Las amenazas de nuestro mundo (22 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Las amenazas de nuestro mundo
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Los cornetas son objetos nebulosos, de brillo deshilachado, que algunas veces tienen forma irregular. Se han visto en el cielo desde que los seres humanos comenzaron a contemplar las alturas, pero no se ha conocido su naturaleza hasta los tiempos modernos. Los astrónomos griegos creyeron que se trataba de fenómenos atmosféricos y que consistía en vapores ardientes muy altos en el aire
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. En 1577, el astrónomo danés, Tico Brahe (1546-1601), pudo demostrar que los cometas estaban muy alejados en el espacio, errando entre los planetas.

En 1705, Edmund Halley pudo finalmente calcular la órbita de un cometa. (Ahora se conoce como el cometa de Halley.) Demostró que el cometa no giraba alrededor del Sol en una órbita casi circular como hacen los planetas, sino en una órbita elíptica de gran extensión. Era una órbita que lo acercaba relativamente al Sol por un lado y lo llevaba mucho más allá de la órbita del más lejano de los planetas conocidos en el otro extremo.

El hecho de que los cometas visibles a simple vista tienen una apariencia alargada en vez de ser simples puntos de luz como son los planetas y las estrellas, parecía indicar que se trataba de cuerpos muy masivos. El naturalista francés George L. L. Buffon (1707-1788) así lo creyó, y considerando la manera en que parecían rozar al Sol en un extremo de su órbita, se preguntó si, por un pequeño error de cálculo, por expresarlo de alguna manera, un cometa podría chocar contra el Sol. En 1745, sugirió la posibilidad que el Sistema Solar se hubiese formado por medio de una colisión de este tipo.

Hoy día se sabe que los cometas son cuerpos pequeños, que sólo tienen unos pocos kilómetros de diámetro, todo lo más. Según algunos astrónomos, como el holandés Jan Hendrik Oort (1900-), puede haber hasta cien mil millones de estos cuerpos formando una nube alrededor del Sol a una distancia aproximada de un año luz. (Cada uno de ellos sería tan pequeño y el conjunto de todos ellos estaría esparcido en un volumen de espacio tan grande que no podrían interferir en absoluto en nuestra visión del Universo.)

Es posible que los cometas sean residuos intactos de los bordes de la nebulosa original de la que se formó el Sistema Solar. Probablemente están compuestos de los elementos más ligeros, congelados como sustancias heladas, agua, amoníaco, ácido sulfhídrico, cianuro de hidrógeno, metano, etc. Incrustado en estos hielos encontraríamos cantidades variables de material rocoso en forma de polvo o gravilla. En algunos casos, la roca puede formar un núcleo sólido.

De vez en cuando, algún cometa de este lejano sistema puede ser alterado por la influencia gravitacional de alguna estrella relativamente cercana y puede iniciar una nueva órbita que lo acerque más al Sol. Si al pasar por el sistema planetario el cometa es perturbado por el impulso gravitacional de uno de los planetas mayores, su órbita puede modificarse de nuevo quedando dentro del sistema planetario hasta que en otra perturbación planetaria le arroje del sistema otra vez
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.

Cuando un cometa entra en el Sistema Solar interior, el calor del Sol comienza a derretir el hielo y el «núcleo» central del cometa queda envuelto en una nube de vapor, visible por la inclusión de partículas de hielo y polvo. El viento solar aleja la nube de vapor y la alarga en forma de cabellera. Cuanto mayor y más helado es el cometa, y cuanto más se acerca al Sol, tanto mayor y más brillante es la cola. Es precisamente esta nube de polvo y vapor, alargada en forma de cola, la que da al cometa su enorme tamaño aparente, pero se trata de una nube insustancial y representa muy poca masa.

Después que un cometa ha pasado cerca del Sol y regresa a los lugares más alejados del Sistema Solar, se ha empequeñecido por la cantidad de material que ha perdido en su camino. En cada una de sus visitas a las proximidades del Sol, va perdiendo peso hasta que acaba muriendo. Puede quedar reducido a su núcleo central de roca, o, si no lo hay, a una nube de polvo y gravilla que lentamente se desparrama por la órbita del cometa.

Dado que los cometas se originan en la corona que rodea al Sol en tres dimensiones, pueden entrar en el Sistema Solar desde cualquier ángulo. Dado que se alteran fácilmente, sus órbitas pueden ser casi cualquier tipo de elipse, adoptando cualquier posición con relación a los planetas. Además, la órbita está siempre sujeta a cualquier cambio producido por alteraciones posteriores.

En estas condiciones, la conducta de un cometa como miembro del Sistema Solar no es tan ordenada como son los planetas y los satélites. Cualquier cometa, antes o después, podría chocar contra un planeta o un satélite. Especialmente, podría chocar contra la Tierra. Tan sólo la inmensidad del espacio y la pequeñez comparativa del blanco evita que esto suceda. Sin embargo, existen muchas más probabilidades de que la Tierra reciba el impacto de un cometa que de cualquier otro gran cuerpo del espacio interestelar.

