La yegua blanca (51 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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—Y yo a ti… Pero estoy seguro de que no deseas hablar conmigo de esta forma. —Señaló con un gesto al pequeño grupo, todos intentaban oír lo que decían—. ¿Podemos encontrarnos en algún lugar más privado?

Inclinó el rostro y la miró de arriba abajo desde debajo de sus pestañas, una mirada que su cuerpo recordaba.

¡Aquello era ridículo! No le había hablado con el respeto debido u su rango; aquella familiaridad le pareció completamente fuera de lugar. Y ella no podía concertar un encuentro secreto; sería rebajarse. Pero aun así… Diosa…
Tenía
que encontrarse con él. Se había metido en la corriente, ya le había permitido cogerla.

¿Qué pasa si alguien me ve? Desechó ese pensamiento tan pronto como surgió. No era una mujer romana que tuviera prohibido hablarle a otro hombre que no fuera su marido.

En un arranque impulsivo, antes de que pudiera echarse para atrás, respondió:

—Sí. Me reuniré contigo.

—Esta noche hay otro festín. —Ahora Drust se mostraba impaciente—. Se celebra en la llanura, fuera del talud. Regresa al castro y ve a los establos del área oriental después de que mi padre haya pronunciado los brindis. Hablaremos allí.

Rhiann vaciló. ¡Escabullirse y encontrarse con él de noche! Pero su mirada no se apartaba de la boca de Rhiann cuando le dijo con suave premura:

—Debo hablar contigo. Ven, por favor.

Y de repente ella se halló en la choza de la Isla Sagrada con las paredes iluminadas por el fuego y sus manos dibujando los trazos curvos sobre su vientre. Entonces Drust la había mirado con la misma urgencia, por lo que ella se encontró asintiendo y dándose la vuelva con los húmedos puños cerrados a los costados.
¡Sólo iré a hablar!,
se prometió con ferocidad.
Sólo quiero ver en qué clase de hombre se ha convertido.

¿De qué otra forma sabría si él era el del sueño? No se detuvo a pensar si quería que fuera él. El amado estaba aquí, en algún lugar de Este Mundo, para liberarla de su soledad.

Para ayudarla a ser alguien grande.

El festín se celebró bajo un cielo níveo. La Luna henchida colgada como un escudo de bronce recogía hasta la última luz. Bajo las chispas de las hogueras, Calgaco brindó por sus lazos con los epídeos sin mencionar la amenaza romana.

Al verlo, Eremon comprendió que Calgaco ocultaría sus cartas hasta que él no hubiera hablado ante todos los nobles caledonios. Después de todo, ¿qué significaba Eremon para él? Tenía que aplacar a hombres poderosos, hombres con lazos familiares que les ligaban a guerreros, a hombres que, todos juntos, podían arrebatarle el trono.

¿Quién era Eremon para el monarca caledonio?

Aun así, pese a todo, Calgaco mantenía a Eremon cerca de él, dándole el mejor trozo del jabalí y la mejor cerveza, y presentándole a todos los hombres influyentes que habían llegado ese día. Bromeó con él y le habló de sus tierras y sus gentes con orgullo.

Eremon pudo ver que ese orgullo no procedía de un alarde de riqueza sino de la certeza de que había convertido a su pueblo en la tribu más importante de Alba a lo largo de sus veinte años de reinado hasta el punto de que todos, desde el pastor de ganado más humilde hasta el rey, se sentían fuertes y seguros y prósperos.

Escuchó todo esto con envidia. Comprendió que, absorto como estaba con la pérdida la herencia paterna y la lucha y las intrigas, hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en qué clase de rey iba a ser.

Como éste,
pensó entonces mientras Calgaco congregaba un séquito delante de un fuego.

Imagina disponer de la paz para construir y forjar un pueblo en algo unido y fuerte y seguro. Abrigarlos a todos con el poder igual que un padre abraza a sus hijos para que puedan ver cómo crecen los campos de cebada, cómo se multipliquen el ganado y cómo sus hijos duermen seguros en sus camas.

Ése sería el trabajo de toda una vida. El erinés suspiró. Su propio padre había creído necesario guerrear año tras año contra sus vecinos por algún que otro desaire. Incluso la semilla de la traición de Donn se había sembrado entre los hermanos hacía mucho tiempo.

Mientras permanecía allí como un príncipe sin tierras, Eremon se prometió a sí mismo con determinación seguir luchando, no para su propia gloria sino para dar a su pueblo de Dalriada un rey como Calgaco.

Un arrebato en la voz de Aedan flotó en el aire junto a una espiral de chispas. Cerca, el bardo ensimismaba a un grupo considerable con su nueva composición sobre el ataque al fortín romano. Eremon sonrió para sí al ver los ojos abiertos y relucientes a la luz del fuego.

Bueno, tal vez pudiera disfrutar de un poquito de gloria.

