Las cosas que no nos dijimos (7 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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—¡Un zapatero! ¿Qué nos importa?

—¿Qué pasa, que tú no llevas zapatos? Gracias también por estropearme mi única noche de descanso de la semana.

—¡A tu edad, yo sólo descansaba la noche de Acción de Gracias!

—¡Ya lo sé! Y, por último, muchas gracias, aquí ya sí que te has superado, por tu culpa me he portado fatal con mi prometido.

—Yo no tengo la culpa de vuestra pelea, échasela a tu mal carácter, ¡yo no he tenido nada que ver!

—¿Que tú no has tenido nada que ver? —gritó Julia.

—Bueno, sí, quizá un poco... ¿Hacemos las paces?

—¿Por esta noche, por ayer, por tus años de silencio o por todas nuestras guerras?

—No he estado en guerra contra ti, Julia. Ausente, sí, desde luego, pero nunca hostil.

—Lo dices de broma, espero. Siempre has intentado controlarlo todo a distancia, sin ningún derecho. Pero ¿qué estoy haciendo? ¡Estoy hablando con un muerto!

—Si quieres puedes apagarme.

—Pues seguro que es lo que tendría que hacer. Volver a meterte en tu caja y devolverte a no sé qué compañía de alta tecnología.

—1-800-300 00 01, código 654.

Julia lo miró pensativa.

—Es la manera de contactar con la compañía —prosiguió él—. No tienes más que marcar ese número y comunicar el código, pueden incluso apagarme a distancia si tú no tienes el valor de hacerlo, y en menos de veinticuatro horas me quitarán de en medio. Pero piénsalo bien. ¿Cuántas personas querrían pasar unos días más con un padre o una madre que acaba de morir? No tendrás una segunda oportunidad. Tenemos seis días, ni uno más.

—¿Por qué seis?

—Es una solución que hemos adoptado para resolver un problema ético.

—¿Es decir?

—Como bien te imaginarás, un invento como éste plantea ciertas cuestiones de orden moral. Hemos considerado importante que nuestros clientes no pudieran apegarse a este tipo de máquinas, por muy perfeccionadas que estén. Ya existían varias maneras de comunicar con alguien después de muerto, tales como testamentos, libros, grabaciones sonoras o de imágenes. Digamos que aquí el procedimiento es innovador y, sobre todo, interactivo —añadió Anthony Walsh con tanto entusiasmo como si estuviera convenciendo a un posible comprador—. Se trata simplemente de ofrecer a la persona que va a morir un medio más elaborado que el papel o el vídeo para transmitir sus últimas voluntades, y, a los que siguen con vida, la oportunidad de disfrutar unos días más de la compañía del ser querido. Pero no podemos permitir que se establezca una relación afectiva con una máquina. Hemos aprendido de los intentos realizados en el pasado. No sé si lo recuerdas, pero una vez se fabricaron unos muñecos que simulaban recién nacidos, y estaban tan logrados que algunos compradores empezaron a comportarse con ellos como si fueran bebés de verdad. No queremos reproducir ese tipo de desviación. No se trata en absoluto de poder conservar en tu casa indefinidamente un clon de tu padre o de tu madre. Aunque la idea pudiera resultar tentadora.

Anthony observó la expresión dubitativa de Julia.

—Bueno, al parecer, en lo que a nosotros respecta, no es tan tentadora... El caso es que, al cabo de una semana, la batería se agota, y no hay forma alguna de recargarla. Todo el contenido de la memoria se borra, y se extinguen los últimos hálitos de vida.

—¿Y no hay posibilidad de impedirlo?

—No, se ha previsto todo. Si algún listillo tratara de acceder a la batería, la memoria se formatearía al instante. Es triste decirlo, en fin, al menos para mí, ¡pero soy como una linterna desechable! Seis días de luz y, después, el gran salto a las tinieblas. Seis días, Julia, seis diítas de nada para recuperar el tiempo perdido; tú decides.

—Desde luego, sólo podía ocurrírsete a ti una idea tan extraña. Estoy segura de que eras mucho más que un simple accionista en esa empresa.

—Si aceptas entrar en el juego, y mientras no pulses el botón del mando a distancia para apagarme, preferiría que siguieras hablando de mí en presente. Digamos que es mi pequeño capricho, si te parece bien.

—¿Seis días? Hace una eternidad que yo no me cojo seis días para mí.

—De tal palo, tal astilla, ¿verdad?

Julia fulminó a su padre con la mirada.

—¡Lo he dicho por decir, no tienes que tomártelo todo al pie de la letra! —se defendió Anthony.

—¿Y qué le voy a decir a Adam?

—Antes me ha parecido que te las apañabas muy bien para mentirle.

—No le mentía, le estaba ocultando algo, que no es lo mismo.

—Perdona, se me había escapado la sutileza del matiz. Pues no tienes más que seguir... ocultándole algo.

—¿Y a Stanley

—¿Tu amigo homosexual?

—¡Mi mejor amigo a secas!

—¡Pues eso, hablamos de la misma persona! —contestó Anthony Walsh—. Si de verdad es tu mejor amigo, tendrás que ser aún más lista.

