Quizá dentro de cien años, a partir de ahora, o de mil años, algún astrónomo del espacio
alzará la
vista de su computadora para exclamar: «¡órbita de encuentro cercano!». Y se pondrá en marcha un contraataque, que habrá estado preparado para hacer frente a este momento durante décadas, o siglos. Se saldrá al paso de la roca peligrosa enviando a su encuentro un poderoso mecanismo que la intercepte y la haga estallar en un punto adecuado del espacio calculado con anterioridad. La roca estallaría y se evaporaría transformándose de roca en un conglomerado de guijarros. La Tierra evitaría el daño, y, en el peor de los casos, quedaría expuesta tan sólo a una espectacular lluvia de meteoritos.
Es posible que todos los objetos que mostrasen el más ligero potencial para aproximarse demasiado, y que los astrónomos opinaran carecía de ulterior valor científico, se harían estallar. Por consiguiente, este tipo especial de desastre nunca más habría de preocuparnos.
Según ya se ha dicho, la posibilidad de una catástrofe de tercera clase, la destrucción de la Tierra como hogar de la vida por algún proceso que no involucre al Sol, por la invasión del espacio más allá de la órbita lunar, es algo que no debe preocuparnos. O es muy improbable, o no es realmente catastrófico, o, en algunos casos, está a punto de ser evitable. Sin embargo, ahora debemos preguntarnos si hay algo que pueda producir una catástrofe de tercera clase que no se relacione con objetos de más allá del sistema Tierra-Luna. Para comenzar, entonces, hemos de considerar a la propia Luna.
La Luna es, entre todos, con gran ventaja, el cuerpo celeste de gran tamaño más cerca de la Tierra. La distancia de la Luna a la Tierra, de centro a centro, es de 384.404 kilómetros (238.868 millas). Si la órbita de la Luna alrededor de la Tierra fuese perfectamente circular, ésta sería su distancia en todo momento. Sin embargo, la órbita es ligeramente elíptica, lo cual significa que la Luna puede acercarse hasta 356.394 kilómetros (221.463 millas) y puede retroceder hasta 406.678 kilómetros (252.710 millas).
La Luna está únicamente a 1/100 la distancia de Venus, cuando este último astro se halla en su distancia más próxima de la Tierra; solamente 1/140 la distancia de Marte en su momento más próximo y solamente 1/390 la distancia del Sol en su momento más próximo. Ningún objeto mayor que el asteroide Hermes, observado una vez, que ciertamente no tiene más de 1 kilómetro de diámetro, se ha acercado a la Tierra a una distancia tan próxima como la de la Luna.
Para señalar de otro modo la proximidad de la Luna, es el único cuerpo astronómico lo suficientemente cerca (hasta el momento) para que el ser humano pueda alcanzarlo, de modo que podemos decir que está a tres días de distancia de nosotros. Llegar a la Luna en un cohete requiere el mismo tiempo que cruzar los Estados Unidos en ferrocarril.
¿Representa algún peligro la extraordinaria proximidad de la Luna? ¿Podría caer por alguna razón determinada y chocar contra la Tierra? Si así ocurriera, sería una catástrofe mucho peor que cualquier colisión con un asteroide, pues la Luna es un cuerpo de gran tamaño. Tiene un diámetro de 3.476 kilómetros (2.160 millas), o algo más de la cuarta parte de la Tierra. Su masa es 1/81 de la Tierra y cincuenta veces la del mayor asteroide.
Si la Luna cayese sobre la Tierra, las consecuencias de la colisión serían ciertamente fatales para toda la vida en nuestro planeta. Ambos cuerpos podrían aplastarse y romperse en la colisión. Por suerte, como ya se dijo en el capítulo anterior, no hay posibilidad de que esto suceda, excepto como parte de una catástrofe todavía mayor. El
momentum
de la Luna no puede sufrir un cambio súbito y total, de modo que cayera en el sentido literal de la palabra, excepto en caso de transferencia de un tercer cuerpo de gran tamaño que se le acercara lo suficiente desde la dirección adecuada y a la velocidad apropiada. Las posibilidades de que algo así suceda carecen totalmente de importancia, de modo que podemos eliminar cualquier temor de que la Luna abandone su órbita.
Tampoco hay razón para temer que algo suceda a la Luna por sí misma, que pueda representar una catástrofe para la Tierra. No existe ninguna posibilidad de que la Luna explote y la Tierra reciba el bombardeo de sus fragmentos. Geológicamente, la Luna está muerta y su calor interno no basta para producir cualesquiera efectos que puedan cambiar notablemente su estructura, y ni tan siquiera su superficie.
De hecho, podemos suponer confiados que la Luna seguirá siendo como es hoy, dejando aparte unos lentísimos cambios, y que su cuerpo no representará ningún peligro hasta el momento en que el Sol se dilate y se convierta en un gigante rojo, y ambas, la Luna y la Tierra, sean destruidas.
