Las benévolas (22 page)

Read Las benévolas Online

Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
5.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Häfner era un hombre de inteligencia limitada, pero metódico. Me explicó su ambicioso plan de acción delante de un mapa y me hizo una lista de todo cuanto le faltaba, para que pudiera respaldar sus peticiones. Se suponía que yo tenía que pasar revista a todos los Teilkommandos; era algo manifiestamente imposible y me resigné a quedarme unos cuantos días en Pereiaslav a la espera del posterior desarrollo de los acontecimientos. En cualquier caso, el Vorkommando estaba ya en Poltava con Blobel; en vista del estado de las carreteras, no podía albergar la esperanza de reunirme con ellos antes de la caída de Jarkov. A Häfner se le veía pesimista. «Por el sector pululan los partisanos. La Wehrmacht hace batidas, pero sin grandes resultados. Quieren que los secundemos. Pero los hombres están exhaustos, acabados. Ya ha visto las mierdas que comemos».— «Es el rancho habitual del ejército. Y ellos hacen cosas mucho más penosas que nosotros».. —«Físicamente, sí. No cabe duda. Pero lo que se les ha agotado a nuestros hombres son los ánimos». Häfner tenía razón y yo no iba a tardar en percatarme por mí mismo. Ott se iba con una sección de veinte hombres a registrar un pueblo vecino en donde nos habían indicado la existencia de partisanos; decidí acompañarlos. Salimos al alba con un camión y un
Kübelwagen,
un vehículo todoterreno que nos prestaba para aquella ocasión la división acuartelada en Pereiaslav. Caía la lluvia, cerrada e interminable; ya estábamos calados antes de salir. El olor a lana mojada llenaba el vehículo. Harpe, el chófer de Ott, maniobraba diestramente para evitar las rodadas más hondas; a intervalos regulares, las ruedas traseras se torcían en el barro arcilloso; a veces, conseguía controlar los derrapes, pero muchas veces el vehículo se atravesaba por completo y entonces había que apearse para enderezarlo y nos hundíamos en el barrizal hasta los tobillos; había incluso a quienes se les quedaban allí las botas. Todo el mundo blasfemaba, gritaba, echaba pestes. Habíamos mandado que cargasen tablones en el camión y los metíamos debajo de las ruedas enfangadas; a veces era una ayuda, pero bastaba con que el vehículo estuviera mal equilibrado para que una de las ruedas motrices se quedara en el aire y rodase sin apoyo, lanzando grandes surtidores de barro líquido. No tardé en tener la capota y el pantalón totalmente llenos de barro. A algunos de los hombres les cubría toda la cara y sólo se veían relucir los ojos extenuados; tras sacar del barro el vehículo, se enjuagaban deprisa las manos y la cara en un charco y se volvían a subir al coche. El pueblo estaba a siete kilómetros de Pereiaslav y se nos fueron tres horas en el trayecto. Al llegar, Ott mandó a un grupo que se colocara en posición de bloqueo más allá de las últimas casas mientras desplegaba a los demás hombres a ambos lados de la calle principal. Bajo la lluvia, había filas de isbas míseras, cuyos tejados de bálago chorreaban en los jardincillos inundados; unos cuantos pollos empapados se desperdigaban acá y acullá y no se veía a nadie. Mandaron a un suboficial y al
Dolmetscher
a buscar al estaroste. Volvieron al cabo de unos diez minutos y los acompañaba un viejecillo envuelto en una tulupa y con un gorro apolillado de piel de conejo. Lo interrogaron a pie firme, bajo el aguacero; el viejo gimoteaba, negaba que hubiera partisanos. Ott se enfadaba. «Dice que aquí sólo hay viejos y mujeres -traducía el
Dolmetscher-.
