Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
Marina se levantó, se despidió de Knapp, besó a Tomas en la frente y le murmuró al oído
«Arrivederci,
tontorrón», antes de marcharse.
Tomas pidió disculpas a Knapp y corrió a alcanzarla en el pasillo.
—¿No irás a obedecerlo sin rechistar? ¿Y qué hay de nuestra cena íntima?
—¿Y tú, acaso no lo obedeces tú sin rechistar? ¿Recuérdame a qué hora salía tu avión para Mogadiscio? Tomas, me lo has dicho mil veces, la carrera es lo primero, ¿no? Mañana ya no estarás aquí, y Dios sabe durante cuánto tiempo. Cuídate. Si los vientos nos son propicios, nuestras vidas terminarán por volver a cruzarse en una ciudad o en otra.
—Coge al menos las llaves de mi apartamento, ven a escribir tu artículo en casa.
—Estaré mejor en el hotel. Difícilmente creo que pueda concentrarme, la tentación de visitar tu palacio sería irresistible.
—Sólo hay una habitación, ¿sabes?, se ve todo en un momento.
—Desde luego eres mi tontorrón preferido, estaba hablando de darte un revolcón, idiota. Habrá que dejarlo para otra vez, Tomas, y si cambio de opinión, me encantará despertarte llamando a tu puerta. ¡Hasta pronto!
Marina le dirigió un
ciao
con la mano y se alejó.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Knapp a Tomas cuando éste volvió al despacho y cerró con un sonoro portazo.
—¡Eres un asqueroso! Vengo una noche a Berlín con Marina, la última antes de marcharme, y te las apañas para quitármela. ¿Quieres hacerme creer que no tenías a nadie más a quien recurrir? ¿Qué pasa, maldita sea? ¿Te gusta, y estás celoso? ¿Te has vuelto tan ambicioso que ya sólo cuenta tu periódico? ¿Querías que pasáramos la velada juntos?
—¿Has terminado? —preguntó Knapp volviendo a sentarse a su mesa de trabajo.
—¡Reconoce lo cabrón que eres! —prosiguió Tomas, furioso.
—Dudo mucho de que compartamos esta velada. Siéntate en esa butaca, tengo que hablarte y, visto lo que tengo que decirte, prefiero que estés sentado.
El parque Tiergarten estaba sumido en la luz del anochecer. Unas viejas farolas difundían su halo amarillento por todo el camino de adoquines. Julia avanzó hasta el canal. En el lago, los barqueros amarraban sus embarcaciones unas a otras. Julia continuó su camino hasta el lindero del zoo. Algo más lejos, un puente se levantaba sobre el río. Atajó por el bosque, sin miedo a perderse, como si cada sendero, cada árbol que cruzaba, le fueran familiares. Ante sí se erguía la columna de la Victoria. Dejó atrás la rotonda, sus pasos la guiaban hacia la Puerta de Brandemburgo. De pronto reconoció el lugar en el que se encontraba y se detuvo. Hacía casi veinte años, al cabo de esa avenida se levantaba un trozo de Muro. Era allí donde, por primera vez, había visto a Tomas. Hoy, un banco bajo un tilo recibía a los visitantes.
—Estaba seguro de que te encontraría aquí —dijo una voz a su espalda—. Conservas aún los mismos andares.
Con el corazón en un puño, Julia dio un respingo.
—¿Tomas?
—No sé qué se hace en estas circunstancias, ¿darse la mano, besarse? —dijo con voz vacilante.
—Yo tampoco lo sé —dijo ella.
—Cuando Knapp me ha dicho que estabas en Berlín, sin poder precisarme dónde encontrarte, primero he pensado en llamar a todos los albergues juveniles de la ciudad, pero ahora hay demasiados. Así que he pensado que, con un poco de suerte, volverías aquí.
—Tu voz es la misma, un poco más grave —dijo ella con una sonrisa frágil.
Tomas avanzó un paso hacia ella.
—Si lo prefieres, podría trepar a ese árbol y saltar desde esa rama de ahí, es casi la misma altura que la primera vez que me caí encima de ti.
Dio un paso más y la abrazó.
—El tiempo ha pasado de prisa y tan despacio a la vez —dijo abrazándola aún más fuerte.
—¿Estás llorando? —le preguntó Julia acariciándole la mejilla.
—No, no es más que una mota de polvo que se me ha metido en el ojo, ¿y tú?
—Otra mota igual, su hermana gemela será, qué tontería porque no hay viento.
—Entonces cierra los ojos —le pidió él.
Y, recuperando los gestos del pasado, le rozó los labios con las yemas de los dedos antes de besar cada uno de sus párpados.
—Era la manera más bonita de darme los buenos días. Julia abandonó su rostro contra la nuca de Tomas.
—Hueles igual que antes, nunca podría olvidar ese olor.
—Ven —dijo—, hace frío, estás temblando.
Tomas cogió a Julia de la mano y la llevó hacia la Puerta de Brandemburgo.
—¿Has ido antes al aeropuerto?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—¿Por qué no me has hecho un gesto o algo?
—Creo que no me apetecía mucho saludar a tu mujer.
