Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
Mientras Anthony Walsh bajaba el equipaje de ambos, Julia dio una última vuelta por el apartamento. Miró el marco de plata sobre la chimenea, volvió la fotografía de su padre de cara a la pared y cerró la puerta al salir.
Una hora más tarde, la limusina tomaba la salida de la autopista que llevaba a las terminales del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.
—Podríamos haber cogido un taxi —dijo Julia mirando por la ventanilla los aviones estacionados en la pista.
—Sí, pero convendrás conmigo en que estos coches son mucho más cómodos. Ya que he recuperado en tu casa mis tarjetas de crédito, y como he creído comprender que no te interesaba mi herencia, déjame el privilegio de despilfarrarla yo mismo. Si supieras la cantidad de tipos que se han pasado la vida amasando dinero y que soñarían con poder, como yo, gastarlo después de muertos, ¡si lo piensas bien, es un lujo inaudito! Anda, Julia, borra esa expresión de mal humor de tu cara. Volverás a ver a Adam dentro de unos días y estará más enamorado que cuando te fuiste. Aprovecha al máximo estos pocos momentos con tu padre. ¿Cuándo fue la última vez que nos marchamos juntos?
—Yo tenía siete años, mamá aún vivía, y nos pasamos las dos las vacaciones en una piscina mientras tú pasabas las tuyas en la cabina telefónica del hotel arreglando tus asuntos —contestó Julia, bajando de la limusina que acababa de aparcar junto a la acera.
—¡No es culpa mía si aún no existían los móviles! —exclamó Anthony Walsh abriendo la puerta del coche.
La terminal internacional estaba abarrotada. Anthony hizo un gesto de exasperación y se unió a la larga fila de pasajeros que serpenteaba hasta los mostradores de facturación. Una vez obtenidas las tarjetas de embarque —valiosos salvoconductos adquiridos a costa de una larga espera—, había que repetir todo el proceso, esta vez para pasar los controles de seguridad.
—Mira lo nerviosa que está toda esta gente, mira cómo la incomodidad estropea el placer de viajar. Pero cómo culparlos, cómo no ceder a la impaciencia cuando te obligan a estar de pie durante horas, unos cargando con los hijos en brazos y otros con el peso de la edad. ¿De verdad crees que esa joven que está delante de nosotros en la cola habrá escondido explosivos en los potitos de su bebé? ¡Compota de albaricoques y ruibarbo a la dinamita!
—¡Todo es posible, créeme!
—¡Vamos, un poco de sentido común! Pero ¿dónde están ahora esos caballeros ingleses que tomaban el té mientras bombardeaban sus ciudades?
—Habrán muerto en esos bombardeos... —murmuró Julia, avergonzada de que Anthony hablara tan fuerte—. Desde luego, sigues siendo el mismo cascarrabias de siempre. Por otro lado, si le explicara al policía que el hombre con el que viajo no es exactamente mi padre y le detallara las sutilezas de nuestra situación, quizá éste tuviera derecho a perder un poco de su sentido común, ¿no te parece? ¡Porque yo el mío lo dejé en una caja de madera en mitad de mi salón!
Anthony se encogió de hombros y avanzó, ya le tocaba a él pasar por debajo del arco detector de metales. Julia pensó en la última frase que acababa de pronunciar y lo llamó al instante, reflejando en su voz la urgencia de la situación.
—Ven —dijo, presa casi del pánico—. Vámonos de aquí, el avión ha sido una idea estúpida. Alquilemos un coche, yo conduciré, dentro de seis horas estaremos en Montreal, y te prometo que hablaremos durante el camino. En coche se habla mucho mejor, ¿no?
—¿Qué te pasa, Julia, qué te da tanto miedo?
—Pero ¿es que no lo entiendes? —le susurró al oído—. No durarás ni dos segundos debajo de ese arco. Eres pura electrónica, a tu paso por ese control, los detectores desatarán todas las alarmas. Los policías se te echarán encima, te van a detener, a registrar, te radiografiarán de los pies a la cabeza y luego te harán pedazos para entender cómo es posible un prodigio tecnológico así.
Anthony sonrió y avanzó hacia el agente del control. Abrió su pasaporte, desdobló una carta guardada entre las páginas del documento y se la tendió.