Que todos los hombres o están muertos o se han marchado».. —«Dile que como encontremos algo lo ahorcamos a él el primero», gritó Ott. Luego mandó a sus hombres a registrar las casas. «¡Comprobad el suelo! A veces excavan búnkers». Me fui detrás de uno de los grupos. El barro era tan pegajoso en la única calleja del pueblo como en la carretera; entrábamos en las isbas con pellas de barro en los pies y lo íbamos dejando por todos lados. Dentro, efectivamente, no había más que viejos, mujeres mugrientas y niños piojosos acostados encima de las grandes estufas de tierra cocida encaladas. No se veía gran cosa que pudiéramos registrar; el suelo era de tierra pisada, sin tarima; casi no tenían muebles y no había desvanes tampoco, los techos descansaban directamente en las paredes. Apestaba a suciedad, a cerrado, a orines. Detrás de la hilera de casas que estaban a la izquierda de la calleja empezaba un bosquecillo de abedules a un nivel algo más elevado. Pasé entre dos isbas y me fui a examinar las lindes. El agua tamborileaba en las ramas y en las hojas, hinchaba la alfombra de hojas secas que se pudrían en el suelo; el talud estaba resbaladizo y era difícil subir por él. El bosque parecía vacío, pero con la lluvia no se veía a mucha distancia. Un montón de ramas curiosamente animado me llamó la atención: en las hojas parduzcas pululaban cientos de escarabajitos negros; debajo había restos humanos en descomposición, vestidos aún con jirones de uniformes pardos. Intenté taparlos, porque me horrorizaban los animalillos, pero no dejaban de rebosar y de correr por todas partes. Me harté y le di una patada al montón. Se desprendió una calavera y rodó hasta abajo del talud, sembrando escarabajos por el barro. Volví a bajar. La calavera yacía contra una piedra, muy limpia, bien rebañada; las órbitas vacías hervían de escarabajos y los labios roídos dejaban al aire unos dientes amarillos que lavaba la lluvia; la mandíbula se había abierto y desvelaba la carne intacta de la boca, una lengua gruesa, casi estremecida, rosa, obscena. Me reuní con Ott, que estaba ahora en el centro del pueblo con el estaroste y el
Dolmetscher.
«Pregúntale de dónde han salido los cadáveres del bosque», le dije al
Dolmetscher.
El agua de la chapka del viejo le chorreaba por la barba; mascullaba casi sin dientes: «Son soldados del Ejército Rojo. El mes pasado hubo combates en el bosque. Murieron muchos soldados. Los del pueblo enterraron a los que encontraron, pero no buscaron por todas partes».. —«¿Y las armas que llevaban?» El
Dolmetscher
tuvo que traducir otra vez: «Se las dieron a los alemanes, dice». Se acercaba un Scharführer y saludó a Ott: «Herr Untersturmführer, aquí no hay nada». Ott estaba muy irritado. «¡Sigan buscando! Estoy seguro de que algo tienen escondido». Volvían otros soldados y unos Orpo. «Herr Untersturmführer, hemos mirado y no hay nada».. —«¡He dicho que busquen!» En ese momento oímos un chillido agudo algo más lejos. Una forma imprecisa corría por la calleja. «¡Allí!», voceó Ott. El Scharführer se echó el arma al hombro y disparó a través de la cortina de lluvia. La forma se desplomó en el barro. Los hombres, alerta, se desplegaron para avanzar. «Era una mujer, gilipollas», dijo una voz.. —«¿A quién estás llamando gilipollas?», ladró el Scharführer. Un hombre le dio la vuelta al cuerpo en el barro: era una campesina joven, con un pañuelo vistoso en la cabeza, y embarazada. «Sólo le había entrado un ataque de pánico -dijo uno de los hombres-. No había por qué dispararle así».. —«Todavía no está muerta», dijo el hombre que la estaba examinando. Se acercó el enfermero de la sección: «Llevadla a la casa». Varios