—Se llama Marina.
—Un bonito nombre.
—Es una amiga con la que tengo una relación epistolar.
—¿Quieres decir episódica?
—¡Ah, sí...!, sigo sin hablar perfectamente tu idioma.
—Pues yo diría que te las apañas bastante bien.
Abandonaron el parque y cruzaron la plaza. Tomas la llevó a la terraza de un café. Se instalaron a una mesa y permanecieron largo rato mirándose en silencio, incapaces de encontrar las palabras que decirse.
—Es increíble, no has cambiado nada —dijo entonces él.
—Sí, te aseguro que he cambiado en veinte años. Si me vieras al despertarme por las mañanas, te darías cuenta de que han pasado los años.
—No lo necesito. He contado cada uno de esos años.
El camarero descorchó la botella de vino blanco que Tomas había pedido.
—Tomas, en cuanto a tu carta, tienes que saber...
—Knapp me lo ha contado todo sobre vuestro encuentro. ¡Tu padre, siempre fiel a su proyecto de separarnos!
Alzó su copa y brindó delicadamente. Delante de ellos, una pareja se detuvo en la plaza, maravillada por la belleza de las columnas.
—¿Eres feliz?
Julia no dijo nada.
—¿Qué es de tu vida? —quiso saber Tomas.
—En este momento de mi vida estoy en Berlín, contigo, tan desamparada como hace veinte años.
—¿Por qué este viaje?
—No tenía ninguna dirección a la que contestarte. Tu carta había tardado veinte años en llegarme, ya no confiaba en el correo.
—¿Estás casada, tienes hijos?
—Todavía no —contestó Julia.
—¿Todavía no tienes hijos o todavía no estás casada?
—Las dos cosas.
—¿Y proyectos?
—Antes no tenías esa cicatriz en la barbilla.
—Antes sólo había saltado desde lo alto de un muro, aún no había saltado por los aires tras pisar una mina.
—Se te ve más robusto ahora —dijo Julia sonriendo.
—¡Gracias!
—Era un cumplido, te lo prometo, te sienta muy bien.
—Qué mal mientes, pero he envejecido, es indiscutible. ¿Tienes hambre?
—No —contestó Julia bajando los ojos.
—Yo tampoco. ¿Quieres que caminemos un poco?
—Tengo la impresión de que cada palabra que digo es una tontería.
—No, hombre, no, pero aún no me has desvelado nada sobre tu vida —dijo Tomas con aire triste.
—He encontrado nuestro bar, ¿sabes?
—Pues yo nunca he vuelto allí.
—El dueño me reconoció.
—¿Ves como no has cambiado?
—Han derruido el viejo edificio en el que vivíamos y han construido uno nuevo en su lugar. De nuestra calle sólo queda el jardincito de enfrente.
—Quizá sea mejor así. No guardaba buenos recuerdos de allí, salvo los pocos meses que pasamos juntos. Ahora vivo en Berlín Oeste. Para muchos, eso ya no significa nada, pero yo, desde las ventanas de mi casa, todavía veo la frontera.
—Knapp me ha hablado de ti —dijo Julia.
—¿Qué te ha dicho?
—Que tenías un restaurante en Italia y toda una patulea de hijos que te ayudaban a cocinar pizzas —contestó ella.
—Qué idiota... ¿De dónde habrá sacado una tontería así?
—Del recuerdo del daño que te he hecho.
—Supongo que yo también te habré hecho daño a ti, puesto que me creías muerto...
Tomas miró a Julia entornando los párpados.
—Es algo pretencioso lo que acabo de decir, ¿verdad?
—Sí, un poco, pero es cierto.
Tomas tomó la mano de Julia entre las suyas.
—Cada uno siguió su camino, la vida lo decidió así. Tu padre contribuyó mucho a ello, pero parece que el destino no quería reunimos.
—O quería protegernos... Quizá habríamos terminado por no soportarnos; nos habríamos divorciado, tú serías el hombre al que más odiaría en el mundo, y ahora no estaríamos pasando esta velada juntos.
—¡Sí, para discutir sobre la educación de nuestros hijos! Y hay parejas que se separan y aun así siguen siendo amigos. ¿Hay alguien en tu vida? ¡Si pudieras no escurrir la pregunta esta vez!
—¡Eludir!
—¿Qué?
—Querías decir eludir la pregunta, escurrir se aplica más bien a algo que está mojado y quieres quitarle el agua.
—Hablando de agua, me estás dando una idea. ¡Sígueme! En la terraza vecina había un restaurante de marisco.
Tomas corrió a sentarse a una mesa, obviando las miradas furiosas de unos turistas que esperaban su turno.
—¿Ahora haces cosas así? —preguntó Julia sentándose—. No es muy civilizado. ¡Nos van a echar!
—¡En mi oficio, hay que tener recursos! Además, el dueño es amigo mío, tenemos que aprovechar.
Éste vino precisamente a saludar a Tomas.
—La próxima vez, intenta ser más discreto, me vas a enemistar con mi clientela —le susurró al oído el dueño del restaurante.
Tomas le presentó a Julia a su amigo.
