Si el Sol fuese también una estrella intrínsecamente variable, la vida en la Tierra sería imposible, pues la diferencia en la radiación emitida por el Sol en los diferentes momentos de su ciclo, periódicamente bañaría a la Tierra con un calor insoportable, sometiéndola después a un frío insoportable. Cabría argumentar que los seres humanos podrían protegerse de semejantes temperaturas extremas, pero es improbable que la vida se hubiese desarrollado en semejantes condiciones, en primer lugar, o de que hubiese evolucionado hasta alcanzar el período en el que cualquier especie hubiese alcanzado un nivel tecnológico suficiente para solucionar aquellas variaciones. Naturalmente, el Sol
no
es una estrella variable, pero podría convertirse en una de ellas, y ¿podríamos nosotros encontrarnos súbitamente habitando un mundo con temperaturas extremas que lo convirtieran en un horror insoportable?
Por suerte, eso no es nada probable. En primer lugar, las estrellas variables intrínsecamente no son corrientes. En conjunto, quizá se conocen tan sólo unas 14.000. Aún admitiendo que un número igual de estrellas de ese tipo hubieran pasado inadvertidas, porque están demasiado distantes para ser vistas o porque están ocultas detrás de nubes de polvo, el hecho sigue siendo que éstas estrellas representan un porcentaje muy pequeño del total de estrellas. La mayor parte de las estrellas parecen ser tan estables e invariables como creían los antiguos griegos.
Además, algunas estrellas intrínsecamente variables son estrellas grandes y brillantes al final de su período en la secuencia principal. Otras, como Mira y Betelgeuse, ya han salido de la secuencia principal y parecen hallarse al final de sus vidas como estrellas gigantes rojos. Es muy probable que las pulsaciones marquen el tipo de inestabilidad que indica el final de cierto período de la vida de una estrella y el paso cercano a su fase siguiente.
Puesto que el Sol todavía es una estrella de mediana edad para la que han de transcurrir miles de millones de años antes de que su fase actual termine, no parece que haya muchas probabilidades de que se convierta en una estrella variable por mucho tiempo en el futuro. A pesar de ello, existen grados de variabilidad, y el Sol podría ser, o convertirse, en variable en un grado muy pequeño, y causarnos molestias. ¿Qué sucede, por ejemplo, con las manchas solares? ¿Podría indicar su presencia de vez en cuando, en cantidades variables, cierta pequeña variabilidad en la producción de la radiación solar? Se sabe que las zonas de la superficie del Sol con manchas son distintamente más frías que aquellas zonas sin manchas. Por tanto, ¿no sería posible que un sol manchado fuese más frío que uno sin manchas y que nosotros experimentáramos sus efectos aquí, en la Tierra?
Esta cuestión aumentó en importancia con el trabajo de un farmacéutico alemán, Heinrich Samuel Schwabe (1789-1875), cuya afición era la astronomía. Únicamente podía observar con su telescopio durante las horas diurnas, de modo que se dedicó a escrutar los alrededores del Sol para intentar descubrir un planeta desconocido que algunos opinaban podía dar vueltas alrededor de Sol dentro de la órbita de Mercurio. Si esto era cierto, podía cruzar periódicamente el disco del Sol y, por esta causa, Schwabe vigilaba.
Comenzó sus pesquisas en 1825, y al observar el disco solar no pudo por menos de notar las manchas. Al cabo de algún tiempo se olvidó del planeta y comenzó a dibujar las manchas solares. Durante diecisiete años, se dedicó a hacer lo mismo todos los días de Sol. En 1843, pudo anunciar que las manchas solares aumentaban y disminuían en número en un ciclo de diez años.
En 1908, el astrónomo norteamericano George Ellery Hale (1868-1938) pudo descubrir fuertes campos magnéticos dentro de las manchas solares. La dirección del campo magnético es uniforme durante un ciclo determinado, y efectúa una reversión en el próximo. Teniendo en cuenta los campos magnéticos, el tiempo máximo de una mancha solar con el campo en una dirección hasta el máximo siguiente con el campo en esa misma dirección, es de veintiún años.
En apariencia, el campo magnético solar se fortalece y debilita por alguna razón y las manchas solares están asociadas con este cambio. Y también lo están otros efectos. Hay «relámpagos solares», fulgores repentinos y temporales de la superficie del Sol, aquí y allá, que parecen asociados con el fortalecimiento local del campo magnético. Se hacen más frecuentes a medida que las manchas solares crecen en número, puesto que ambas reflejan el campo magnético. En consecuencia, estando al máximo una mancha solar hablamos de un «sol activo» y estando al mínimo de un «sol inmóvil»
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El Sol, además, está lanzando sin cesar chorros de núcleos atómicos (principalmente núcleos de hidrógeno, que son simples protones) que brotan del Sol a gran velocidad y en todas direcciones. Eso fue denominado «viento solar», en 1958, por el astrónomo norteamericano Eugene Norman Parker (1927-).
