Las benévolas (20 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Mi cumpleaños es el 10 de octubre y aquel año Thomas me invitó a cenar. A media tarde varios oficiales se presentaron con una botella de coñac a felicitarme y nos tomamos unas cuantas copas. Thomas vino a reunirse con nosotros de muy buen humor, brindó a mi salud y, luego, me llevó aparte dándome un apretón de manos: «Mi querido amigo, te traigo, de regalo, una noticia excelente: te van a ascender. Todavía es un secreto, pero he visto los papeles en el despacho de Hartl. Después de la
Aktion,
el Reichsführer le pidió al Gruppenchef que le propusiera una lista de los hombres y de los oficiales que habían hecho méritos. Tu álbum causó muy buena impresión y han puesto tu nombre en la lista. Sé que Hartl intentó oponerse, aún no te ha perdonado lo que le dijiste durante la
Aktion,
pero Blobel te apoyó. Por lo demás, harías bien en ir a disculparte con Hartl un día de éstos».. —«Ni pensarlo. Más bien es él quien debería venir a disculparse». Se rió y se encogió de hombros: «Como quieras, Hauptsturmführer. Pero esa actitud tuya no te facilita la vida». Me disgusté: «Mi actitud es la de un oficial SS y un nacionalsocialista. Quienes puedan decir otro tanto que vengan a reprocharme algo». Cambié de tema: «¿Y tú?».. —«¿Yo qué?»—¿A ti no te ascienden?» Sonrió de oreja a oreja: «No lo sé. Ya lo verás».. —«¡Cuidado, que te alcanzo!» Se rió y yo también: «Me extrañaría», dijo.

La ciudad volvía despacio a la vida. Después de haberles cambiado el nombre a las principales calles -la Jreshchatik se había convertido en la Eichhornstrasse en honor del general alemán que entró en Kiev en 1918; el bulevar Shevshenko en la Rovnoverstrasse, la Artyoma en la Lembergstrasse y mi preferida, la Chekistova, en una vulgar Gotenstrasse-, el Ortskommandantur dio permiso a unos cuantos restaurantes particulares para que abriesen; el mejor, por lo que decían, lo llevaba un
Volksdeutscher
de Odesa que se había quedado, por cuenta propia, con la cantina para funcionarios de muy alto rango del Partido, en donde trabajaba como cocinero. Thomas había mandado que le reservasen una mesa. Todos los clientes eran oficiales alemanes, salvo dos mandos ucranianos que charlaban con oficiales del AOK; reconocí a Bahazy, el «alcalde» de Kiev, al que había colocado Eberhard en ese puesto; el SD lo tenía por sospechoso de corrupción masiva, pero apoyaba a Melnyk y Von Reichenau dio su consentimiento, y acabamos por retirar nuestras objeciones. Cortinones de terciopelo rojo de imitación tapaban las ventanas; una vela iluminaba todos los reservados; nos sentaron en un rincón, algo retirados, y nos trajeron
zakuskis
ucranianos -pepinillos, ajo marinado y tocino ahumado con vodka helado con miel y pimienta. Brindamos mientras mordisqueábamos los
zakuskis
y charlábamos. «¿Qué? -bromeaba Thomas-. ¿Te has dejado tentar por la oferta del Reichsführer y tienes intención de afincarte como aristócrata agricultor?». —«¡No creo! No tengo muchas dotes que digamos para las tareas del campo». Thomas estaba ya hablando de la Gran Acción: «Fue realmente algo muy duro y muy desagradable -comentaba-. Pero no quedaba más remedio». A mí no me apetecía seguir con eso: «¿Qué fue, pues, lo que le pasó a Rasch?», pregunté.. —«¡Ari, sí, ése! Estaba seguro de que me lo ibas a preguntar». Se sacó del bolsillo de la guerrera un fajo pequeño de papeles doblados: «Toma, lee. Pero no digas ni palabra, ¿eh?». Era un informe escrito en hojas con encabezamiento del grupo; lo firmaba Rasch y llevaba una fecha algo anterior al comienzo de la
Grosse Aktion.
Le eché una ojeada rápida; al final, Rasch formulaba la duda de que se pudiera eliminar a todos los judíos y destacaba que no eran el único peligro:
El aparato bolchevique dista mucho de coincidir por completo con la población judía. En semejantes circunstancias, no alcanzaremos el objetivo de la seguridad policial si sustituimos la tarea principal, que consiste en destruir los engranajes comunistas, por esta otra tarea, relativamente más sencilla, de eliminar a los judíos.
