Las benévolas (24 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Por la razón que fuere, quizá para no alejarse de Von Reichenau, que tenía allí el cuartel general, Blobel decidió quedarse en Poltava y estuvimos más de un mes esperando al Kommandostab. El Vorkommando no estaba mano sobre mano. Lo mismo que en Kiev, empecé a organizar redes de informadores; resultaba tanto más necesario cuanto que la población era variopinta y había en ella inmigrantes de toda la URSS, entre los que se escondían con seguridad muchos espías y saboteadores; además, no habíamos podido dar con ninguna lista, con ningún fichero del NKVD; antes de replegarse, habían limpiado metódicamente los archivos y no había quedado nada que pudiera facilitarnos la tarea. Trabajar en el hotel empezaba a resultar bastante penoso: mientras estabas intentando pasar a máquina un informe o hablar con un colaborador, te llegaban del cuarto de al lado los gritos de un hombre al que estaban interrogando, y me resultaba agobiante. Una noche nos dieron vino tinto en la cena; al acabar de comer, ya me estaba subiendo todo a la garganta. Nunca me había dado tan fuerte y estaba empezando a preocuparme: antes de la guerra, no vomitaba nunca; nunca había vuelto a vomitar desde que era pequeño, y me preguntaba de qué dependería. Hanika, que me había oído regurgitar a través de la puerta del cuarto de baño, emitió la hipótesis de que quizá la comida estaba en mal estado, o que me había dado una gripe con trastornos intestinales: negué con la cabeza, no era eso, estaba seguro, porque había empezado, igual que las arcadas, con tos y una sensación de pesadez o de que algo se me había quedado atragantado, pero no se había parado por el camino y todo había salido de golpe, la comida apenas digerida mezclada con el vino, una papilla roja que daba miedo.

Por fin consiguió Kuno Callsen que la Ortskommandantur le diera permiso para instalar el Sonderkommando en los locales del NKVD, en la calle Sovnarkomovskaia, donde estaban las comisarías del pueblo soviéticas. Aquel edificio grande, en forma de L, data de principios de siglo y la entrada principal está en una bocacalle pequeña, bordeada de árboles que el invierno había dejado desnudos; en la esquina, una placa en ruso indica que, durante la guerra civil, en mayo y junio de 1920 , allí tenía la sede el famoso Dzerjinsky. Los oficiales siguieron alojados en el hotel; Hanika había encontrado una estufa para nosotros; por desdicha, la había instalado en el exiguo salón en donde dormía, y si yo dejaba la puerta abierta me amargaba el sueño su espeluznante crujir de dientes. Le pedí que caldease bien las dos habitaciones durante el día para que pudiera cerrar la puerta al acostarme, pero de madrugada me despertaba el frío y acababa por dormir vestido, con gorro de lana, hasta que Hanika encontró unos edredones que me echaba encima para dormir desnudo como solía. Seguía vomitando casi todas las noches o, al menos, una noche de cada dos, después de cenar, e incluso, una vez, antes de haber terminado; acababa de tomarme una cerveza fría con la chuleta de cerdo y me volvió todo a la garganta tan deprisa que el líquido estaba fresco aún, una sensación repugnante. Conseguía siempre vomitar pulcramente, en un retrete o en un lavabo, sin hacerme notar demasiado, pero seguía siendo agotador: las tremendas arcadas que precedían a la regurgitación de los alimentos me dejaban, durante mucho rato, vacío, drenado de toda energía. Al menos, la comida volvía a salir tan deprisa que aún no estaba acida, porque la digestión estaba recién empezada, y me bastaba con enjuagarme la boca para sentirme mejor.

