendidas por innumerables rías, uno no podía embarcarse en un ataque ciego y desordenado.

Como ese juego de los bárbaros, el
fidchell,
el plan debía ejecutarse pieza a pieza. Debía calcular con cuidado cada movimiento y sopesar las consecuencias. Agrícola dispondría de veinte mil hombres a sus órdenes cuando el emperador Tito le enviara las unidades que había pedido, y las movería por aquel tablero atravesado por montañas sin cometer errores.

Echó una ojeada por encima del hombro hacia el Este, hacia el mar. Sabía que los dos ataques a los fuertes habían sentado mal a sus oficiales, y que los hombres temían quedar atrapados entre los albanos. Pero lo cierto era que aún tenía las manos atadas.

Tras subir al poder, Tito se había llevado parte de sus fuerzas a Roma para luchar contra los germanos en la frontera oriental. Aunque Agrícola era leal a la dinastía de los Flavios y apoyó al padre de Tito, Vespasiano, en su ascenso al trono, en secreto le irritaba esta interrupción en su avance. Esperaba que no durase mucho.

Aun así, la única razón que le había movido a comenzar tan rápido había sido la rendición de los votadinos, y ahora la de los venicones, que le había facilitado una gran península entre los estuarios del Forth y el Tay; la protegería con una nueva línea de fuertes. Le había dado una tierra rica de la que extraer abastos para sus hombres, buenos puertos para su flota y abundancia de madera para levantar los fuertes. Todo bien a salvo de las salvajes tierras del Norte.

El juego era lento. Pero, tras aquellos ataques contra los fuertes, el siguiente movimiento sería suyo. Así lo sentía en lo más hondo de su ser.

Pronto, muy pronto, recibiría el permiso para avanzar.

Capítulo 65

Rhiann, cuyo rostro iba casi oculto por la capucha con la que se cubría para protegerse de un repentino chaparrón, no pudo ver la ligera figura de la esposa de Maelchon, que salía precipitadamente por la puerta del granero con una cesta cubierta en las manos. Chocaron antes de que Rhiann pudiera detenerse.

—Oh, lo siento —se disculpó Rhiann con voz entrecortada al tiempo que aferraba a la otra por los brazos para impedir su caída; entretanto, trataba de recordar su nombre. Descubrió que no lo sabía, ya que la chica no destacaba mucho: pequeña, oscura y tímida. A pesar de ello, la mirada que relampagueó a través del rostro de la reina de las Orcadas, antes de que la cubriese la máscara del protocolo, la impactó, sacudió a Rhiann en el pecho como un golpe físico de odio, odio casi violento, y debajo del mismo un dolor agudo. Rhiann recordó de repente que había visto esa misma mirada en el rostro de la chica durante la fiesta. La había olvidado entonces, pero ahora… Rhiann trató de encontrar algo que decir, pero la reina de Maelchon se zafó de su presa, olvidando la dignidad, y se escabulló. —¡Espera! —Rhiann corrió tras ella. No podía imaginar por qué motivo la odiaba esa chica, pero debía encontrar una respuesta. Eremon le había dicho que su esposo era muy poderoso y tales circunstancias, así como el origen de las mismas, podían afectar los planes de una alianza.

Para cuando llegó a la esquina del granero, la chica había desaparecido en los senderos serpenteantes, que se volvían lodazales con rapidez bajo el embate de la lluvia. Rhiann se detuvo allí, con la mente desbocada, mientras el agua le corría por las mejillas. Debía hablar con ella. Hasta a Eremon le hubiera parecido bien, y había que sacar partido a esa clase de casualidades. Había demasiado en juego.

Al día siguiente trató de encontrar a la chica de nuevo, pero resultó más difícil de lo que había supuesto.

—¿Dónde puedo encontrar a tu reina? —le preguntó Rhiann a la criada del pabellón de las Orcadas.

—Hemos oído hablar de una fuente sagrada en las colinas cercanas al río, señora. Supongo que estará allí, en las aguas sanadoras.

La epídea se dirigió hacia allí, meditabunda. Bueno, los hombres estarían reunidos aquel día. Bien podía rendir ella misma una visita al santuario y quizá de paso se encontrase con la mujer en cuestión.

Didio aún estaba totalmente hundido y no respondía a sus burlas ni siquiera con un atisbo de sonrisa, por lo que Caitlin y ella se fueron solas. Las lluvias primaverales habían engrosado el caudal del río y las aguas amarillas se arremolinaban en torno a las patas de su caballo al cruzar el vado. Una vez que se hubo adentrado en los bosques de la otra orilla, Rhiann no fue capaz de ver lo que tenía delante, pero sí de sentir en la tierra la voz del manantial, un tirón de la Fuente, que la reclamaba.

Rhiann condujo a Liath hasta un bosquecillo de fresnos y desmontó cuando la llamada se hizo más fuerte.

—Iré sola a partir de aquí —le dijo a Caitlin mientras sacaba un morral de las alforjas. Si la esposa de Maelchon estaba allí, no querría hablar con ella en presencia de nadie.

—Con tantos hombres rudos por aquí, Rhiann, puede que no estés segura —replicó Caitlin con el ceño fruncido.

—Voy a ir a esa pequeña cañada, ahí, ¿la ves? No tardaré. —Rhiann no pudo evitar tomarle el pelo—. Gritaré fuerte si ocurre algo.

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