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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (69 page)

BOOK: La yegua blanca
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Calgaco y sus hombres observaban petrificados desde su sitio. Ése era un asunto de druidas y ningún guerrero podía alzar la mano contra un miembro de la Hermandad y seguir viviendo.

—Has pasado por un trance duro, maestro —murmuró Declan—. Ven y descansa.

Gelert le miró como si fuese a responder, luego pareció comprender dónde se hallaba y recuperó la compostura antes de abandonar el salón con grandes zancadas. Al salir, sus ojos ardientes quemaron la piel de Eremon.

Hubo un audible suspiro de alivio por parte de los jefes y reyes. Eremon descubrió que incluso a él le temblaban las piernas, ya que la fuerza del odio de Gelert había quedado patente.

—Ha pronunciado palabras enloquecidas —dijo Calgaco, mirando hacia donde había salido el druida—. No pensemos más en ello.

—Puede que haya algo de verdad en lo que ha dicho. —Maelchon acabó por adelantarse, su corpachón ocupó todo el espacio central.

Eremon se giró para enfrentarse a él.


¿Qué?

—Todos nosotros somos leales a Alba excepto uno. —Maelchon desnudó sus dientes para mostrárselos a Eremon en lo que pasaba por ser una sonrisa—. Un extranjero que ha venido en busca de su propia gloria y no para protegernos. Y aún peor, éste es un hombre que, si le creemos, se encontró con Agrícola, derrotó a un regimiento romano
y luego salió libre de un fuerte romano.

Eremon contuvo la respiración. ¿Cómo se había enterado? Pero, sin embargo, Eremon no había pedido secreto a sus hombres y, o no conocía a Aedan, o la historia ya había llegado a una multitud de bardos que la difundirían por toda Alba.

—¿Y cómo lo consiguió exactamente? —Maelchon miró a los demás reyes que estaban a su alrededor—. Tenía unas cuantas cuentas pendientes con los romanos, creo yo. ¿Cómo logró escapar libre e indemne? A no ser que tenga con ellos mayores lazos de lo que sospechamos…

Eremon echó mano a la espada.

—Eso es un insulto infame.

No alzó la voz, pero Calgaco se levantó para colocarse a su lado.

—Paz —gruñó a los dos—. No voy a tolerar peleas en mi salón. El príncipe de Erín es leal a Alba y un enemigo jurado de Roma. Es mi aliado y cuenta con todo mi respaldo.

Maelchon tenía el aspecto de ser un hombre capaz de decir más, pero estaba claro que no quería hablar abiertamente contra Calgaco. Prefería soliviantar a otros para que lo hiciesen por él.

Calgaco continuó con suavidad.

—En cuanto al asunto que debatíamos antes de que nos interrumpieran…, no importa a quién se designe jefe de guerra, y sí que combinemos nuestras fuerzas para conseguir un gran poder. Nadie ambiciona las tierras de otros. Yo sólo quiero que las mías sigan siendo libres.

Podía decirlo una y otra vez, pero Eremon vio en los ojos de los jefes tribales más recalcitrantes que no le creían. Ni antes ni, desde luego, ahora.

La Ban Cré caledonia avanzó a trompicones en dirección al fuego para volver a llenar la copa. Las hierbas podían ayudar a fortalecer el cuerpo y la mente de los druidas, y éste yacía debatiéndose de forma febril. Estaba claro que había vivido en los bosques durante lunas como un salvaje, sin comer apenas.

La anciana bajó la mirada para contemplarle; las emanaciones de aquel hombre, de quien surgía algo más que oscuridad, confundían y repelían sus sentidos. Había en él un vacío, como si le hubieran segregado de la Fuente.

Cuanto antes se fuese, mejor. No tardaría mucho: sus daños físicos eran leves y los arañazos curarían pronto. Un buen sueño, algo de caldo y los druidas podrían llevárselo, gracias a la Diosa.

Golpetearon en la puerta.