El agente la leyó, llamó a su superior y le pidió a Anthony que se apartara a un lado. El jefe del control se informó a su vez del contenido de la carta y adoptó una actitud de lo más reverencial. Llevaron a Anthony Walsh a un lado del control, lo palparon con infinita cortesía y, nada más terminar el cacheo, le dieron permiso para circular.
Julia tuvo que plegarse al procedimiento impuesto al resto de los pasajeros. Le hicieron quitarse los zapatos y el cinturón. Le confiscaron la horquilla con la que se sujetaba el pelo —la juzgaron demasiado larga y puntiaguda— y un cortaúñas olvidado en su neceser, pues la lima que lo acompañaba medía más de dos centímetros de largo. El supervisor la regañó por saltarse las normas.
¿Acaso no indicaban los carteles, en letras bien grandes, la lista de objetos prohibidos a bordo de los aviones? Ella se aventuró a responder que sería más sencillo poner los que sí estaban permitidos, y entonces el agente adoptó un tono de sargento de batallón para preguntarle si tenía algún problema con el reglamento en vigor. Julia le aseguró que en absoluto, faltaban cuarenta y cinco minutos para que despegara su vuelo, de modo que no esperó la reacción de su interlocutor para recuperar su bolsa y corrió a reunirse con Anthony, que la observaba desde lejos con aire burlón.
—¿Se puede saber por qué te ha correspondido este trato de favor?
Anthony blandió la carta que sostenía aún en la mano y se la entregó, divertido, a su hija.
—¿Llevas un marcapasos?
—Desde hace diez años, querida.
—¿Por qué?
—Porque tuve un infarto y mi corazón necesitaba algo de ayuda.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Si te dijera que ocurrió el día del aniversario de la muerte de tu madre, me reprocharías una vez más mi lado teatral.
—¿Por qué no lo he sabido nunca?
—¿Quizá porque estabas demasiado ocupada viviendo tu vida?
—Nadie me avisó.
—Para eso habría que haber sabido cómo dar contigo... ¡Bueno, pero qué importa ya! Los primeros meses estaba furioso por tener que llevar un aparato. ¡Cuando pienso que hoy todo yo soy un aparato! ¿Nos vamos? Si no terminaremos por perder el avión —dijo Anthony Walsh, consultando la pantalla con los horarios—. Vaya, anuncian una hora de retraso. ¡Parece mucho pedir que los aviones sean puntuales!
Julia aprovechó el tiempo que quedaba para ir a explorar los estantes de un quiosco de prensa. Escondida tras un expositor, miraba a Anthony sin que éste se diera cuenta. Sentado en la sala de embarque, con la mirada fija en las pistas de despegue, observaba la lejanía, y, por primera vez, Julia tuvo la sensación de que echaba de menos a su padre. Se volvió para llamar a Stanley.
—Estoy en el aeropuerto —dijo hablando en voz baja.
—¿Te falta poco para despegar? —le contestó su amigo con una voz casi tan inaudible como la suya.
—¿Hay gente en la tienda, te molesto?
—¡Te iba a hacer la misma pregunta!
—No, hombre, ¿no ves que te estoy llamando yo? —replicó Julia.
—Entonces, ¿por qué hablas en voz baja?
—No me había dado cuenta.
—Deberías venir a visitarme más a menudo, me traes suerte: he vendido el reloj del siglo XVIII justo una hora después de que te marcharte tú. Hacía dos años que lo tenía y no conseguía quitármelo de encima.
—Si de verdad era del siglo XVIII, poco le importaba esperar dos años.
—Él también sabía mentir bien. No sé con quién estás ni quiero saberlo, pero no me tomes por tonto, es algo que me horroriza.
—¡Te aseguro que no es en absoluto lo que crees!
—¡La fe es un asunto de religión, querida!
—Te voy a echar de menos, Stanley.
—Aprovecha bien estos pocos días: ¡los viajes que uno hace de joven lo marcan para toda la vida!
Y colgó sin dejarle a Julia la más mínima oportunidad de tener la última palabra. Una vez interrumpida la comunicación, Stanley miró su teléfono y añadió:
—Márchate con quien quieras pero no vayas a enamorarte de un canadiense que te retenga en su país. ¡Un solo día sin ti se me hace largo, y ya estoy empezando a aburrirme!