Insistía también en el impacto negativo del exterminio de los judíos en la reconstrucción de la industria ucraniana y proponía, argumentándolo, que se recurriera a gran escala a la fuerza de trabajo judía. Le devolví el informe a Thomas, que lo volvió a doblar primorosamente y se lo metió en el bolsillo. «Ya veo -dije, frunciendo los labios-. Pero admitirás que no está del todo equivocado».. —«¡Por supuesto! Pero ¿de qué vale despotricar? No se adelanta nada. Acuérdate de tu informe de 1939 . En cambio, lo que consiguió el Brigadeführer Thomas fue que los extremistas franceses dinamitasen unas cuantas sinagogas parisinas. La Wehrmacht lo largó de Francia, pero el Reichsführer estaba encantado de la vida». Se había acabado el vodka y estaban despejando la mesa; nos trajeron, luego, vino francés, un burdeos. «Pero ¿de dónde han sacado esto?», dije asombrado.. —«Una sorpresita; le pedí a un amigo que me mandase desde Francia estas botellas. Y, fíjate, llegaron indemnes. Hay dos». Yo estaba muy conmovido; en las presentes circunstancias, era todo un detalle, la verdad. Probé el vino con voluptuosidad. «Lo he dejado reposar como es debido -indicó Thomas-. Es todo un cambio después del vino peleón de Moldavia, ¿eh?» Alzó la copa: «No eres el único que celebra hoy su cumpleaños, creo».— «Es cierto». Thomas era uno de los pocos colegas míos que sabían que tenía una hermana melliza; yo no solía hablar de ella, pero él se fijó, en su momento, en mi expediente, y se lo expliqué todo. «¿Cuánto tiempo hace que no la ves?». —«Siete años dentro de nada».. —«¿Y tienes noticias suyas?». —«De vez en cuando. Muy pocas veces, de hecho».. —«¿Sigue viviendo en Pomerania?». —«Sí, van a Suiza con regularidad. Su marido se pasa bastantes temporadas en los sanatorios».. —«¿Ha tenido hijos?». —«Me parece que no. Me extrañaría. Ni siquiera sé si su marido puede tenerlos. ¿Por qué?» Volvió a alzar la copa: «¿Pues a su salud entonces?».. —«A su salud». Bebimos en silencio; nos iban trayendo los platos y comimos mientras charlábamos gratamente. Al acabar, Thomas mandó abrir la segunda botella y sacó dos puros de la guerrera. «¿Ahora o con el coñac?» Me alegré tanto que se me subieron los colores, pero también sentía cierto apuro: «Eres un mago auténtico -dije-. Nos los fumamos con el coñac, pero terminemos antes el vino». La charla versó sobre la situación militar. Thomas estaba muy optimista: «Aquí, en Ucrania, las cosas progresan bien. Von Kleist va a toda velocidad hacia Melitopol y Jarkov caerá dentro de una semana o dos. En cuanto a lo de Odesa, va a ser algo que ocurrirá de la noche a la mañana. Pero sobre todo es la ofensiva hacia Moscú la que no hay quien la pare. ¡Desde que se encontraron Hoth y Hoepner en Vyazma, ya hemos hecho otro medio millón de prisioneros! El Abwehr habla de la aniquilación de treinta y nueve divisiones. Es imposible que los rusos aguanten tantas bajas. Y, además, Guderian ya casi ha llegado a Mtsensk y no tardará en reunirse con los demás. Fue toda una inspiración genial del Führer mandar a Guderian para acabar con Kiev y volver a enviarlo luego contra Moscú. Los rojos no han entendido nada. En Moscú debe de reinar el pánico. Dentro de un mes estamos allí y, después, se acabó la guerra».. —«Sí, pero ¿y si no tomamos Moscú?». —«Vamos a tomar Moscú». Insistí: «Sí, pero ¿si no lo tomamos, qué ocurre? ¿Cómo va a pasar el invierno la Wehrmacht? ¿Has hablado con los de intendencia? No tienen nada previsto para el invierno, nada. Nuestros soldados siguen con los uniformes de verano. Incluso aunque empezasen ahora a mandar ropa de abrigo, nunca podrán equipar a las tropas como es debido. ¡Es un crimen! Incluso aunque tomemos Moscú, vamos a perder a decenas de miles de individuos, sólo por frío y enfermedades».