Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
Antoine preguntó dónde podían encontrar alojamiento. Como el cansancio también había hecho mella en él, el camarero nunca entendió lo que quería decirle. Encontraron dos habitaciones contiguas en un hotelito. Los dos chicos compartieron una, y Julia pudo disponer de la otra ella sola. Subieron a duras penas hasta el tercer piso y, nada más separarse, cada uno se desplomó sobre su cama, salvo Antoine, que pasó la noche sobre un edredón extendido en el suelo. Nada más entrar en la habitación, Mathias se quedó dormido tirado de cualquier manera sobre el colchón.
La retratista se esforzaba por terminar su dibujo. Tres veces había tenido que llamar la atención a su cliente, pero Anthony Walsh la escuchaba distraído. Mientras la joven se las veía y se las deseaba para plasmar la expresión de su rostro, éste no dejaba de volver la cabeza para observar a su hija. Un poco más lejos, Julia no apartaba los ojos de los retratos expuestos de la artista. Con la mirada ausente, parecía estar en otro lugar. Ni una sola vez desde que su padre se había sentado a posar había levantado Julia la vista del dibujo que estaba contemplando. La llamó, pero ella no le contestó.
Era casi mediodía del 9 de noviembre cuando los tres amigos se reunieron en el vestíbulo del pequeño hotel. Por la tarde descubrirían la ciudad.
Dentro de unas horas, Tomas, unas pocas horas más y te conoceré.
Su primera visita turística la dedicaron a la columna de la Victoria. Mathias opinó que era más imponente y más bonita que la de la plaza Vendóme en París, pero Antoine le recriminó que ese tipo de observación no llevaba a ningún lado. Julia les preguntó si siempre se peleaban de esa manera, y los dos chicos la miraron extrañados, sin saber de qué hablaba. La arteria comercial de Ku'Damm fue su segunda etapa. Recorrieron cien calles a pie, tomando algún tranvía cuando Julia ya no podía dar un paso más. En mitad de la tarde se recogieron ante la iglesia del Recuerdo, que los berlineses habían bautizado con el sobrenombre de «la muela cariada», porque una parte del edificio se había derrumbado bajo los bombardeos de la última guerra, dejando al lugar la forma particular que había dado pie a su apodo. La habían conservado tal cual, para que hiciera las veces de memorial.
A las seis y media de la tarde Julia y sus dos amigos estaban junto a un parque que decidieron cruzar a pie.
Un poco después, un portavoz del gobierno de Alemania Oriental pronunció una declaración que habría de cambiar el mundo, o por lo menos el final del siglo XX. Los alemanes orientales estaban autorizados a salir, eran libres de pasar a Occidente sin que ninguno de los soldados de los puestos fronterizos pudiera soltarles los perros o dispararles. ¿Cuántos hombres, mujeres y niños habían muerto durante esos tristes años de guerra fría tratando de pasar el muro de la vergüenza? Varios centenares se habían dejado la vida, abatidos por las balas de sus aguerridos guardianes.
Los berlineses eran libres de marcharse, sencillamente. Entonces un periodista le preguntó a ese portavoz cuándo entraría en vigor esa medida. Interpretando mal la pregunta que acababan de hacerle, éste contestó: «¡Ahora!»
A las ocho se difundió la información por todas las radios y las televisiones a ambos lados del Muro, un eco incesante de la increíble noticia.
Miles de alemanes del Oeste se dirigieron a los puntos de paso. Miles de alemanes del Este hicieron lo mismo. Y, en medio de esa multitud que se desbordaba hacia la libertad, dos franceses y una americana se dejaban llevar por la corriente.
A las diez y media de la noche, tanto en el Este como en el Oeste, todos habían acudido a los diferentes puestos de control. Los militares, superados por los acontecimientos, sumergidos en esas oleadas de millares de personas ansiosas de libertad, no podían hacer nada por contenerlas. En Bornheimer Strasse las barreras se levantaron, y Alemania inició el camino de la reunificación.
Ibas de un lado a otro de la ciudad, recorriendo sus calles hacia tu libertad, y yo caminaba hacia ti, sin saber ni comprender qué era esa fuerza que me impulsaba a seguir avanzando. Esa victoria no era mía, ése no era mi país, esas avenidas me eran desconocidas, y allí, la extranjera era yo. Corrí a mi vez, corrí para escapar de esa multitud que me oprimía. Antoine y Mathias me protegían; bordeamos la interminable empalizada de hormigón que pintores de la esperanza habían coloreado sin tregua. Algunos de tus conciudadanos, los que encontraban insoportables esas últimas horas de espera en los puestos de seguridad, empezaban ya a escalarlo. A ese lado del mundo, os aguardábamos, expectantes. A mi derecha, algunos abrían los brazos para amortiguar vuestra caída; a mi izquierda, otros trepaban a hombros de los más fuertes para veros acudir, prisioneros aún de vuestra tenaza de acero, durante unos metros todavía. Y nuestros gritos se mezclaban con los vuestros, para animaros, para apagar el miedo, para deciros que estábamos ahí, con vosotros. Y, de repente, yo, la americana que había huido de Nueva York, hija de una patria que había luchado contra la tuya, en medio de tanta humanidad al fin recuperada, me sentía alemana; y, en la ingenuidad de mi adolescencia, a mi vez, murmuré «
Ich bin ein Berliner
», y lloré. Lloré tanto, Tomas...