—¿Y tú te quedarías aquí todo el día mientras yo estoy trabajando?

—Pensabas tomarte unos días de vacaciones para tu viaje de novios, ¿verdad? ¡Pues ésa es la solución!

—¿Cómo sabes que pensaba irme?

—El suelo de tu apartamento, o el techo, como prefieras, no está insonorizado. Ése es siempre el problema con las viejas casas mal reformadas.

—¡Anthony! —exclamó Julia, furiosa.

—Oh, por favor, aunque no sea más que una máquina, llámame papá, me horroriza cuando me llamas por mi nombre.

—¡Pero, maldita sea, hace veinte años que no puedo llamarte papá!

—¡Razón de más para aprovechar al máximo estos seis días! —contestó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.

—No tengo la menor idea de lo que debo hacer —murmuró Julia dirigiéndose a la ventana.

—Vete a la cama y consúltalo con la almohada. Eres la primera persona de la Tierra a la que se le ofrece la posibilidad de disfrutar de esta opción, merece la pena que lo pienses con calma. Mañana por la mañana tomarás una decisión, y sea cual sea, será la acertada. Lo peor que puede pasarte si me apagas es que llegues un poco tarde al trabajo. Tu boda te habría costado una semana de ausencia, la muerte de tu padre valdrá al menos unas pocas horas de trabajo perdidas, ¿no?

Julia observó largo rato a ese extraño padre que la miraba fijamente. De no haber sido el hombre al que siempre había tratado de conocer, le habría parecido descubrir una sombra de ternura en su mirada. Y aunque sólo fuera una copia de lo que había sido, a punto estuvo de desearle las buenas noches, pero no lo hizo. Cerró la puerta de su habitación y se tumbó en la cama.

Pasaron los minutos, transcurrió una hora, y luego otra. Las cortinas estaban abiertas, y la claridad de la noche se posaba sobre las baldas de las estanterías. Al otro lado de la ventana, la luna llena parecía flotar sobre el parquet de la habitación. Tumbada en la cama, Julia rememoraba sus recuerdos de infancia. Había vivido tantas noches como ésa, acechando el regreso de aquel que esa noche la esperaba al otro lado de la pared. Tantas noches de insomnio, en su adolescencia, cuando el viento reinventaba los viajes de su padre, describiendo mil países de maravillosas fronteras. Tantas veladas dando forma a sus sueños. No había perdido la costumbre con los años. Cuántos trazos a lápiz, cuánto había tenido que borrar para que los personajes que inventaba cobraran vida, se reunieran y satisficieran su necesidad de amor, de imagen en imagen. Desde siempre Julia sabía que, al imaginar, uno busca en vano la claridad del día, que basta renunciar un solo instante a tus sueños para que se desvanezcan, cuando están expuestos a la luz demasiado viva de la realidad. ¿Dónde está la frontera de nuestra infancia?

Una muñequita mexicana dormía junto a la estatuilla de yeso de una nutria, primer molde de una esperanza improbable que, pese a todo, se había hecho realidad. Julia se levantó y la cogió. Su intuición siempre había sido su mejor aliada, el tiempo había alimentado su universo imaginario. Entonces, ¿por qué no creer?

Dejó el juguete donde estaba, se puso un albornoz y abrió la puerta de su habitación. Anthony Walsh estaba sentado en el sofá del salón, había encendido el televisor y veía una serie de la NBC.

—Me he permitido volver a conectar el cable, ¡fíjate qué tontería, ni siquiera estaba enchufado! Siempre me ha encantado esta serie.

Julia se sentó a su lado.

—No había visto este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria —añadió su padre.

Julia cogió el mando a distancia de la tele y quitó el sonido. Anthony hizo un gesto de exasperación.

—¿Querías que habláramos? —dijo—. Pues entonces hablemos.

Se quedaron los dos en silencio durante un cuarto de hora entero.

—Estoy encantado, no había podido ver este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria —repitió Anthony Walsh, subiendo el volumen.

Esta vez, Julia apagó el televisor.

—Tienes un virus en el sistema, acabas de repetir dos veces lo mismo.

Siguió un nuevo cuarto de hora de silencio en el que Anthony Walsh no apartó los ojos de la pantalla apagada.

—La noche de uno de tus cumpleaños, creo que celebrábamos que cumplías nueve años, después de cenar los dos solos en un restaurante chino que te gustaba mucho, nos pasamos la velada entera viendo la televisión, tranquilamente. Estabas tumbada sobre mi cama, e incluso cuando terminó la programación, tú seguiste contemplando la nieve que parpadeaba en la pantalla; no puedes acordarte, eras demasiado pequeña. Al final te quedaste dormida hacia las dos de la mañana. Quise llevarte a tu habitación, pero agarrabas con tanta fuerza la almohada cosida al cabecero de mi cama que no pude separarte de ella. Estabas tumbada en diagonal en la cama y ocupabas todo el espacio. Entonces me acomodé en la butaca, frente a ti, y me pasé toda la noche mirándote. No, no creo que te acuerdes, sólo tenías nueve años.