—¿Qué recomendarías a dos personas que no tienen nada de hambre? —le preguntó.
—¡Pues voy a empezar por traeros un cóctel de gambas, porque el comer, como el rascar, todo es empezar!
El dueño desapareció. Antes de entrar en la cocina, se volvió, levantó el pulgar y, con un guiño muy elocuente, le dio a entender a Tomas que encontraba guapísima a Julia.
—Me he convertido en dibujante.
—Ya lo sé. Me encanta tu nutria azul...
—¿La has visto?
—Te mentiría si te dijera que no me pierdo una sola de tus películas de dibujos animados, pero como en mi profesión todo se sabe, el nombre de su creadora ha llegado hasta mis oídos. Estaba en Madrid, una tarde que tenía un poco de tiempo libre. Me fijé en el cartel y entré en la sala; tengo que confesarte que no entendí todos los diálogos, el español no es mi fuerte, pero creo que capté lo esencial de la historia. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Todo lo que quieras.
—¿No te habrás inspirado en mí por casualidad para crear el personaje del oso?
—Según Stanley, el del erizo se parece más a ti.
—¿Quién es Stanley?
—Mi mejor amigo.
—¿Y cómo puede saber que me parezco a un erizo?
—Será porque es muy intuitivo y perspicaz, o porque le hablaba a menudo de ti.
—Vaya, parece que tiene muchas virtudes, ese Stanley. Y ¿qué tipo de amigo es?
—Un amigo viudo con el que he compartido muchos momentos.
—Lo siento por él.
—Me refería a buenos momentos.
—Y yo al hecho de que hubiera perdido a su mujer, ¿hace tiempo que murió?
—Su compañero...
—Entonces lo siento aún más por él.
—¡Qué tonto eres!
—Ya lo sé, es una tontería, pero me cae más simpático ahora que me dices que amaba a un hombre. ¿Y quién te inspiró el personaje de la comadreja?
—Mi vecino de abajo, que tiene una zapatería. Hablame de cuando fuiste a ver mis dibujos animados, ¿cómo fue esa tarde?
—Triste, cuando terminó la película.
—Te he echado de menos, Tomas.
—Yo también a ti, mucho más de lo que puedes imaginar. Pero deberíamos cambiar de tema. En este restaurante no hay polvo al que podamos tachar de nuestras lágrimas.
—¡Al que podamos culpar! Eso es lo que querías decir.
—Qué más da. Días como los que viví en España he conocido centenares, aquí o en otra parte, y todavía me pasa a veces. ¿Ves?, de verdad tenemos que hablar de otra cosa, de lo contrario me voy a culpar a mí mismo de aburrirte con mi nostalgia.
—¿Y en Roma?
—Todavía no me has dicho nada de tu vida, Julia.
—Veinte años no se cuentan en un momento, ¿sabes?
—¿Te espera alguien?
—No, esta noche no.
—¿Y mañana?
—Sí, tengo a alguien en Nueva York.
—¿La cosa va en serio?
—Iba a casarme... el sábado pasado.
—¿Ibas?
—Tuvimos que anular la ceremonia.
—¿Por él o por ti?
—Mi padre...
—Decididamente, qué manía tiene. ¿También ha hecho añicos la mandíbula de tu futuro marido?
—No, esta vez la cosa es aún más sorprendente.
—Lo siento.
—No, no creo que lo sientas, y no puedo guardarte rencor por ello.
—No te creas, me habría encantado que le partiera la cara a tu prometido... Esta vez siento sinceramente lo que acabo de decir.
Julia dejó escapar una risita, otra más, y al final le entró la risa floja.
—¿Qué tiene de gracioso?
—Deberías haber visto la cara que has puesto —dijo Julia sin parar de reír—, parecías un niño al que acabaran de pillar in fraganti en la despensa con la boca llena de churretes de chocolate. Ahora entiendo mucho mejor por qué me has inspirado todos esos personajes. Nadie más que tú puede hacer esas muecas. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Deja de repetir eso, Julia.
—¿Por qué?
—Porque ibas a casarte el sábado pasado.
El dueño del restaurante llegó hasta su mesa con una gran fuente en los brazos.
—He encontrado lo que os conviene —lanzó muy contento—. Dos lenguados ligeritos, unas verduritas a la brasa para acompañar y una salsa de hierbas frescas, justo lo necesario para abrir el apetito. ¿Os los preparo?
—Discúlpame —le dijo Tomas a su amigo—, no nos vamos a quedar, tráeme la cuenta.
—Pero ¿qué es lo que oigo? No sé lo que habrá pasado entre vosotros desde hace un momento, pero ni hablar de que os marchéis de mi restaurante sin haber probado mi cocina. Así que cabreaos bien, soltaos todo lo que queráis, mientras yo os preparo estas dos maravillas, y me haréis el favor de reconciliaros antes de probar mis pescados, ¡es una orden, Tomas!
El dueño se alejó para servir los dos lenguados sin apartar la mirada de los dos comensales.
—Me parece que no tienes elección, vas a tener que soportarme un poquito más, si no tu amigo se puede enfadar mucho, mucho —dijo Julia.