El viento solar alcanza y pasa la Tierra, interactuando con la atmósfera superior y produciendo una variedad de efectos, tales como la aurora boreal (o «luces del norte»). Los relámpagos solares arrojan grandes cantidades de protones y temporalmente acrecientan el viento solar. De este modo, la Tierra está mucho más intensamente afectada por las alzas y bajas de la actividad solar que por cualquier sencillo cambio de temperatura asociada con el ciclo de manchas solares.
El ciclo de manchas solares, cualesquiera que sean sus efectos sobre la Tierra, no interfiere claramente con la vida de un modo definido. Sin embargo, la cuestión radica en si el ciclo de manchas solares alguna vez puede desorganizarse, y si el Sol puede iniciar una oscilación tan violenta que produzca una catástrofe. Podríamos argumentar que ya que nunca lo ha hecho en el pasado, hasta donde nosotros sabemos, tampoco debería hacerlo en el futuro. Nuestra confianza en este argumento sería más sólida si el ciclo de las manchas solares fuese perfectamente regular. Pero no lo es. Por ejemplo, el tiempo entre la máxima de las manchas solares ha sido registrado hasta de unos siete años tan sólo, y ha llegado a ser de diecisiete años.
Además, la intensidad de la máxima no es fija. La importancia de la cifra de las manchas solares se mide por el número relativo de manchas según la escala de Zurich. Este sistema cuenta 1 por cada mancha solar individual y 10 por cada grupo de manchas, y multiplica el total por una cifra que varía según los instrumentos utilizados y las condiciones de observación. Si el número relativo de manchas solares según la escala de Zurich se mide de año en año resulta que ha habido una máxima de manchas solares con cifras tan bajas como 50, como ocurrió a principios del siglo XVIII y a comienzos del XIX. Por otra parte, en 1959 se alcanzó la máxima de 200 superior a todos los tiempos.
Naturalmente, las cifras respecto a las manchas solares han sido anotadas cuidadosamente sólo desde que Schwabe informó en 1843, de modo que las cifras que utilizamos para los años anteriores, retrocediendo hasta 1700, quizá no son del todo confiables, y los informes del primer siglo después del descubrimiento de Galileo se han considerado normalmente como demasiado fragmentarias.
Sin embargo, en 1893, el astrónomo británico Edward Walter Maunder (1851-1928), investigando en antiguos registros, quedó sorprendido al descubrir que las observaciones sobre la superficie del Sol, hechas entre 1645 y 1715, no se referían a las manchas solares. El número total de manchas registrado durante ese período de setenta años era inferior al que ahora se registra en un solo año. En aquel momento se ignoró el descubrimiento, ya que parecía fácil suponer que los datos del siglo XVII eran demasiado fragmentarios y simples para tener significado, pero las investigaciones recientes han puesto de relieve a Maunder, y el período de 1645 a 1715 se conoce ahora como el «mínimo Maunder».
Durante aquel período, no tan sólo estaban casi ausentes las manchas solares, sino que también los registros de las auroras (que son tan corrientes durante el máximo de las manchas solares cuando los relámpagos se producen por toda la superficie del Sol) casi cesaron en aquel período. Y lo que es más, la forma de la corona durante los eclipses totales de Sol, a juzgar por las descripciones y dibujos de la época, era característica de su aparición en la mínima de las manchas solares.
Indirectamente, las variaciones en el campo magnético del Sol, tan evidente durante el ciclo de las manchas solares, afectan la cantidad de carbono-14 (una forma radiactiva de carbón) de la atmósfera. El carbono-14 está formado por rayos cósmicos que inciden en la atmósfera de la Tierra. Cuando el campo magnético del Sol se acrecienta durante la máxima de manchas solares, ayuda a proteger a la Tierra contra el influjo de los rayos cósmicos. En la mínima de manchas solares, el campo magnético se reduce y los rayos cósmicos no se desvían. Por consiguiente, el carbono-14 en la atmósfera es alto en la mínima de las manchas solares y bajo en la máxima de las manchas solares.
El carbono (incluyendo el carbono-14) es absorbido por la vida vegetal en forma de dióxido de carbono en la atmósfera. El carbono (incluyendo el carbono-14) es incorporado a las moléculas que forman la madera de los árboles. Afortunadamente, el carbono-14 puede ser descubierto y determinada su cantidad con gran minuciosidad. Al analizar árboles muy viejos, se puede determinar el carbono-14 en cada anillo anual, pudiéndose fijar la variación en carbono-14 de año en año. Es alto en la mínima de las manchas solares, y bajo en la máxima de las manchas solares, y ha resultado ser elevado durante todo el mínimo Maunder.
De este modo se han descubierto otros períodos largos de inactividad solar, algunos de ellos con una duración corta de cincuenta años y otros con una duración larga de hasta varios siglos. Una docena de ellos han sido descubiertos en tiempos históricos desde 3.000 a. de JC.