—¿Sí? —preguntó.

Un hombre entró en la estancia y se irguió. Era ligero y fornido y tenía enmarañada la melena negra.

—Mi amo quiere conocer al druida. ¿Se ha recuperado lo suficiente como para recibir a un visitante?

—Está dormido.

—Pero no yacerá mucho tiempo en cama por la debilidad, ¿verdad?

La vieja sacerdotisa miró bizqueando al hombre.

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué quieres?

El hombre dudó.

—Mi señor es un rey poderoso. Desea hablar con el druida de los epídeos.

—¿Por qué? ¿Qué hay de por medio?

El hombre frunció el ceño.

—Eso no es de tu incumbencia, anciana. Vendrá esta noche y no le preguntarás nada.

La sacerdotisa preparó sus viejos huesos para enfrentarse a él, pero éstos le dolieron y, tras un momento, se encogió de hombros y se apartó. Reyes, druidas. ¿Qué le importaba a ella todo eso?

Los dos hombres estiraron los pies hacia el brasero de la habitación del rey; el viento vespertino de septentrión arreciaba con más fuerza, trayendo una borrasca desde el mar. Mientras la luz de la lámpara se agitaba y saltaba, guardaron silencio, sumidos en sus pensamientos, jugueteando con las copas de hidromiel.

Se escuchó un leve golpeteo sobre el tapiz, y un sirviente anunció la llegada de la señora Rhiann. Calgaco se puso en pie y se inclinó, tomando su capa húmeda e instándola a ocupar su silla vacía.

—¿Lo habéis conseguido? —Escrutó el rostro de Eremon, pero éste se quedó contemplando malhumorado los carbones del brasero.

—No —le contestó—. Maelchon atizó el miedo de los norteños a que una alianza sólo iba a servir para que Calgaco les subyugara. No se unirán, no ahora.

Rhiann suspiró.

—Es lo que temíamos. Aun así, ¿hay algo que podamos hacer ahora?

Eremon depositó su copa en la mesa de tres patas que tenía al lado.

—Lo hay. —Miró al rey, que asintió—. Calgaco me ha informado de que no todas las tribus están representadas en el Concilio. Los cerenios y sus aliados de la costa han preferido no acudir.

Rhiann asintió.

—No me sorprende. La gente del Este viaja hasta la Isla Sagrada, pero no a tierra firme; las tribus están aisladas por las montañas centrales y tienen que cuidar de ellas mismas. Ni siquiera sabemos su verdadero número.

—Exacto —convino Calgaco. Por eso necesitamos llegar hasta ellos. Supongo que no se sienten amenazados por esos romanos y se han tomado mis informes a la ligera. Debemos conseguir que vean las cosas de diferente forma, y rápido, antes de que los reyes descontentos de este Concilio vuelvan a casa.

Eremon se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas.

—El rey nos facilitará un bote para navegar alrededor de Alba, primero al Norte y después al Oeste, en una misión diplomática en su nombre. Luego volveremos antes de que los otros reyes tengan oportunidad de difundir los falsos rumores de ese druida que ahora está dormido, y ese liante de Maelchon.

—¿Druida?

Eremon lanzó una mirada a Rhiann.

—Ya te lo contaré todo más tarde, pero el rey y yo creemos que lo mejor que podemos hacer nosotros es marcharnos. Debido a mi relación contigo, entre otras cosas, Maelchon me mira con malos ojos. No deseo perjudicar los esfuerzos de Calgaco entre los demás reyes. ¿Qué piensas tú?

Mientras él hablaba, Rhiann se percató de que las manos le temblaban y la lengua reseca se le había pegado al paladar. Las tierras de los cerenios estaban tan cerca de la Isla Sagrada, de las hermanas. Nunca se había acercado a la isla desde la razia; desde que la ultrajaron, estaba decidida a no regresar jamás para no encarar nunca la infamia de no haber hecho bastante…

Entonces inspiró profundamente en un intento de calmarse. No iban a ir a la Isla Sagrada.