Los especialistas de la Wehrmacht habían registrado meticulosamente todos los edificios públicos buscando explosivos y minas y habían desactivado unos cuantos artefactos; pese a ello, pocos días después de la primera nevada, explotó la Casa del Ejército Rojo y mató al comandante de la 60ª División, a su jefe de estado mayor, a su Iª y a tres administrativos, que aparecieron atrozmente mutilados. Ese mismo día hubo otras cuatro explosiones; los militares estaban furiosos. El ingeniero en jefe del 6º Ejército, el Oberst Selle, ordenó que metieran a judíos en todos los edificios grandes, para prevenir nuevas explosiones. Von Reichenau quería represalias. El Vorkommando no tuvo que implicarse en esto; lo tomó a su cargo la Wehrmacht. El Ortskommandant mandó ahorcar a rehenes en todos los balcones de la ciudad. Detrás de nuestras oficinas, dos calles, la Chernyshevski y la Girshman se unían para formar una extensión irregular, algo así como una plaza desdibujada entre edificios pequeños repartidos por la zona sin respetar plano alguno. Varias de aquellas viviendas, de épocas y colores varios, abrían al exterior por una esquina trunca y, encima de la elegante puerta de la calle, había un balconcillo; no tardaron en colgar como sacos de todas las barandillas uno o varios hombres. En una mansión anterior a la pasada guerra, verde pálido y con tres pisos, dos atlantes musculosos que flanqueaban la puerta sostenían el balcón con los brazos blancos, doblados tras la nuca; cuando pasé, aún daba respingos un cuerpo entre aquellas cariátides impasibles. Todos los ahorcados llevaban alrededor del cuello un letrero en ruso. Para ir a la oficina, prefería hacerlo a pie, bien bajo los tilos y los chopos sin hojas de la larga calle Karl Liebknesht, bien acortando camino por los amplios jardines de los Sindicatos, con su monumento a Shevshenko; eran sólo unos pocos metros y, de día, las calles eran seguras. También había gente ahorcada por la calle Liebknesht. Se había agrupado un tropel de personas bajo un balcón. Varios Feldgendarmes habían salido por el ventanal y estaban atando firmemente seis cuerdas con nudos corredizos. Volvieron a meterse, luego, en una habitación oscura. Al cabo de un momento, aparecieron de nuevo llevando a un hombre con los brazos y las piernas atados y la cabeza tapada con un capuchón. Un Feldgendarme le puso el lazo corredizo al cuello, luego el letrero; después, le quitó el capuchón. Por un momento, le vi al hombre los ojos desorbitados, unos ojos de caballo desbocado; luego, como si le invadiera el cansancio, los cerró. Dos de los Feldgendarmes lo alzaron en vilo y lo hicieron resbalar despacio fuera del balcón. Los músculos, amarrados, dieron violentas sacudidas y se calmaron después; se balanceaba tranquilamente, tras desnucarse, mientras los Feldgendarmes ahorcaban al siguiente. La gente estuvo mirando hasta el final; yo miré también, se había adueñado de mí una fascinación insana. Escudriñaba con avidez los rostros de los ahorcados, de los condenados, antes de que los tirasen por encima de la barandilla: aquellos rostros, aquellos ojos asustados o espantosamente resignados, no me decían nada. A varios de los muertos les asomaba la lengua de manera grotesca y les caían chorros de saliva desde la boca hasta la acera; algunos de los espectadores se reían. Me invadía la angustia como una dilatada marea; me horrorizaba el ruido de las gotas de saliva. Siendo joven aún, vi a un ahorcado. Sucedió en un internado espantoso en donde me encerraron; sufría, pero no era el único. Una noche, después de cenar, había un rezo especial, no me acuerdo ya por qué, y pedí que me dispensaran de asistir alegando mis orígenes luteranos (era un internado católico); pude, pues, regresar a mi cuarto. Todos los dormitorios estaban organizados por clases y había en ellos alrededor de quince camas, en literas. Al subir, pasé por el dormitorio de al lado, en donde dormían los del último curso de bachillerato (yo acababa de cumplir quince años y estaba en el curso anterior); había en él dos muchachos que también se habían librado de la misa: Albert, con quien tenía más o menos amistad, y Jean R., un chico raro, que no gozaba de muchas simpatías pero a quien temían los demás porque padecía ataques violentos y turbulentos. Charlé con ellos unos minutos antes de irme a mi cuarto, en donde me metí