Por ejemplo, el 30 de junio de 1908, en el río Tunguska, en la Rusia Imperial, de hecho, muy cerca del centro exacto del Imperio, se produjo una enorme explosión a las seis horas y cuarenta y cinco minutos de la madrugada. Todos los árboles en una gran extensión de terreno fueron derribados en todas direcciones. Desapareció un rebaño de renos, y, sin duda alguna, murieron otros muchos animales. Por suerte, ¡no falleció ningún ser humano! La explosión tuvo lugar en medio de un bosque siberiano impenetrable, quedando fuera de su amplio radio de devastación la gente y sus obras. Solamente algunos años después se pudo investigar en el lugar de la explosión descubriéndose que no quedaba señal alguna de impacto en la tierra. Por ejemplo, parecía no haber cráter alguno.

Desde entonces, se han ofrecido muchas explicaciones para justificar la violencia del acontecimiento y la falta de impacto: miniagujeros negros, antimateria, incluso naves espaciales extraterrestres con motores nucleares. Sin embargo, los astrónomos están razonablemente seguros de que se trataba de un pequeño cometa. El material helado que lo componía se evaporó al penetrar en la atmósfera con tanta rapidez que provocó un estallido. La explosión en el aire, quizá a menos de 10 km (6 millas) por encima del suelo, causarían todo el daño que realmente produjo la explosión de Tunguska, pero el cometa, naturalmente, nunca habría llegado al suelo, así que no hubiese abierto un cráter ni hubieran quedado fragmentos de su estructura esparcidos por el lugar.

Representó una auténtica suerte que la explosión ocurriese en uno de los pocos lugares de la Tierra en donde los seres humanos no pudieran recibir perjuicios. De hecho, si el cometa hubiese seguido exactamente el curso que había tomado, pero la Tierra hubiera estado un cuarto de vuelta más avanzada en su movimiento de rotación, habría desaparecido la ciudad de San Petersburgo (ahora Leningrado). Aquella vez tuvimos suerte, pero puede suceder otra vez, con resultados peores, y no sabemos cuándo. En las presentes condiciones, es difícil que recibamos un aviso previo.

Si contamos la cola del cometa como formando parte de él, las posibilidades de colisión aumentan todavía más. Las colas de los cometas pueden prolongarse muchos millones de kilómetros ocupando tanto volumen del espacio que la Tierra podría fácilmente pasar por el medio. En 1910, ya sucedió. La Tierra pasó a través de la cola del cometa Halley.

Sin embargo, las cabelleras o colas de los cometas representan una materia tan finamente esparcida que son poco más que el propio vacío del espacio interplanetario. Aunque están compuestas por gases tóxicos que serían peligrosos si la cola fuese tan densa como la atmósfera terrestre, no pueden causar daño en su típica densidad. La Tierra no sufrió daños visibles, ninguno en realidad, al cruzar la cola del cometa Halley.

La Tierra puede atravesar también el material pulverulento resto de cometas muertos. Y así sucede efectivamente. Tales partículas de polvo bombardean sin cesar la atmósfera de la Tierra y se asientan lentamente en ella sirviendo de núcleo a las gotas de lluvia. La mayor parte son de tamaño microscópico. Las que presentan tamaño visible se calientan al comprimir el aire y desprenden luz, brillando como una «estrella fugaz» o un «meteoro» hasta vaporizarse.

Ninguno de estos objetos puede causar daño alguno, simplemente llegan a instalarse en el suelo. Aunque de tamaño tan pequeño, son tantos los que bombardean la atmósfera de la Tierra que se estima que la Tierra gana cada año unas cien mil toneladas de masa de estos «micrometeoroides». Esta cifra parece exagerada, pero en los últimos cuatro mil millones de años semejante incremento de masa, si se ha mantenido constantemente en esa proporción, sumaría menos de 1/10.000.000 de la masa total de nuestro planeta.

Asteroides

Los cometas no son los únicos cuerpos pequeños del Sistema Solar. El 1° de enero de 1801, el astrónomo italiano Giuseppi Piazzi (1746-1826) descubrió un nuevo planeta al que llamó Ceres. Se movía alrededor del Sol en una órbita típicamente planetaria, casi circular. Su órbita se hallaba entre las de Marte y Júpiter.

La razón de haberse descubierto tan tarde se debe al hecho de ser un planeta muy pequeño, que, por tanto, captaba y reflejaba tan poca luz solar que su brillo era demasiado débil para ser observado a simple vista. En efecto, tan sólo tenía un diámetro de 1.000 km (600 millas), considerablemente menor que Mercurio, siendo el planeta más pequeño conocido hasta entonces. Es más pequeño incluso que diez de los satélites de los diversos planetas.

Si eso fuese todo, se hubiera aceptado simplemente como un planeta pigmeo, pero había algo más. Al cabo de seis años del descubrimiento de Ceres, los astrónomos descubrieron tres planetas más, cada uno de ellos más pequeño que Ceres, y todos ellos con una órbita entre las de Marte y Júpiter.