En ese momento atisbo a Conaire junto a Caitlin entre el gentío y comprendió que no había hablado con Rhiann a lo largo de la noche ni sabía qué había hecho en todo el día. Estaba allí hacía sólo un momento…

Recorrió con la mirada a los invitados que se sentaban junto a Calgaco, entre los que la había visto por última vez, pero se había marchado. Quizás hubiera ido a por algo que comer. Deambuló entre los fuegos, mirando detenidamente a cada mujer con que se cruzaba pura ver si era ella.

Muchas mujeres le devolvieron la mirada, pero ninguna era Rhiann.

Algo le llevó a alzar la vista hacia el talud del castro y entonces atisbó una figura que desaparecía por la puerta. Supo quién era por la gracia de su andar y se encontró siguiéndola sin pensar.

Los hombres se reunirían en el Concilio, reflexionó. Le convenía enterarse de si Rhiann tenía otras noticias que añadir a lo que él ya sabía. Las mujeres averiguaban toda clase de cosas interesantes charlando entre ellas…

Pero cuando traspasó las puertas, ella no estaba en el camino iluminado por teas que subía hasta las casas de invitados. Al volverse, sólo llegó a verla desvanecerse en el laberinto de senderos que conducían a los cobertizos de los trabajadores y los establos. Sabía que allí no había casas porque aquella misma mañana había recorrido el talud con Conaire.

Algo comenzó a latir en su pecho y su mente comenzó a acelerarse.

¿Por qué va allí
?

Tal vez vaya a visitar a una amiga.

Pero ella nunca había estado antes en este lugar.

Quizás vaya a ver a Liath.

Liath está en los establos de la zona Oeste; yo mismo la conduje allí.

Le costó comprender que estaba comportándose de una manera ridícula. En lugar de ceder al impulso de seguirla, se obligó a volver sobre sus pasos, cruzar la puerta y descender hacia los fuegos de la llanura.

Pero a pesar de su determinación de apartar a Rhiann de su mente, nada más llegar comenzó a buscar a otra persona entre el gentío.

Como sospechaba, no se veía por ninguna parte al hijo de Calgaco.

Rhiann recorrió el camino en sombras hacia los establos.
¡Me siento como una doncella que se ha citado con su mozo de cuadra!
Sacudió la cabeza, pero su vientre bullía bajo la seca sonrisa.

Todo aquello estaba muy bien para mentir y fantasear durante la noche. Ver a Drust a plena luz del día resultaba turbador, pero esto era algo completamente distinto. Casi no podía creer que lo estuviera haciendo.

Y entonces, aquello que ella rara vez había sentido o se había permitido sentir, le zumbó en la sangre. Había visto a Eremon con Aiveen y Samana, y había oído a Conaire retazos de las historias de sus conquistas. No se le había pasado por alto que Rori le hacía ojitos a Eithne, ni estaba tan ciega como para no ver los sentimientos crecientes entre Conaire y Caitlin.
Todos los demás lo hacen, ¿por qué yo no puedo?

A pesar de estos audaces propósitos, casi tenía la esperanza de que Drust no estuviera allí. Cuando llegó al establo a oscuras y sólo escuchó el resoplar de los caballos, tembló con un suspiro de alivio. En todo caso, no duró.

—Señora.

Una voz atravesó la noche con sigilo y una figura se movió a la sombra de los muros. Se le aceleró el pulso.

—Príncipe, no estoy acostumbrada a encontrarme con hombres en los establos.

Creyó que debía recordarle quién era ella.

Él rió por lo bajo, como un ronroneo.

—¿Os parecería más apropiado un paseo a la luz de la Luna en la muralla?

—Sí —consiguió decir. La tomó por el brazo y la guió hacia arriba por el andador una vez más. La Luna había palidecido, pasando del bronce a la plata, y los fuegos relucían en la llanura como rescoldos luminosos en un hogar a oscuras.

Drust se volvió hacia ella y la cálida brisa le alborotó el pelo de la frente. Los dedos de Rhiann recordaban el grosor y el peso exactos de aquel pelo, y ella deseó volver a hundirlos allí. Cuando se acercó, se resbaló la lana de su túnica, dejando los hombros al descubierto.

—Me fijé en ti la primera noche, en el festín —le estaba diciendo.

Ella desvió la atención de los labios de Drust e intentó oír sus palabras; sus labios se suavizaron.

—Eres la mujer más hermosa que hay aquí con diferencia.

Las palabras que tanto había anhelado sonaban más tenues de lo que ella recordaba. Apenas podía oírlas. En su lugar, cavilaba en cómo sabrían aquellos labios en los suyos…

—Había oído hablar mucho de tu belleza, por supuesto, y deseaba verla por mí mismo. Adoro las cosas hermosas.

Sorprendida, lo miró a los ojos.

—Pero sólo han transcurrido siete años. ¿Tanto he cambiado?

Arrugó el ceño, pero lo suavizó enseguida.

—Vaya, sólo has crecido en hermosura, señora mía.

Pero a Rhiann se le cayó el alma a los pies.

—No te acuerdas de mí.

Le vio buscar palabras, pero le atajó antes de que pudiera pronunciar una mentira.

—Acudiste a la Isla Sagrada. Pasamos una semana juntos. —Ella quiso decir:
Me pintaste, me acariciaste…
Pero él era un artista del tatuaje, había pintado a muchas jóvenes. ¿A cuántas habría tocado de aquella manera?