hombres la alzaron; le colgaba la cabeza hacia atrás; el vestido lleno de barro se le pegaba al vientre abultadísimo, la lluvia le martilleaba el cuerpo. La metieron en la casa y la dejaron encima de una mesa. Una vieja sollozaba en un rincón; no había nadie más en la isba. La joven respiraba con un estertor. El enfermero le rasgó el vestido y la examinó. «Está acabada. Pero está a punto de parir, todavía podemos salvar al niño con un poco de suerte». Empezó a dar instrucciones a los dos soldados que estaban allí. «Poned agua a calentar». Salí a la lluvia y fui a reunirme con Ott, que había regresado a los vehículos. «Pero ¿qué pasa?». —«La chica se va a morir. Su enfermero está intentado hacerle una cesárea».. —«¡¿Una cesárea?! Pero ¿es que se ha vuelto loco?» Volvió calle arriba, chapoteando, hasta la casa. Lo seguí. Entró de golpe: «¿Qué carajo es esto, Greve?». El enfermero sujetaba un bultito sanguinolento, envuelto en una sábana, y estaba acabando de hacerle un nudo al cordón umbilical. La muchacha, muerta, yacía con los ojos abiertos del todo, encima de la mesa, cubierta de sangre, despanzurrada desde el ombligo hasta el sexo. «Todo ha ido bien Herr Untersturmführer -dijo Greve-. Debería vivir. Pero habría que encontrarle una nodriza».. —«¡Estás loco! -gritó Ott-. ¡Dame eso!». —«¿Por qué?». —«¡Dame eso!» Ott estaba lívido, temblaba. Le arrebató de las manos a Greve al recién nacido y, cogiéndolo por los pies, le abrió la cabeza contra una esquina de la estufa. Luego lo arrojó al suelo. Greve estaba hecho una fiera: «¿Por qué ha hecho eso?». Ott vociferaba también: «¡Más te valdría haber dejado que reventase en la barriga de su madre, so cretino! Deberías haberlo dejado en paz. ¿Por qué lo sacaste? ¿Es que no estaba bastante abrigado donde estaba?». Dio media vuelta y salió. Greve sollozaba: «No debería haber hecho eso, no debería haber hecho eso». Me fui detrás de Ott, que despotricaba en el barro y la lluvia ante el Scharführer y un grupo de unos cuantos hombres. «Ott..»., lo llamé. Detrás de mí, sonó una voz: «¡Untersturmführer!». Me di la vuelta. Greve, con las manos aún ensangrentadas, salía de la isba con el fusil al hombro. Retrocedí y él se fue derecho hacia Ott. «¡Untersturmführer!». Ott se volvió, vio el fusil y empezó a gritar otra vez: «¿-Qué pasa, maricón, qué quieres ahora? ¿Quieres disparar? ¡Pues dispara!». También vociferaba el Scharführer: «¡Greve, me cago en Dios, baja ese fusil!».. —«No debería haber hecho eso», gritaba Greve mientras seguía acercándose a Ott.— «¡Pues venga, gilipollas, dispara!». —«Greve, detente ahora mismo», se desgañitaba el Scharführer. Greve disparó; Ott recibió el impacto en la cabeza, voló hacia atrás y se desplomó en un charco con un violento ruido de agua. Greve seguía con el fusil en alto; todo el mundo se había callado. Sólo se oía ya el golpeteo de la lluvia en los charcos, en el barro, en los cascos de los hombres, en el bálago de los tejados. Greve tiritaba como una hoja, con el fusil apoyado en el hombro. «No debería haber hecho eso», repetía estúpidamente. «Greve», dije con voz suave. Desencajado, Greve me apuntó. Separé muy despacio las manos sin decir nada. Greve dirigió ahora el fusil hacia el Scharführer. Dos de los hombres estaban apuntando a Greve con sus fusiles y Greve seguía apuntando al Scharführer. Los hombres podían despacharlo, pero seguramente también mataría él al Scharführer. «Greve -dijo con mucha calma el Scharführer-, la verdad es que has hecho una gilipollez. Ott era un mierda, de acuerdo. Pero te has metido en un buen fregado».. —«Greve -dije-, suelte el arma. Si no vamos a tener que matarle. Si se rinde, testificaré