Sin embargo, la Luna puede afectarnos sin que para ello tenga que chocar parcial o totalmente con la Tierra. A través del espacio, la Luna ejerce una influencia gravitacional poderosa. De hecho, queda en segundo lugar con respecto a la del Sol.
La influencia gravitacional de cualquier objeto astronómico sobre la Tierra depende de la masa de ese objeto, y el Sol tiene una masa que es veintisiete millones de veces la de la Luna. Sin embargo, la influencia gravitacional disminuye también con el cuadrado de la distancia. La distancia del Sol desde la Tierra es trescientas noventa veces la de la Luna, y 390x390=152.100. Si dividimos esta cifra por 27.000.000, el resultado es que la atracción gravitacional del Sol sobre la Tierra es ciento setenta y ocho veces la atracción gravitacional de la Luna sobre nosotros.
Aunque la atracción de la Luna sobre nosotros es solamente el 0,56 % de la del Sol, sigue siendo, a pesar de ello, muy superior a cualquier otra atracción gravitacional sobre la Tierra. La atracción de la Luna sobre nosotros es ciento seis veces mayor que la de Júpiter, en el momento de su máxima proximidad a la Tierra, y ciento sesenta y siete veces la de Venus en iguales condiciones. La atracción sobre la Tierra de otros cuerpos celestes que no sean Júpiter y Venus, es menor todavía.
Por consiguiente, ¿podrá la atracción gravitacional de la Luna sobre la Tierra ser la semilla de una catástrofe al ser tan grande si la comparamos a todos los cuerpos excepto el Sol? A primera vista, la respuesta parece ha de ser negativa, ya que la atracción gravitacional del Sol es mucho mayor que la de la Luna. Y, dado que el Sol no nos causa problemas, ¿por qué habría de causarlos la Luna?
Esto sería cierto si los objetos astronómicos reaccionaran del mismo modo a la atracción gravitacional en todos los puntos, pero no es así. Volvamos a la cuestión de los efectos de la marea, que se han mencionado brevemente en el capítulo anterior, y considerémoslo con mayor detalle respecto a la Luna.
La superficie de la Tierra que da cara a la Luna está a una distancia media de 378.026 kilómetros (234.905 millas) desde el centro del satélite. La superficie de la Tierra oculta al satélite se halla más lejos del centro de la Luna. Hay que añadir el grosor de la Tierra, y, por tanto, se halla a 390.782 kilómetros (242.832 millas) de distancia.
La fuerza de la atracción lunar disminuye con el cuadrado de la distancia. Si la distancia del centro de la Tierra hasta el centro de la Luna se considera como 1, la distancia de la superficie de la Tierra encarada directamente a la Luna es de 0,983 y la distancia de la superficie de la Tierra situada en el lado opuesto de la Luna es de 1,017.
Si la atracción gravitacional de la Luna en el centro de la Tierra se establece en 1, la atracción de la Tierra en la superficie que encara la Luna es de 1,034, y la atracción de la superficie de la Tierra en el lado opuesto alejado de la Luna es de 0,966. Esto significa que la atracción lunar sobre la Tierra en su superficie más cercana es un 7 % mayor que en la superficie más alejada.
El resultado de la atracción lunar sobre la Tierra, cambiante con la distancia, según hemos visto, es que la Tierra se estira en dirección de la Luna. El lado hacia la Luna está más atraído que el centro, y el centro está, a su vez, atraído más fuertemente que el lado alejado de la Luna.
Como resultado, la Tierra se curva en cada lado. Una curvatura tiende hacia la Luna, con un impulso mayor que el resto de la estructura terrestre por así decirlo. La otra curvatura está en el lado alejado de la Luna, en movimiento retardado detrás del resto, por así decirlo.
Dado que la Tierra está constituida de roca firme que no cede mucho ni ante fuertes estiramientos, la curvatura del cuerpo sólido de la Tierra es muy pequeña, pero existe. Sin embargo, el agua del océano es más flexible y forma una gran curvatura.
Mientras la Tierra gira, los continentes pasan por la curvatura más alta del agua encarada con la Luna. El agua se adentra alguna distancia en las costas y después retrocede: marea alta y marea baja. Al otro lado de la Tierra, la cara alejada de la Luna, los continentes que giran pasan por la otra curvatura unas doce horas y media más tarde (la media hora extra se produce por el hecho de que la Luna se ha movido un poco en el intervalo). De esta manera, cada día hay dos mareas altas y dos mareas bajas.
El efecto de la marea producido en la Tierra por cualquier cuerpo está en proporción a su masa, pero disminuye con el cubo de su distancia. El Sol (para repetirlo) es veintisiete millones de veces tan masivo como la Luna y está a trescientas noventa veces su distancia. El cubo de 390 es justamente unos 59.300.000. Si dividimos la masa del Sol (en relación a la de la Luna) por el cubo de su distancia (en relación a la Luna) resulta que el efecto de marea del Sol sobre la Tierra es 0,46 veces el de la Luna.