¡Estúpida!
Se apartó, profundamente herida, mientras se frotaba la piel de gallina de los brazos desnudos.

—Rhiann. —El aliento de Drust le acarició la oreja—. Perdóname. Me acuerdo. Ha pasado mucho tiempo.

La rodeó y se puso en frente de ella cuando la joven no le respondió.

—¡Rhiann! Cuando me fui, te ibas a consagrar a la Diosa. No pensé en ti de esa forma porque me iba y porque estarías fuera de mi alcance.

Ella escrutó sus ojos, intentando creerle. De repente, Drust sonrió de esa forma suya tan aniñada —que arrastró su corazón de vuelta a sus antiguos sentimientos-y recorrió los brazos de Rhiann con los dedos antes de apartarse. Aquel roce dejó la estela de una llama de pasión.

—De todos modos, ¿qué importa? Tú eres la mujer más hermosa. Podemos pasear y hablar de los viejos tiempos, ¿no? —Hizo un gesto con desenvoltura—. Toda esta cháchara sobre la guerra y los romanos me aburre.

Repentinamente, cruzó por su mente una imagen del rostro de Eremon, iluminado por el fuego de su sueño. Rhiann se puso rígida.

—Estoy aquí precisamente por los romanos.

Él se encogió de hombros.

—Ése es un asunto para mi padre y tu marido. Déjalos que frunzan el ceño y murmuren como dos viejos. Entretanto, podemos aprovechar lo mejor de este magnífico tiempo. Tengo muchas tallas en piedra que enseñarte.

Extendió la mano para apartar una coleta del hombro de Rhiann y al hacerlo le tocó el cuello. Cualquier protesta a las palabras de Drust murió en sus labios. En ese momento, no le importó que no se acordara de ella. Había
sucedido
hacía mucho tiempo. Y todo el mundo se las arreglaba para vivir y reír mientras seguían los asuntos de la guerra, incluso Eremon. ¿Por qué no ella?

Su yo más prudente hacía repicar una señal de alarma en su cabeza, pero Rhiann la ignoró. Querida Diosa, estaba en compañía de un hombre apuesto bajo la Luna llena. Si tenía que besar a alguien, sería ahora. Tal vez comenzara a sentirse normal, como las demás mujeres, si era capaz de lograrlo.

Al sentir su indecisión, Drust cambió ligeramente de táctica y comenzó a describir círculos suaves con su pulgar sobre la piel de Rhiann; poco a poco llevó la mano alrededor de su cuello hasta colocarla en su nuca.

No era su mente la que repicaba ahora, sino su corazón, y el tibio palpitar que había sentido siete años atrás se convirtió en una tórrida avalancha que liberó sus muslos. Drust sonrió. Sus pupilas eran grandes y oscuras a la luz de la Luna. Ella cerró los ojos.

Él tenía los labios resecos y fríos, no calientes como la joven había esperado, pero ardieron cuando ésta sintió el roce de los músculos del torso de Drust en los pechos. Éste la apretó aún más cerca y su lengua separó los labios de Rhiann…

…que entonces notó la protuberancia entre las piernas del artista.

Una oleada de pavor la invadió. Retrocedió con los pies enredados y ambas manos contra el pecho de Drust, como si quisiera mantenerlo lejos.

—¿Señor Drust?

La enérgica voz procedía de la torre de la puerta, con esa insipidez adiestrada característica de los sirvientes. Rhiann se apartó precipitadamente, ocultando el rostro.

—¿Sí? —La respiración de Drust era pesada y se mesó los cabellos con los dedos.

—Vuestro padre pregunta por vos.

—Iré enseguida.

Drust maldijo en voz baja, pero miró a Rhiann con una sonrisa.

—El deber me llama. ¿Podríamos continuar recordando el pasado en otro momento? Tras la cacería de mañana, he de cabalgar al Sur para visitar a uno de los nobles que está demasiado enfermo para asistir al Concilio. Estaré de regreso al día siguiente. —Se pasó un dedo por los labios con pesar—. Reúnete conmigo de nuevo.

Ella no lograba pensar con claridad, sólo acertaba a mirarse los pies, pero el príncipe caledonio lo tomó como un gesto de asentimiento y la dejó allí con una sonrisa de seguridad.

Una vez que se hubo marchado, Rhiann inspiró estremecida al tiempo que se apoyaba sobre la empalizada. Sintió en los ojos el picor de las lágrimas de vergüenza. Después de todo, tal vez hubiera sufrido un daño irreparable y por eso fuera incapaz incluso de disfrutar del beso de un hombre. Tal vez jamás volviera a ser una mujer de verdad.

Miró hacia abajo, hacia los fuegos; vio las figuras de la gente que se movía entre ellas y escuchó fragmentos de música arrebatadora. Allí abajo había calor y alegría y risas. Y ella estaba allí, sola de nuevo. Mientras desesperaba, volvió sobre sus pasos hacia el camino principal y consideró la posibilidad de aovillarse en su fría cama.

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