en favor suyo».. —«De todas formas estoy acabado», dijo Greve. Seguía apuntando al Scharführer. «Si disparan no seré el único en morir». Volvió a apuntarme con el fusil, a quemarropa. La lluvia chorreaba del cañón corriéndome por delante de los ojos y me resbalaba por la cara. «¡Herr Hauptsturmführer! -me llamó el Scharführer-, ¿le parece bien que arregle esto a mi manera? Para que no haya más daños». Asentí con un ademán. El Scharführer se volvió hacia Greve. «Greve, te doy cinco minutos de ventaja. Luego vamos a buscarte». Greve titubeó. Luego, bajó el fusil y salió corriendo hacia el bosque. Nos quedamos esperando. Miré a Ott. Tenía la cabeza dentro del agua, apenas si asomaba la cara, con un agujero negro en medio de la frente. La sangre formaba volutas negruzcas en el agua cenagosa. La lluvia le había lavado la cara, le tamborileaba en los ojos abiertos y asombrados, le iba llenando despacio la boca y le corría por las comisuras. «Andersen -dijo el Scharführer-, coge a tres hombres y ve a buscarlo».. —«No lo encontraremos, Herr Scharführer».. —«Ve y encuéntralo». Se volvió hacia mí: «¿Tiene alguna objeción, Herr Hauptsturmführer?». Negué con la cabeza: «Ninguna». Otros hombres se habían reunido con nosotros. Cuatro de ellos iban hacia el bosque, con los fusiles bajo el brazo. Otros cuatro se hicieron cargo del cadáver de Ott y, tirando del capote, lo llevaron hacia el camión. Yo fui detrás con el Scharführer. Subieron el cuerpo por un adral; el Scharführer envió a unos hombres para que dieran señal de reagruparse. Yo quería fumar, pero era imposible, incluso bajo el capote. Los hombres iban llegando, por grupos, a los vehículos. Esperamos a los que el Scharführer había enviado a buscar a Greve, acechando el disparo. Me di cuenta de que el estaroste se había esfumado prudentemente, pero no dije nada. Por fin volvieron a aparecer Andersen y los demás, sombras grises que surgían de la lluvia. «Hemos buscado por el bosque, Herr Scharführer, pero no hemos encontrado nada. Debe de haberse escondido».. —«Está bien. Suban». El Scharführer me miró. «De todas formas los partisanos acabarán con ese cabrón».. —«Ya le he dicho, Scharführer, que no tengo nada que objetar a su decisión. Ha evitado más derramamiento de sangre y lo felicito».. —«Gracias, Herr Hauptsturmführer». Volvimos a la carretera, llevándonos el cuerpo de Ott. Tardamos aún más tiempo en regresar a Pereiaslav del que habíamos tardado a la ida. Al llegar, sin cambiarme siquiera, fui a explicarle el incidente a Häfner. Estuvo mucho rato pensando. «¿Cree que se unirá a los partisanos?», preguntó por fin.. —«Creo que si hay partisanos por la zona lo matarán. Y, si no, de todas formas no sobrevivirá al invierno».. —«¿Y si intenta quedarse a vivir en el pueblo?». —«Están demasiado atemorizados. Lo denunciarán. O a nosotros o a los partisanos».. —«Está bien». Pensó otro rato. «Voy a declararlo desertor armado y peligroso. Y ya está». Otra pausa. «Pobre Ott. Era un buen oficial».. —«Si quiere mi opinión -dije muy seco-, hace mucho que deberían haberlo enviado a que se tomara un descanso. A lo mejor así se habría evitado esta historia».. —«Seguramente tiene usted razón». Un charco grande iba creciendo debajo de mi silla. Häfner estiró el cuello y avanzó la barbilla ancha y cuadrada: «¡Vaya mierda, de todas formas! ¿Quiere hacer usted el parte para el Standartenführer?».. —«No, a fin de cuentas es su Kommando. Hágalo y lo firmaré como testigo. Me hará usted copias también para la Amt III».. —«De acuerdo». Fui a cambiarme por fin y a fumar un cigarrillo. Fuera, la lluvia seguía repiqueteando; era como para pensar que no se iba a acabar nunca.