Concluimos, por tanto, que la Luna es la que contribuye mayormente a los efectos de marea sobre la Tierra, y el Sol es un menor contribuyente. Todos los demás astros no poseen en absoluto ningún efecto de marea sobre la Tierra que pueda medirse.
Ahora debemos preguntarnos si la existencia de las mareas pueden, de algún modo, presagiar una catástrofe.
Hablar de mareas y de catástrofes al mismo tiempo parece extraño. Durante toda la historia humana han existido las mareas y siempre se han mostrado regulares y previsibles. Han sido útiles además, ya que los navíos solían salir con la marea alta cuando el agua los elevaba por encima de cualquier clase de obstáculos ocultos y el agua en retroceso los empujaba en la dirección que el navío debía emprender.
Las mareas también pueden ser útiles en el futuro, pero de otro modo. Durante la marea alta, el agua podría elevarse hasta un depósito del que emergería, al bajar la marea, poniendo en marcha una turbina. De esta manera, las mareas podrían proporcionar al mundo un suministro infinito de electricidad. ¿Dónde está la catástrofe?
Pues bien, entre tanto gira la Tierra, y mientras el terreno seco pasa por la curvatura hídrica, el agua que asciende y desciende por la orilla ha de vencer una resistencia friccional a su paso, no sólo de la propia orilla, sino de aquellas partes del fondo del mar en donde el océano es especialmente poco profundo. Parte de la energía de la rotación de la Tierra se consume en vencer esta fricción.
Otra cosa, mientras la Tierra gira, el cuerpo sólido del planeta también se curva, aunque sólo sea una tercera parte de lo que lo hace el océano. Sin embargo, la curvatura de la Tierra se produce a expensas de deslizamientos de roca contra roca, a medida que la corteza tiende hacia arriba y se afloja una y otra vez. Parte de la energía de la rotación de la Tierra queda consumida también. Naturalmente, la energía no es consumida realmente. No desaparece, sino que se convierte en calor. En otras palabras, como resultado de las mareas, la Tierra gana un poco de calor y pierde algo de su velocidad de rotación. El día se alarga.
La Tierra es tan masiva y gira tan rápidamente que posee una enorme reserva de energía. Aunque una gran parte de ella (a escala humana) se consuma y se convierta en calor al vencer la fricción de las mareas, el día se alargaría muy ligeramente. Pero ese diminuto aumento en la longitud del día tendría, no obstante, un efecto acumulativo considerable.
Supongamos, por ejemplo, que el día comenzara con su presente duración de 86.400 segundos y que fuese, como promedio, un segundo más largo cada año con relación al anterior. Al final de un siglo, el día sería 100 segundos, o 1 minuto y 1/3 más largo. La diferencia sería casi imperceptible.
Pero supongamos que usted comenzara el siglo con un reloj que marcara siempre la hora con exactitud. Al final del segundo año, cada día ganaría un segundo comparado con el Sol; al tercer año, aumentaría dos segundos cada día; al cuarto año, ya ganaría tres segundos, y así sucesivamente. Al finalizar el siglo, cuando el número de días sería de 36.524, calculando por salidas y puestas de sol, el reloj habría registrado 36.534,8 movimientos de 86.400 días-segundo. Es decir, aumentando la duración del día un segundo cada año, acumularíamos un error de casi once horas solamente en un siglo.
Como es natural, el día aumenta en la actualidad en una proporción mucho más lenta.
En los tiempos antiguos, algunos eclipses quedaron registrados a una hora determinada del día. Calculando hacia atrás, nos hemos dado cuenta de que hubieran debido tener lugar a otra hora del día. La discrepancia se debe al resultado acumulado de un alargamiento del día muy lento.
Podría argumentarse que los antiguos sólo disponían de unos métodos muy primitivos para conocer la hora y su concepto del registro del tiempo era diferente del nuestro. Por tanto, resultaría muy arriesgado sacar conclusiones basándonos en sus informes sobre la hora de los eclipses.
Sin embargo, no es tan sólo el tiempo lo que cuenta. Un eclipse total de Sol sólo puede verse desde una zona pequeña de la Tierra. Supongamos que un eclipse hubiese de tener lugar sólo una hora antes del tiempo calculado, la Tierra hubiera tenido menos tiempo para girar, y, en la zona templada, el eclipse se hubiera producido quizá 1.200 kilómetros (750 millas) más lejos hacia el Este de lo que nuestros cálculos daban a entender.
Aunque no confiemos totalmente en lo que los antiguos nos han dicho sobre la hora de un eclipse, podemos estar seguros de que informaron con sumo cuidado sobre el
lugar
del eclipse y eso nos dirá precisamente todo lo que deseamos conocer. Por sus informes sabemos la cifra del error acumulativo, y, partiendo de ahí, la proporción del alargamiento del día. Así es como sabemos que el día de la Tierra está aumentando a razón de un segundo cada 62.500 años.