en la cama para leer una novela de E.R. Burroughs, lectura prohibida, por descontado, en aquella cárcel, como todo lo demás. Había leído ya un capítulo y estaba leyendo otro cuando de repente oí la voz de Albert, un alarido desaforado: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡A mí!». Salté de la cama, con el corazón palpitante y, luego, me frenó una idea: ¿y si Jean R. estaba matando a Albert? Albert seguía gritando. Entonces hice un esfuerzo para ir a ver qué pasaba; aterrado, listo para salir corriendo, me acerqué a la puerta y la empujé. Jean R. estaba colgado de una viga, con una cinta roja alrededor del cuello y el rostro azul ya; Albert, pegando voces, lo tenía agarrado por las piernas e intentaba alzarlo. Salí a toda velocidad del dormitorio y bajé corriendo las escaleras, gritando también por el patio cubierto, hacia la capilla. Salieron varios profesores, titubearon y se me acercaron luego a la carrera; los seguía una multitud de alumnos. Los conduje al dormitorio, en donde todo el mundo quiso entrar; en cuanto se dieron cuenta de lo que pasaba, dos profesores impidieron el paso y obligaron a los alumnos a retroceder hasta el pasillo, pero yo había entrado ya y lo vi todo. Dos o tres de los profesores sujetaban a Jean R., mientras otro intentaba rabiosamente cortar aquella cinta gruesa con una navaja o con una llave. Por fin cayó Jean R. como un árbol talado, arrastrando en la caída a los profesores. Albert, ovillado en un rincón, sollozaba, tapándose la cara con las manos crispadas. El padre Labourie, mi profesor de griego, intentaba abrirle la mandíbula a Jean R.; lo hacía con ambas manos y con todas sus fuerzas, para separarle los dientes, pero en vano. Me acuerdo claramente del reluciente tono azul oscuro del rostro de Jean R. y de los labios violáceos, cubiertos de espuma blanca. Luego me mandaron que me fuera. Aquella noche la pasé en la enfermería; supongo que querían aislarme de los demás muchachos; no sé dónde llevaron a Albert. Poco después me enviaron al padre Labourie, un hombre dulce y paciente, virtudes poco frecuentes en aquel centro escolar. No era como los demás curas y me gustaba charlar con él. Al día siguiente por la mañana, nos reunieron a todos los alumnos en la capilla y nos echaron un largo sermón acerca de lo abominable que era el suicidio. Nos informaron de que Jean R. había sobrevivido, y hubo que rezar por la salvación de su alma pecadora. Nunca lo volvimos a ver. Como todos los alumnos estaban bastante conmocionados, aquellos bondadosos curas decidieron organizar un largo paseo por los bosques. «¡Menuda estupidez!», le dije a Albert cuando me lo encontré en el patio. Parecía huraño y tenso. El padre Labourie se me acercó y me dijo con dulzura: «Ven, ven con nosotros. Incluso aunque a ti te dé igual, a los demás les sentará bien». Me encogí de hombros y me sumé al grupo. Nos tuvieron varias horas caminando, y es cierto que, por la noche, todo el mundo estaba tranquilo. Me dejaron volver al dormitorio, en donde me tomaron por asalto los demás chicos. Durante la marcha, Albert me había contado que Jean R. se había subido a su cama y, tras colocarse el lazo corredizo al cuello, lo había llamado: «Oye, Albert, mira», y luego había saltado. Por encima de la acera de Jarkov, los ahorcados oscilaban despacio. Sabía que había entre ellos judíos, rusos y gitanos. Todos esos ahorcados adustos y atados como fardos me recordaban a unas crisálidas soñolientas que esperaban pacientemente la metamorfosis. Pero nunca dejaba de haber algo que se me escapaba. Por fin empezaba a vislumbrar que, por muchos muertos que viera, o por mucha gente que viera a punto de morir, nunca conseguiría captar la muerte, ese momento, precisamente en sí. Era una de dos: o estás muerto y, por tanto, no hay ya, en cualquier caso, nada que entender; o aún no lo estás y, entonces, incluso con el fusil en la nuca o la cuerda al cuello, sigue siendo incomprensible, pura abstracción, esa idea absurda de que yo, que soy el único ser vivo del mundo, pueda desaparecer. Si estamos moribundos, quizá estamos ya muertos, pero nunca moriremos, ese momento no llega nunca o, más bien, siempre está llegando, helo aquí, ya llega, y sigue llegando y, luego, ya ha pasado, sin haber llegado nunca. Así razonaba yo en Jarkov, con mucha torpeza seguramente, pero es que no me encontraba bien.