—Es una buena idea —dijo al fin—. ¿Cuándo zarpamos?

—Dentro de dos días, antes de que los reyes se dispersen de vuelta a sus tierras. Calgaco ha mandado que tengan listo un bote.

—En tal caso, tengo que hacer algo primero —se volvió a Calgaco—. La esposa de Maelchon ha buscado mi ayuda, ya que él la maltrata. Sus parientes no la protegen, pero yo, como miembro de la Hermandad, debo hacerlo. Es nuestro deber ofrecer protección a todas las mujeres.

Las cejas de Calgaco se fruncieron hasta unirse.

—¿Su esposa? ¿De qué le acusa?

—Preferiría mantener eso en secreto, por su seguridad. Pero tu propia Ban Cré y yo hemos hablado con ella largo y tendido, y su guardián también puede aportar pruebas. Estoy invocando la ley para liberarla de ese matrimonio.

Calgaco suspiró.

—Eso le enfurecerá aún más. —La luz de la lámpara arrancó reflejos de oro a sus ojos amarillos—. No puedo pedirte que no actúes, dadas las circunstancias. Pero ¿estás segura de que es legal una acción tan drástica?

—Sí. —La voz de Rhiann no reflejó ninguna emoción—. Estoy segura.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Voy a enfrentarme a él.

Eremon se puso en pie de un salto, olvidando el hidromiel.

—¡Ni se te ocurra acercarte a él sin que yo esté presente!

Ella sonrió.

—Claro que no, pero debo hablar a solas con él, con la sola presencia de Dala y la vieja sacerdotisa. No voy a avergonzar a la chica delante de otros hombres. Puedes esperar fuera.

—No. —Eremon se mostró firme—. Estaré a tu lado, espada en mano.

—Eremon, Dala no hablará delante de ti. No hay nada que Maelchon pueda hacer si rodeas la casa, y él lo sabe.

Eremon trató de discutir, pero Calgaco levantó la mano.

—La Ban Cré tiene razón —dijo—. Esto es un asunto de mujeres. Recuerda que me crié pegado a las faldas de una sacerdotisa; sé cuando hay que dejarlas hacer.

—Entonces, tal vez puedas enseñar eso a mi esposo —repuso Rhiann.

Cuando se marchaban, se volvió a Eremon.

—Puedes quedarte justo al lado de la puerta, pero no más cerca.

Maelchon trató de expulsar la niebla de rabia que le nublaba la mente.

La arpía de pelo rojo había osado ir en su busca y acusarle. ¡Acusarle! Frente a ese ratón de esposa suya, esa tambaleante vieja curandera y, por supuesto, en segundo plano, ese perro de Erín. Todos ellos unían fuerzas contra él, como siempre lo habían hecho. Agitó la cabeza y puso toda su atención en la Ban Cré de los epídeos.

No apartó la mirada ni tembló de pavor. Grandes dioses, ese fuego y ese odio se avivaron en su interior con más fuerza de lo que nunca había experimentado en su vida. Ansiaba poner sus manos en esa piel lechosa, sacudirla hasta que su deseo ardiese al rojo, y pudiera conquistarla con su cuerpo…

—Te he preguntado qué respondes a esas acusaciones.

Refrenó sus pensamientos, los congeló.

—Que son infundadas. Es mi esposa y está bajo mi dominio.

—Ahí te equivocas —le espetó la muy ladina—. Tiene sus propios derechos y está bajo la ley de la Madre, como confirmarán los jueces druidas. No se la puede castigar o… tomar… de esa forma. Tenemos un testigo de tus propias tierras que dará fe de tales ofensas. Yo misma la he examinado.