— «Eres un pesimista. Estoy seguro de que el Führer lo tiene todo previsto».. —«No. No está previsto el invierno. Lo he hablado con el AOK, no tienen nada, no paran de enviar mensajes a Berlín y están desesperados». Thomas se encogió de hombros: «Nos apañaremos. En Moscú encontraremos todo lo necesario».. —«Puedes estar seguro de que los rusos lo destruirán todo antes de retirarse. Y, además, ¿y si no tomamos Moscú?». —«Pero ¿por qué estás empeñado en que no vamos a tomar Moscú? Los rojos son incapaces de resistir a nuestros panzers. Sacaron todo lo que tenían en Vyazma y los aplastamos».. —«Sí, porque está durando el buen tiempo. Pero de un día para otro, empezará a llover. ¡En Uman hasta ha nevado ya!» Me estaba acalorando, notaba cómo se me subía la sangre a la cara. «¿Viste este verano lo que pasa cuando llueve un día o dos? Y ahora durará dos o tres semanas. De toda la vida, en esta estación el país entero se queda parado todos los años. Así que los ejércitos tendrán que detenerse también. Y, luego, vendrá el frío». Thomas me miraba fijamente, con expresión socarrona; me ardían las mejillas, debía de estar colorado. «La verdad es que te has convertido en un auténtico experto militar», comentó.. —«En absoluto. Pero a fuerza de pasarme el día con los soldados me entero de cosas. Y, además, leo. Por ejemplo, he leído un libro sobre Carlos XII». Ahora, me había puesto a gesticular: «¿Ves dónde cae Romny? En la región en donde Guderian estableció el contacto con Von Kleist. Pues allí tenía Carlos XII el cuartel general en diciembre de 1708, poco antes de Poltava. Pedro y él maniobraban con tropas que salían caras y no había que desperdiciarlas; llevaban meses dando vueltas el uno alrededor del otro. Luego, en Poltava, Pedro les da un zarpazo a los suecos y, acto seguido, se retiran. Pero ésa era todavía la guerra feudal, la guerra entre señores a quienes preocupaba el honor; y, ante todo, eran de rango igual y su guerra, en el fondo, sigue siendo una guerra cortesana, algo así como un juego ceremonial, o una parada; casi puro teatro y, en cualquier caso, no demasiado mortífera. Mientras que, más adelante, cuando el súbdito, villano o burgués, se convierte en ciudadano, es decir, cuando el Estado se democratiza, entonces, de golpe, la guerra se vuelve total y terrible, se vuelve algo serio. Por eso Napoleón aplastó a Europa entera: no porque tuviera ejércitos más numerosos o porque fuera mejor estratega que sus adversarios, sino porque las monarquías viejas seguían guerreando con él a la antigua, de forma limitada. Mientras que él no guerreaba ya de forma limitada. La Francia de Napoleón está
abierta a los talentos,
como solía decirse; los ciudadanos tienen arte y parte en la administración; y el Estado regula, pero el soberano es el pueblo; y por eso aquella Francia no pudo por menos de hacer una guerra total, poniendo en juego todas sus fuerzas. Y hasta que sus enemigos no cayeron en la cuenta y empezaron a hacer lo mismo, hasta que Rostopchin no quemó Moscú y Alejandro no soliviantó a los cosacos y a los campesinos para que tuvieran en jaque al Gran Ejército durante la retirada, no se cambiaron las tornas. En la guerra entre Pedro I y Carlos XII, sólo se arriesgan apuestas modestas; si se pierde, se deja de jugar. Pero cuando es la Nación entera la que guerrea, se juega el todo por el todo y hay que apostar más y más, hasta la bancarrota completa. Y ahí está el problema. Si no tomamos Moscú, no podremos dejarlo y negociar una paz razonable. Así que tendremos que seguir. Pero ¿quieres que te diga todo lo que pienso? Para nosotros, esta guerra es una apuesta. Una apuesta gigantesca, en la que está empeñada toda la Nación, todo el
Volk,
pero sigue siendo una apuesta. Y una apuesta, o se gana, o se pierde. Los rusos, en cambio, no pueden permitirse ese lujo. Para ellos no es una apuesta, es una catástrofe que se le ha venido encima a su país, una plaga. Y puedes perder una apuesta, pero no puedes perder ante una plaga, no te queda más remedio que dominarla, no tienes elección». Lo solté todo de un tirón, deprisa, casi sin recobrar el aliento. Thomas callaba y bebía vino. «Y una cosa más -añadí con vehemencia-. Te lo digo a ti, a ti solo. Matar a los judíos, en el fondo, no vale para nada. Rasch tiene toda la razón del mundo. No tiene utilidad alguna, ni económica ni política, ni ninguna finalidad de orden práctico. Antes bien, es una ruptura con el mundo de la economía y de la política. Es un despilfarro, una pérdida porque sí. Nada más. Así que no puede querer decir sino una cosa: es un sacrificio definitivo, que nos ata de forma definitiva, que nos impide de una vez por todas dar marcha atrás. ¿Te das cuenta? Con eso, salimos del ámbito de la apuesta, ya no hay marcha atrás posible. La
Endsieg