Esa noche, perdida en medio de otra multitud, entre los turistas que deambulaban por un embarcadero de Montreal, Julia lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras contemplaba un rostro dibujado a carboncillo.
Anthony Walsh no apartaba los ojos de ella. Volvió a llamarla.
—¿Julia? ¿Estás bien?
Pero su hija estaba demasiado lejos para oírlo, como si los separaran veinte años.
La muchedumbre se hacía más tumultuosa por momentos. La gente corría hacia el Muro. Algunos empezaron a golpearlo con herramientas improvisadas, como destornilladores, piedras, piolets, navajas..., medios irrisorios, pero el obstáculo tenía que ceder. Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble; uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba en Berlín. Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros. Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. ¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Ta, la, si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en los que flotaban melodías de libertad. Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche. Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, fuerte, conmovidas al reencontrarse después de veintiocho años sin verse, sin tocarse, sin respirarse. Vi a padres de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes sólo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú el alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste a la que veías tú.
—¡Julia! —gritó Anthony Walsh.
Se volvió despacio hacia él, sin acertar a decir palabra, y volvió a concentrarse en el dibujo.
Te quedaste encaramado al Muro durante largos minutos, nuestras miradas atónitas no podían separarse la una de la otra. Tenías todo ese mundo nuevo que se te ofrecía y me mirabas fijamente, como si un hilo invisible uniera nuestras miradas. Lloraba como una tonta, y tú me sonreíste. Pasaste las piernas al otro lado del Muro y saltaste, yo hice como los demás y te abrí los brazos. Caíste encima de mí, rodamos los dos sobre ese suelo, esa tierra que aún no habías pisado jamás. Me pediste perdón en alemán, y yo te dije hola en inglés. Te incorporaste y me sacudiste el polvo de los hombros, como si ese gesto te perteneciera desde siempre. Me decías palabras que yo no comprendía. Y, de vez en cuando, asentías con la cabeza. Yo me reí, porque eras ridículo, y yo más todavía. Tendiste la mano y articulaste ese nombre que yo habría de repetir tantas veces, ese nombre que no había pronunciado desde hacía tanto tiempo. Tomas.
En el muelle, una mujer la empujó, sin dignarse siquiera detenerse. Julia no le prestó atención. Un vendedor ambulante de bisutería agitó ante su rostro un collar de madera clara, pero ella negó lentamente con la cabeza, sin oír nada de los argumentos que éste le soltaba como quien recita una plegaria. Anthony le dio sus diez dólares a la retratista y se levantó. Ésta le presentó su trabajo, la expresión era exactamente la suya, la semejanza entre modelo y retrato, perfecta. Satisfecho, se llevó la mano al bolsillo y dobló la cantidad estipulada. Avanzó hacia Julia.
—Pero ¿se puede saber qué estás mirando desde hace diez minutos?
Tomas, Tomas, Tomas, había olvidado lo bien que sienta repetir tu nombre. Había olvidado tu voz, tus hoyuelos, tu sonrisa, hasta este momento en que veo un dibujo que se te parece y te trae a mi memoria. Hubiera querido que no fueras jamás a cubrir esa guerra. Si lo hubiera sabido, ese día en que me dijiste que querías ser periodista, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo, te habría dicho que no era una buena idea.
Me habrías contestado que el que expone la verdad del mundo no puede ejercer una profesión equivocada, aunque la fotografía sea cruel, sobre todo si agita las conciencias. Con una voz de pronto grave, habrías gritado que si la prensa hubiese conocido la realidad del otro lado del Muro, los que nos gobernaban habrían venido mucho antes a echarlo abajo. Pero sí que lo sabían, Tomas, conocían vuestras vidas, cada una de ellas, se pasaban el tiempo espiándolas; los que nos gobiernan no tienen el valor que tú crees que tienen, y te oigo decirme que hay que haber crecido como yo lo hice, en las ciudades en las que se puede pensar, se puede decir todo sin temor a nada, para renunciar a correr riesgos. Nos habríamos pasado la noche entera discutiendo, y la mañana siguiente, y el día siguiente. Si supieras cuánto he añorado nuestras discusiones, Tomas.
Sin argumentos, habría capitulado, como hice el día que me marché. ¿Cómo retenerte, a ti, que tanto habías echado en falta la libertad? Tenías razón tú, Tomas, ejerciste una de las profesiones más bonitas del mundo. ¿Conociste a Masud? ¿Te concedió por fin esa entrevista ahora que estáis los dos en el cielo? ¿Y valía la pena? Murió unos años después que tú. Eran miles los que seguían su cortejo fúnebre en el valle del Panshir, mientras que nadie pudo reunir los restos de tu cuerpo. ¿Cómo habría sido mi vida si esa mina no se hubiera llevado por delante tu convoy, si no hubiera tenido miedo, si no te hubiera abandonado poco tiempo antes?