Maelchon contempló a su esposa. Estaba medio oculta tras la Ban Cré, la cabeza gacha, como debía ser. Tras ella, la luz del fuego relucía sobre la espada del príncipe de Erín, pero su rostro permanecía en sombras. Maelchon no dudaba de que hubiera más espadachines en el exterior de la casa, todos eran secuaces de la reina de los epídeos y su esposo, y harían lo que les ordenaran.

Puso sus manos sobre ella, la tuvo cuando yo no pude.
La niebla roja se arremolinó y latió en sus sienes.

—Ahora, podemos debatir esto ante los druidas o Calgaco, y los otros reyes, en Consejo, o puedes aceptar liberar aquí mismo a tu esposa.

—¡No tienes autoridad para ordenarme algo así! —gruñó.

Ella sonrió.

—Claro que puedo. Entiendo que en tus islas no tienes druidas ni sacerdotisas, por lo que debes haber olvidado cómo se aplican las leyes en las tierras civilizadas. Aquí, lo que has hecho es propio de un ser depravado, como todos convendrán. Podemos liberar a la fuerza a tu esposa si te empeñas.

Maelchon echó una ojeada al príncipe, tras ella. El hombre era rápido y, según se decía, mortífero con esa espada, y él, Maelchon, ni siquiera tenía su propio acero a mano. Le habían sorprendido inerme en su alojamiento, sin ni siquiera sus guardias cerca.

¡Dioses! Al fin y al cabo, ¿qué le importaba su patética esposa? Quería librarse de ella y le habían dado la forma de lograrlo.

—¡Bah! No es nada para mí, carece de valor. Es tuya.

—¿Y su dote?

Sus labios se curvaron en una mueca de desprecio.

—Era una miseria, pero puede disponer de ella. Se la mandaré a los cerenios cuando vuelva a casa.

—Bien.

Observó con la sangre alborotada cómo su esposa se escabullía hasta el lecho y recogía sus pocas pertenencias personales: un brazalete de pizarra, un peine roto de cuerno y un espejo de bronce. Luego se escabulló por la puerta en compañía de la vieja sacerdotisa que renqueaba tras ella.

La Ban Cré de los epídeos le dio la espalda y le abandonó sin mediar palabra, como si no mereciera su atención; sólo el príncipe se atrevió a mirarle antes de seguirla.

Maelchon se quedó durante un tiempo sin fin en el centro de la casa mientras la rabia brotaba y hervía en su interior, empapando su cuerpo en una marea de calor, aunque no movió un músculo.

Si yo no puedo tenerla, entonces por Taranis y el Dagda y el oscuro Arawn que el cachorro de Erín tampoco.

Y la oportunidad de hacerlo realidad ya se le había presentado.

Capítulo 67

Calgaco pasó los últimos días del Consejo agasajando a los reyes con mayor prodigalidad aún; arreglaba los lazos que se habían deteriorado y trataba de crearlos donde antes no existían.

Según le había explicado a Eremon, llegaría el tiempo en que no quedaría otra opción que luchar y entonces aquellos reyes, llenos de miedo, acudirían a él. Debía reconstruir los puentes que había debilitado Maelchon.

El propio rey de las Orcadas había partido de inmediato, tras su confrontación con Rhiann, sin pedir siquiera licencia a Calgaco, aunque éste se sintió agradecido por ello.

—Tras enterarme de cómo ha tratado a su esposa y a su pueblo, no deseo ver su rostro nunca más —le confesó Calgaco a Eremon mientras observaban desde los muros del castro cómo Maelchon y sus secuaces se alejaban al galope.

—¿No podemos hacer nada para averiguar más sobre él? —preguntó Eremon.

Calgaco apretó los labios.

—Tiene bien controladas las rutas marítimas y creo que no nos daría la bienvenida. Pero reflexionaré sobre ello —suspiró cuando el rey de los creones cabalgó con la espalda rígida y los ojos cubiertos por el casco para situarse detrás de Maelchon—. Ahora has de probarla amarga copa de un rey, Eremon. El enojo de los hombres, su falsedad, el que intenten derrocarte.

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