Resumiendo, parece que hay un ciclo mayor de manchas solares. Hay una mínima prolongada de muy poca actividad, entremezclada con prolongados períodos oscilatorios entre la actividad alta y la actividad baja. Nosotros nos hallamos en uno de los últimos períodos desde 1715.
¿Qué efectos causa en la Tierra este prolongado ciclo de manchas solares? Al parecer, la docena de mínimas Maunder que han tenido lugar en tiempos históricos no han interferido catastróficamente con la existencia humana. Basándonos en ello, no parece que hayamos de temer una repetición de una mínima tan prolongada. Por otra parte, demuestra que no sabemos tanto del Sol como creíamos conocer. No comprendemos muy bien lo que causa el ciclo de manchas solares de diez años que ahora existe y ciertamente no comprendemos lo que causa la mínima Maunder. Mientras no comprendamos tales cosas, ¿podemos estar seguros de que el Sol no se descontrole en algún momento sin previo aviso?
Podría ayudar naturalmente, si supiéramos qué es lo que sucede dentro del Sol, no sólo como teoría, sino como consecuencia de una observación directa. Esto puede parecer una esperanza inútil, pero no lo es enteramente.
En las décadas iniciales del siglo XX, se hizo evidente que cuando los núcleos radiactivos se desintegraban con frecuencia emitían electrones acelerados. Estos electrones poseían una gran variedad de energía que el núcleo había perdido. Esto parecía funcionar contra la ley de la conservación de la energía.
En 1931, el físico austríaco Wolfgang Pauli (1900-1958), para evitar la trasgresión de esa ley, así como de algunas otras leyes de conservación, sugirió que con el electrón se emitía siempre una segunda partícula y que ésta contenía la energía que faltaba. Para explicar todos los hechos del caso, la segunda partícula no debía llevar carga eléctrica y probablemente tenía que ser sin masa. Sin carga ni masa, sería muy difícil de descubrir. El físico italiano Enrico Fermi (1901-1954) lo llamó «neutrino», palabra italiana para designar «pequeño neutral».
Los neutrinos, suponiendo que posean las propiedades que les fueron atribuidas, no interactuarían fácilmente con la materia. Pasarían a través de todo el planeta con la misma facilidad con que cruzarían un espesor igual de vacío. De hecho, pasarían a través de miles de millones de tierras colocadas una al lado de otra con muy poco trabajo. Sin embargo, de vez en cuando un neutrino podría dar contra una partícula en unas condiciones en las que tuviera lugar la interacción. Si se tuviera que trabajar con muchos billones de neutrinos, todos los cuales atravesaran un cuerpo de materia pequeño, es posible que se produjeran algunas interacciones que podrían ser detectadas.
En 1953, dos físicos americanos, Clyde L. Cowan, Jr. (1919-) y Frederick Reines (1918-), trabajaron con antineutrinos
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emitidos por reactores de uranio. Se hacía pasar estos reactores por grandes depósitos de agua y tenían lugar ciertas interacciones. Después de veintidós años de existencia simplemente teórica, el antineutrino, y, por tanto, también el neutrino, demostraron experimentalmente su existencia.
Las teorías astronómicas referentes a la fusión nuclear del hidrógeno en el helio en el centro del Sol, origen de la energía solar, requieren grandes cantidades de emisión de neutrinos
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antineutrinos), cantidades que pueden llegar al 3 % de la radiación total. El otro 97 % está compuesto por fotones, que son cuantos de energía radiante como la luz y los rayos X.
Los fotones se abren camino hasta la superficie y finalmente son irradiados al espacio, pero esto requiere bastante tiempo, pues los fotones establecen fácilmente acción recíproca con la materia. Un fotón producido en el centro del Sol es absorbido muy rápidamente, reemitido, absorbido otra vez, y así sucesivamente. Cuando el fotón llega a la superficie, ha tenido una historia tan complicada de absorciones y emisiones que es imposible deducir por su naturaleza lo que sucedió en el centro.
La cuestión es muy distinta en cuanto se refiere a los neutrinos. Éstos viajan también a la velocidad de la luz, puesto que no tienen masa. Sin embargo, por interactuar muy raras veces con la materia, los neutrinos producidos en el centro del Sol atraviesan directamente la materia solar, alcanzando su superficie en 2,3 segundos (perdiendo únicamente en el proceso 1 en cien mil millones por absorción). Cruzan entonces el vacío del espacio y en quinientos segundos más llegan a la Tierra siempre que se hallen en la dirección adecuada.
Si pudiéramos descubrir estos neutrinos solares aquí, en la Tierra, obtendríamos información directa respecto a lo que sucedió en el centro del Sol unos ocho minutos antes. La dificultad estriba en descubrir los neutrinos. El físico americano Raymond Davis Jr. emprendió esta tarea, aprovechando el hecho de que algunas veces un neutrino interactuará con una variedad de átomos de cloro para producir un átomo radiactivo del gas argón. El argón puede ser recogido y descubierto, aunque sólo se formen unos pocos átomos
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