Julia no decía nada. Anthony Walsh volvió a encender el televisor.

—¿De dónde sacarán estas historias? Hace falta mucha imaginación. ¡Es algo que nunca dejará de fascinarme! Lo más curioso es que siempre acabas encariñándote con la vida de estos personajes.

Julia y su padre permanecieron allí, sentados uno al lado del otro, sin decir nada más. Cada uno tenía la mano apoyada junto a la del otro, y ni una sola vez se acercaron, ni pronunciaron una sola palabra que viniera a alterar la quietud de esa noche tan especial. Cuando las primeras luces del alba entraron en la estancia, Julia se levantó, aún en silencio, cruzó el salón y, ya en el umbral de su habitación, se volvió.

—Buenas noches.

6

En la mesita de noche, el radiodespertador indicaba ya las nueve. Julia abrió los ojos y saltó de la cama.

—¡Mierda!

Se precipitó al cuarto de baño, golpeándose el pie contra el marco de la puerta.

—Ya es lunes —rezongó—. ¡Vaya noche!

Descorrió la cortina de la ducha, se metió en la bañera y dejó que el agua cayera mucho rato sobre su piel. Poco después, mientras se lavaba los dientes, contemplando su rostro en el espejo encima del lavabo, le entró un ataque de risa. Se puso una toalla alrededor del cuerpo, se enrolló otra en la cabeza a modo de turbante y se decidió a ir a prepararse el té de la mañana. Mientras cruzaba la habitación se prometió que nada más desayunar llamaría a Stanley. Tenía cierto riesgo revelarle sus delirios nocturnos, seguramente querría arrastrarla a la fuerza al diván de un psicoanalista. Era inútil resistirse, no aguantaría ni medio día sin llamarlo o sin acercarse a visitarlo. Una pesadilla tan rocambolesca merecía que se la contara a su mejor amigo.

Con una sonrisa en los labios fue a abrir la puerta de su habitación, que daba al salón, cuando un ruido de cubiertos la sobresaltó.

Su corazón empezó a latir de nuevo a toda velocidad. Abandonando las dos toallas sobre el parquet, se puso a toda prisa un vaquero y un polo, se peinó un poco, volvió al cuarto de baño y decidió delante del espejo que una sombrita de maquillaje no podía hacerle ningún daño. Luego entreabrió la puerta del salón, asomó la cabeza y murmuró, inquieta:

—¿Adam? ¿Stanley?

—Ya no sé si tomas té o café, así que he hecho café —dijo su padre desde la cocina, enseñándole una cafetera humeante que blandía con un gesto de triunfo—. ¡Fuertecito, como a mí me gusta! —añadió, jovial.

Julia miró la vieja mesa de madera; estaba puesto su cubierto. Dos tarros de mermelada formaban una diagonal perfecta con el tarro de miel. Un poco más lejos, la mantequillera jugaba a describir un ángulo recto con el paquete de cereales. Un cartón de leche se erguía muy tieso ante el azucarero.

—¡Para!

—Pero ¿qué he hecho ahora?

—Deja ya de jugar a ser el padre perfecto. Nunca me habías preparado el desayuno, no vas a empezar ahora que has...

—¡No, nada de hablar en pasado! Es la norma que nos hemos impuesto. Todo se expresa en presente... El futuro es un lujo que no podemos permitirnos.

—¡Es la norma que has impuesto tú! Y yo lo que desayuno es té.

Anthony le sirvió café en una taza.

—¿Quieres leche? —quiso saber.

Julia abrió el grifo del fregadero y llenó el hervidor eléctrico.

—Bueno, ¿qué?, ¿has tomado una decisión? —preguntó Anthony Walsh sacando dos rebanadas de pan del tostador.

—Si el objetivo era que habláramos, nuestra velada de anoche no fue muy lograda —contestó Julia con voz dulce.

—Pues a mí me gustó mucho ese momento que pasamos juntos, ¿a ti no?

—No fue cuando cumplí nueve años, sino diez. El primer fin de semana sin mamá. Era domingo, la habían hospitalizado el jueves. El restaurante chino se llamaba Wang, cerró el año pasado. El lunes por la mañana temprano, mientras yo aún dormía, hiciste la maleta y te marchaste al aeropuerto sin despedirte de mí.

—¡Tenía una cita en Seattle a primera hora de la tarde! Ah, no, creo que era en Boston. Caramba, ya no me acuerdo... Volví el jueves..., ¿o fue el viernes?

—¿De qué sirve todo esto? —preguntó Julia sentándose a la mesa.

—Con dos frasecitas de nada ya nos hemos dicho muchas cosas, ¿no te parece? Tu té nunca estará listo si no aprietas el botón del hervidor.

Julia olisqueó la taza que tenía ante sí.

—Creo que no he tomado café en toda mi vida —dijo mojando los labios en el brebaje.

—Entonces ¿cómo puedes saber que no te gusta? —preguntó Anthony Walsh mirando a su hija beberse la taza de un tirón.

—¡Porque sí! —repuso ella con una mueca, dejando la taza en la mesa.

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