Estábamos a finales de noviembre; en la ancha plaza circular, a la que habían cambiado el nombre para llamarla Adolf-Hitler-Platz, una nieve gris y pálida, como mordiscos de luz, caía despacio desde el cielo de mediodía. Una mujer colgaba de una cuerda muy larga desde la mano de Lenin; unos niños jugaban debajo y alzaban la cabeza para mirarle bajo las faldas. Los ahorcados proliferaban; el Ortskommandant había ordenado que los dejasen colgados para
dar ejemplo.
Los transeúntes rusos pasaban deprisa ante ellos, agachando la cabeza; los soldados y los niños los miraban atentamente y con curiosidad, y los soldados les sacaban fotos muchas veces. Yo llevaba varios días sin vomitar y tenía la esperanza de haber mejorado, pero no era más que una tregua; cuando me volvió el ataque, vomité la salchicha, el repollo y la cerveza una hora después de la comida, en la calle, medio escondido en un paseo. Algo más allá, en la esquina de los jardines de los Sindicatos, habían alzado un patíbulo y aquel día llevaban a él a dos hombres muy jóvenes y a una mujer, con las manos atadas a la espalda; los rodeaba una muchedumbre que componían esencialmente soldados y oficiales alemanes. La mujer llevaba al cuello un letrero muy grande que explicaba que el castigo era una represalia por el intento de asesinato de un oficial. Y los ahorcaron. Uno de los jóvenes tenía una expresión estupefacta, pasmada por estar allí; el otro estaba triste nada más; la mujer hizo unas muecas espantosas cuando le quitaron el apoyo de los pies, pero eso fue todo. Sólo Dios sabe si había tenido algo que ver efectivamente con el atentado; ahorcaban prácticamente a cualquiera, a judíos, pero también a soldados rusos, a indocumentados, a campesinos que andaban rondando en busca de comida. Lo que se pretendía no era castigar a unos culpables, sino implantar un terror que evitase los atentados. En Jarkov propiamente dicho parecía que daba buenos resultados; no había habido más explosiones tras las ejecuciones en la horca. Pero fuera de la ciudad la situación empeoraba. El Oberst Von Hornbogen, el Ic de la Ortskommandantur, a quien iba a ver con frecuencia, tenía en la pared un mapa grande de los alrededores de Jarkov con alfileres rojos pinchados y cada uno de ellos era un ataque de partisanos o un atentado. «Se está convirtiendo en un auténtico problema -me explicaba-. No se puede salir de la ciudad sino en pelotón; a los hombres aislados los cazan como a conejos. No dejamos piedra sobre piedra en los pueblos en que encontramos partisanos, pero no resulta de gran ayuda. Empieza a haber dificultades para el abastecimiento, incluso para el de las tropas. En cuanto a alimentar a la población este invierno, en eso no hay ni que pensar». La ciudad tenía seiscientos mil habitantes; no había depósitos públicos y ya se hablaba de ancianos que se morían de hambre. «Hábleme de sus problemas de disciplina, si no le importa», le pedí al Oberst, con quien mantenía buenas relaciones desde hacía tiempo.. —«Es cierto que tenemos dificultades. Sobre todo en los casos de saqueo. Unos soldados vaciaron el piso al alcalde ruso mientras estaba reunido con nosotros. Muchos soldados les quitan gorros o abrigos de pieles a los vecinos de la ciudad. También hay casos de violación. Seis soldados encerraron en un sótano a una mujer rusa y la violaron por turno».. —«¿Y a qué lo atribuye usted?». —«Cuestión de estado de ánimo, supongo. Las tropas están agotadas, sucias, comidas de piojos, y ya ni les damos ropa interior limpia, y además, llega el invierno y notan que la cosa va a ir a peor». Se inclinó hacia delante con una leve sonrisa: «Entre nosotros, puedo decirle que incluso han aparecido frases pintadas en las paredes de los edificios del AOK, en Poltava. Cosas tales como:
Queremos volver a Alemania
o
Estamos sucios y tenemos piojos, queremos irnos a casa.
El Generalfeldmarschall estaba rabioso, se lo tomó como un insulto personal. Por supuesto que admite que hay tensiones y privaciones, pero opina que los oficiales podrían hacer más para darles a los hombres una educación política. Pero, en fin, lo más preocupante sigue siendo el abastecimiento».

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