o la muerte. Tú y yo y todos estamos atados ahora, atados al desenlace de esta guerra por lo que hemos hecho juntos. Y si nos equivocamos en los cálculos, si subestimamos la cantidad de fábricas que los rojos han montado o se han llevado detrás de los Urales, entonces la hemos jodido». Thomas se estaba acabando el vino. «Max -dijo por fin-, piensas demasiado. Y eso es malo para ti. ¿Coñac?» Yo estaba empezando a toser y asentí con la cabeza. Me seguían los accesos de tos; era como si tuviera algo pesado atascado a la altura del diafragma, algo que no quería salir, y tuve una regurgitación bastante fuerte. Me puse de pie a toda prisa, disculpándome, y me fui a toda velocidad hacia la parte trasera del restaurante. Encontré una puerta y la abrí; daba a un patio interior. Tenía unas arcadas terribles; por fin, vomité un poco. Me alivió un tanto, pero me dejó agotado, tuve que apoyarme durante unos minutos contra un carro que estaba allí, con las varas hacia arriba. Luego, volví a entrar. Fui a buscar a la camarera y le pedí agua: me trajo un cubo, bebí un poco y me lavé la cara. Luego regresé a mi sitio. «Disculpa».. —«¿Algo va mal? ¿Estás enfermo?». —«No, no es nada, sólo un mareo». No era la primera vez. Pero no sé exactamente cuándo había empezado. En Jitomir, quizá. Sólo había vomitado un par de veces, pero, después de comer, me entraban con regularidad aquellas arcadas tan desagradables y tan cansadas y, antes, siempre tenía aquella tos seca. «Deberías ver a un médico», dijo Thomas. Habían servido los coñacs y bebí un poco. Me notaba mejor. Thomas volvió a ofrecerme un puro; lo cogí, pero no lo encendí en el acto. Thomas parecía preocupado: «Max... Esas ideas guárdatelas. Podrías tener problemas».. —«Sí, ya lo sé. Sólo te lo digo a ti porque eres amigo mío». Cambié bruscamente de tema: «¿Qué? ¿Y ya le tienes echado el ojo a alguien?». Se rió. «No me ha dado tiempo. Pero no debe de ser demasiado complicado. ¿Te has fijado en que la camarera no está mal?» Yo ni había mirado a la camarera. Pero dije que sí. «¿Y tú?», me preguntó.. —«¿Yo? ¿Has visto todo el trabajo que tenemos? Con suerte, a veces consigo dormir; no puedo andar perdiendo horas de sueño».— «¿Y en Alemania? ¿Antes de venir aquí? Desde Polonia, no nos vimos mucho. Y tú eres un tipo discreto. ¿No tienes, escondida en algún sitio, a una monada de
Fräulein
que te escriba largas cartas de amor desconsoladas, "Max, Max, cariño, vuelve pronto, ay qué desgracia de guerra"?» Me reí con él y encendí el puro. Thomas ya se estaba fumando el suyo. Yo había bebido mucho, desde luego, y de repente me entraron ganas de hablar: «No, no hay ninguna
Fräulein.
Pero mucho antes de conocerte tenía una novia. Mi amor de infancia». Vi que le había picado la curiosidad: «¿Ah sí? Cuenta».. —«No hay mucho que contar. Nos queríamos desde muy pequeños. Pero sus padres estaban en contra. Su padre, su padrastro más bien, era de la alta burguesía francesa, un señor con principios. Nos separaron a la fuerza, nos metieron en internados, lejos uno del otro. Me escribía a escondidas cartas desesperadas. Y yo también. Y luego me mandaron a estudiar a París».. —«¿Y no volviste a verla?». —«A veces, durante las vacaciones, alrededor de los diecisiete años. Y después volví a verla por última vez, años más tarde, inmediatamente antes de irme a Alemania. Le dije que nuestra unión sería indestructible».. —«¿Y por qué no te casaste con ella?». —«Era imposible».— «¿Y ahora? Ahora estás en buena situación».. —«Ahora es demasiado tarde. Se ha casado. Ya ves, no te puedes fiar de las mujeres. Siempre acaba todo así. Es un asco». Estaba triste, amargo, no debería haber hablado de esas cosas. «Tienes razón -dijo Thomas-. Por eso yo no me enamoro nunca. Además, prefiero a las mujeres casadas. Resulta más seguro. ¿Cómo se llamaba tu enamorada?» Hice un ademán seco con la mano: «No tiene importancia». Fumamos en silencio mientras nos tomábamos los coñacs. Thomas esperó a que me acabase el puro para ponerse de pie. «Venga, déjate de nostalgias. A fin de cuentas, es tu cumpleaños». Nos habíamos quedado los últimos; la camarera dormitaba al fondo del local. Fuera, nuestro chófer roncaba en el Opel. En el cielo de la noche brillaba la luna, en cuarto menguante, nítida y tranquila; dejaba caer su luz blanca sobre la ciudad destruida y silenciosa.

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