Anthony apoyó la mano en el hombro de su hija.
—Pero ¿con quién estás hablando?
—Con nadie —contestó ella dando un respingo.
—Pareces obnubilada por ese dibujo, y te tiemblan los labios.
—Déjame —murmuró Julia.
Hubo un momento incómodo, frágil. Te presenté a Antoine y a Mathias, insistiendo tanto en la palabra «amigos» que la repetí seis veces para que la oyeras. Era un poco tonto, entonces no hablabas bien inglés. Quizá sí que me entendieras, sonreíste y les diste un abrazo. Mathias te apretaba fuerte y te felicitaba. Antoine se contentó con estrecharte la mano, pero estaba tan emocionado como su amigo. Nos fuimos los cuatro a recorrer la ciudad. Tú buscabas a alguien, yo pensaba que se trataba de una mujer, pero era tu amigo de infancia. Él y su familia habían logrado pasar al otro lado del Muro diez años antes, y desde entonces no habías vuelto a verlo. Pero ¿cómo encontrar a un amigo entre miles de personas que se abrazan, cantan, beben y bailan por las calles? Entonces dijiste que el mundo era grande, y la amistad, inmensa. No sé si fue por tu acento o por la ingenuidad de tu frase, pero Antoine se burló de ti; a mí en cambio esa idea me parecía deliciosa. ¿Era posible acaso que esa vida que tanto daño te había hecho hubiera preservado en ti los sueños infantiles que nuestras libertades han ahogado? Decidimos entonces ayudarte y recorrimos juntos las calles de Berlín Occidental. Avanzabas resuelto como si hiciera tiempo que os hubierais citado en algún sitio concreto. Por el camino, escrutabas cada rostro, empujabas a los viandantes, volvías la cabeza una y otra vez. El sol aún no se había levantado cuando Antoine se detuvo en mitad de una plaza y gritó: «Pero ¿se puede saber al menos cómo se llama ese tipo al que llevamos horas buscando como idiotas?» Tú no comprendiste su pregunta. Antoine gritó entonces aún más fuerte: «¡Nombre,
ñame, Vorname!»
Tú te cabreaste y contestaste gritando: «¡Knapp!» Así se llamaba el amigo al que buscabas. Entonces, Antoine, para que entendieras que no era contigo con quien estaba enfadado, se puso a gritar a su vez: «¡Knapp! ¡Knapp!»
A Mathias le entró la risa floja y se unió a él, y yo también me puse a gritar «Knapp, Knapp». Nos miraste como si estuviéramos locos y tú también te reíste a tu vez y gritaste «Knapp, Knapp», como nosotros. Casi bailábamos, cantando a voz en grito el nombre de ese amigo al que buscabas desde hacía diez años.
En medio de esa multitud gigantesca, un rostro se volvió hacia nosotros. Vi cruzarse vuestras miradas, un hombre de tu edad te observaba fijamente. Casi sentí celos.
Como dos lobos separados de la jauría que se encontraran en el claro de un bosque, permanecisteis inmóviles observándoos. Entonces Knapp dijo tu nombre: «¿Tomas?» Vuestras siluetas se veían hermosas sobre las calles adoquinadas de Berlín Occidental. Abrazaste a tu amigo. La alegría reflejada en vuestros rostros era sublime. Antoine lloraba, y Mathias lo consolaba. Si hubieran estado tanto tiempo separados, su felicidad al reencontrarse habría sido la misma, le juraba. Antoine lloraba con más fuerza diciéndole que eso era imposible, puesto que no se conocían desde hacía tanto tiempo. Tú apoyaste la cabeza en el hombro de tu mejor amigo. Viste entonces que yo te estaba mirando, la levantaste en seguida y me repetiste: «El mundo es grande, pero la amistad es inmensa», y ya no hubo manera de consolar a Antoine.
Nos sentamos en la terraza de un bar. El frío nos arañaba las mejillas, pero nos traía sin cuidado. Knapp y tú estabais un poco al margen. Diez años de vida que recuperar, hacen falta muchas palabras, a ratos, algún que otro silencio. No nos separamos en toda la noche, ni al día siguiente. La mañana después, le explicaste a Knapp que tenías que irte. No podías quedarte más tiempo. Tu abuela vivía al otro lado. No podías dejarla sola, sólo te tenía a ti. Habría cumplido cien años este invierno, espero que ella también se haya reunido contigo allí donde estés ahora. ¡Cuánto quise a tu abuela! Era tan hermosa cuando se trenzaba su largo cabello blanco antes de venir a llamar a la puerta de nuestra habitación. Le prometiste a tu amigo que volverías pronto, si las cosas no daban marcha atrás. Knapp te aseguró que las puertas no volverían a cerrarse nunca más, y tú le contestaste: «Quizá, pero si tuviéramos que esperar otros diez años para volver a vernos, seguiría pensando en ti todos los días.»