Volví a dormir mal; en Pereiaslav, por lo visto, no se podía dormir de otra manera. Los hombres gruñían y roncaban; en cuanto me amodorraba, el crujir de dientes del joven Waffen-SS me interrumpía el sueño y me sacaba de él de forma abrupta. En aquel duermevela viscoso, la cara de Ott dentro del agua y la calavera del soldado ruso se mezclaban: Ott, caído en el charco, abría la boca de par en par y me sacaba la lengua, una lengua gruesa y rosa y lozana, como si me invitase a besarlo. Me desperté angustiado y cansado. Durante el desayuno, volvió a entrarme un ataque de tos, y luego, unas violentas arcadas; fui a buscar refugio a un pasillo vacío, pero no hubo nada más. Cuando volví al comedor de oficiales, me estaba esperando Häfner con un teletipo: «Acaba de caer Jarkov, Herr Hauptsturmführer. El Standartenführer lo está esperando en Poltava».. —«¿En Poltava?» Indiqué con un ademán las ventanas que chorreaban. «No sé en qué está pensando. ¿Cómo cree que voy a ir?». —«Todavía circulan los trenes entre Kiev y Poltava. Eso cuando no los hacen descarrilar los partisanos. Hay un convoy de la
Rollbahn
que sale para Yagotin; he llamado por teléfono a la división y no tienen inconveniente en llevarlo. Yagotin está en la línea de ferrocarril y desde allí podrá apañárselas para encontrar un tren». Häfner era, desde luego, un oficial de lo más eficiente. «Está bien; voy a avisar a mi chófer».. —«No, su chófer se queda aquí. El Admiral no podría llegar en ningún caso hasta Yagotin. Se va usted en los camiones de la
Rollbahn.
Enviaré a Kiev al chófer con el coche en cuanto sea posible».. —«Bien».. —«El convoy sale a las doce del mediodía. Le daré unos despachos para el Standartenführer, incluido el parte de la muerte de Ott».. —«Bien». Me fui a preparar el petate. Luego, me senté ante una mesa y le escribí una carta a Thomas en la que describía sin rodeos el incidente de la víspera:
Hablalo con el Brigadeführer, porque sé que Blobel no hará nada que no sea guardarse las espaldas. Hay que sacar conclusiones, porque si no puede volver a ocurrir.
Tras acabar la carta, la metí en un sobre sellado y la puse de lado. Luego, fui a ver a Ries: «Oiga, Ries, ese
Kindersoldat
jovencito suyo, el del crujir de dientes, ¿cómo se llama?».. —«¿Se refiere a Hanika? Frantz Hanika. ¿Ese que le señalé?». —«Sí, ése. ¿Me lo da?» Alzó las cejas, pasmado. «¿Que si se lo doy? ¿Para qué lo quiere?». —«Dejo el chófer aquí, dejé al ordenanza en Kiev, necesito otro. Y además, en Jarkov habrá forma de meterlo en algún sitio, aparte, y así no seguirá dando la lata a nadie». Ries parecía encantado de la vida: «Oiga, Herr Hauptsturmführer, si lo dice en serio... Por mi parte, estupendo. Voy a preguntarle al Obersturmführer, pero no creo que ponga pegas».— «Bien. Yo iré a avisar a Hanika». Lo encontré en el comedor de oficiales, raspando cazuelas. «¡Hanika!» Se puso firme y vi que tenía un cardenal en un pómulo. «¿Sí?». —«Me voy dentro de un rato a Poltava, y luego a Jarkov. Necesito un ordenanza. ¿Quieres venir?» Se le iluminó el rostro tumefacto: «¿Con usted?».. —«Sí. Tu trabajo no cambiará gran cosa, pero al menos no tendrás a los demás siempre detrás de ti». Tenía una expresión radiante; un niño que recibe un regalo inesperado. «Vete a preparar tus cosas», le dije.

Other books

The Gladiator by Scarrow, Simon
Born to Be Wild by Catherine Coulter
Don't Call Me Mother by Linda Joy Myers
Hiss and Tell by Claire Donally
The Guardians (Book 2) by Dan O'Sullivan
A Dark Song of Blood by Ben Pastor
Denver by Sara Orwig