Dado que estos nuevos planetas eran tan pequeños, su aspecto a través del telescopio era semejante al punto de luz de las estrellas sin que se dilatara en forma de disco como sucede con los planetas. William Herschel sugirió, por tanto, que esos nuevos cuerpos fuesen llamados «asteroides» («semejantes a estrellas»), sugerencia que fue aceptada.

A medida que pasaba el tiempo, se > descubrieron cada vez más asteroides, todos ellos más pequeños o más alejados de la Tierra que los cuatro primeros, y, por consiguiente, más débiles y más difíciles de observar. Hasta ahora se han localizado ya más de 1.700 asteroides y se han calculado sus órbitas. Se estima que habrá entre 40.000 a 100.000, con diámetros de más de un kilómetro. (Repetimos, son individualmente tan pequeños y están desparramados en una extensión del espacio tan inmensa, que no interfieren en absoluto con la visión del espacio por los astrónomos.)

Los asteroides se diferencian de los cometas por ser rocosos o metálicos y no de hielo. Los asteroides, además, pueden ser considerablemente mayores que los cometas. Por consiguiente, los asteroides pueden ser también, en ocasiones, unos proyectiles mucho más formidables que los cometas.

Sin embargo, los asteroides están en su mayor parte en órbitas más seguras. Casi todas las órbitas asteroidales se hallan en toda su longitud en el espacio planetario entre las órbitas de Marte y de Júpiter. Si todas ellas continúan allí de manera permanente, naturalmente no representarían peligro alguno para la Tierra.

No obstante, los asteroides, sobre todo los más pequeños, están sujetos a alteraciones y a cambios orbitales. Con el paso del tiempo, algunas órbitas cambian, de manera que llevan los asteroides muy cerca de los límites del «cinturón asteroidal». Por lo menos ocho de ellos se acercaron suficientemente a Júpiter para ser capturados y se han convertido en satélites de ese planeta, dando vueltas a su alrededor en órbitas distantes. Júpiter puede tener otros satélites semejantes demasiado pequeños para haber podido ser observados. Además, existen también algunas docenas de satélites, que, aunque no capturados por el propio Júpiter, viajan por la órbita de Júpiter, a unos 60° delante o detrás de él, mantenidos más o menos en su lugar por la influencia gravitacional de Júpiter.

Incluso hay asteroides cuyas órbitas han sido alteradas y convertidas en elipses prolongadas, cuando, por ejemplo, los asteroides están más cerca del Sol que del cinturón de asteroides, pero en el otro extremo de su órbita se mueven mucho más allá de Júpiter. Uno de tales asteroides, Hidalgo, descubierto en 1920 por el astrónomo alemán Walter Baade (1893-1960), se aleja, llegando casi hasta la órbita de Saturno.

Sin embargo, si los asteroides que permanecen dentro del cinturón de asteroides no representan peligro para la Tierra, tampoco los que van más allá de los límites del cinturón y se trasladan más allá de Júpiter representan ningún peligro. Pero, ¿existen asteroides que vagabundean en otra dirección y se mueven por la órbita de Marte acercándose posiblemente a la Tierra?

La primera indicación de esa posibilidad surgió en 1877 cuando el astrónomo alemán Asaph Hall (1829-1907) descubrió los dos satélites de Marte. Eran objetos diminutos, de tamaño asteroidal, que ahora se cree son asteroides capturados que se aventuraron demasiado cerca de Marte.

El 13 de agosto del año 1898, el astrónomo alemán Gustav Witt descubrió un asteroide al que llamó Eros. Su órbita era notablemente elíptica, de modo que en su posición más alejada del Sol estaba dentro del cinturón de asteroides, pero, cuando se acercaba al Sol, únicamente quedaba a una distancia de ciento setenta millones de kilómetros (106 millones de millas) del Sol. Eso le acerca al Sol casi tanto como la Tierra.

De hecho, si Eros y la Tierra se hallasen en el punto apropiado de sus órbitas, la distancia entre ambos sería únicamente de veintidós y medio millones de kilómetros (14 millones de millas). Como es natural, no ocurre a menudo que ambos estén en los puntos apropiados de sus órbitas, sino que se hallan a una distancia enormemente superior a la mencionada. Sin embargo, Eros puede aproximarse a la Tierra mucho más que cualquier otro planeta. Fue el primer objeto de gran tamaño del Sistema Solar (exceptuando la Luna) que se acercase a la Tierra más que Venus, y, por tanto, está considerado como el primero de los «rozadores de la Tierra» que haya sido observado.

Durante el siglo XX, a medida que se utilizó la fotografía y otras técnicas para detectar asteroides, fueron descubiertos más de una docena de rozadores de la Tierra. Eros es un objeto de forma irregular, con un diámetro mayor de unos 24 kilómetros (15 millas), pero los otros rozadores de la Tierra son más pequeños que éste, en su mayor parte con diámetros que van de 1 a 3 kilómetros.

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