A las 17.30 horas, el vuelo de American Airlines 4742 tomaba tierra en la pista del aeropuerto Pierre Trudeau de Montreal. Pasaron la aduana sin problemas. Un coche los esperaba en la puerta. No había mucho tráfico en la autopista, y, media hora más tarde, atravesaban ya la zona de negocios de la ciudad. Anthony señaló una alta torre de cristal.
—La he visto construir —suspiró—. Tiene tu misma edad.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Puesto que le tienes un cariño especial a esta ciudad, te dejo un recuerdo en ella. Un día, pasearás por aquí y sabrás que tu padre pasó varios meses de su vida trabajando en esta torre. Esta calle te resultará menos anónima.
—Lo recordaré —dijo Julia.
—¿No me preguntas lo que hacía allí?
—Negocios, supongo...
—Oh, no; en aquella época, me contentaba con despachar en un pequeño quiosco de prensa. No creas que eres rica desde que naciste. La fortuna llegó más tarde.
—¿Y lo del quiosco duró mucho? —preguntó Julia, asombrada.
—Un día se me ocurrió vender también bebidas calientes. ¡Y entonces se puede decir que entré en el mundo de los negocios! —prosiguió Anthony con los ojos brillantes—. La gente se precipitaba hacia el edificio, congelada por el viento que empieza a soplar desde el final del otoño y no se agota hasta la primavera. Deberías haberlos visto abalanzarse sobre los cafés, los chocolates y los tés calientes que vendía... al doble del precio del mercado.
—¿Y después?
—Después añadí bocadillos al menú. Tu madre los preparaba desde el amanecer. La cocina de nuestro apartamento se transformó rápidamente en un auténtico laboratorio.
—¿Vivisteis en Montreal, mamá y tú?
—Vivíamos rodeados de lechugas, de lonchas de jamón y de papel celofán. Cuando empecé a ofrecer un servicio de distribución por las plantas de la torre y de otra que acababan de construir justo al lado, tuve que contratar a mi primer empleado.
—¿Quién era?
—¡Tu madre! Ella se ocupaba del quiosco mientras yo repartía los pedidos.
»Era tan guapa que los clientes hacían hasta cuatro pedidos al día sólo para verla. Cuánto nos divertíamos por aquel entonces. Cada comprador tenía su ficha, y tu madre se acordaba de todas las caras. El contable del despacho 1407 estaba enamorado de ella, sus bocadillos tenían relleno doble; al director de personal de la undécima planta le reservábamos el fondo de los tarros de mostaza y las hojas de lechuga marchitas, tu madre lo tenía en el bote.
Llegaron a la puerta de su hotel. El mozo de las maletas los acompañó hasta la recepción.
—No tenemos reserva —dijo Julia, tendiéndole su pasaporte al encargado.
El hombre comprobó en su ordenador las habitaciones disponibles y tecleó el apellido.
—Sí, sí que tienen una habitación, ¡y qué habitación!
Julia lo miró asombrada mientras Anthony retrocedía unos pasos.
—¡Los señores Walsh... Coverman! —exclamó el recepcionista—. Y, si no me equivoco, se quedan con nosotros toda la semana.
—¿No se te habrá ocurrido hacer esto? —le dijo Julia a su padre en voz baja, mientras éste adoptaba un aire de lo más inocente.
El recepcionista lo salvó al interrumpirlos.
—Tienen la suite... —y, al constatar la diferencia de edad que separaba al señor Walsh de la señora Walsh, añadió con una ligera inflexión en la voz— nupcial.
—¡Podrías haber elegido otro hotel! —le dijo Julia al oído a su padre.
—¡No tuve más remedio! —se justificó Anthony—. Tu futuro marido había optado por un paquete, vuelo más hotel. Y eso que hemos tenido suerte, no eligió media pensión. Pero te prometo que no le costará nada, lo cargaremos todo en mi tarjeta de crédito. ¡Eres mi heredera, así que invitas tú! —dijo riendo.
—¡No era eso lo que me preocupaba!
—¿Ah, no? ¿Y qué, entonces?
—¿La suite... nupcial?
—No hay motivo para preocuparse, eso lo comprobé con la chica de la agencia, la suite se compone de dos habitaciones unidas por un salón, en la última planta del hotel. No tendrás vértigo, espero...
Y mientras Julia sermoneaba a su padre, el recepcionista le entregó la llave, deseándole una feliz estancia.
El mozo de las maletas los condujo a los ascensores. Julia retrocedió y se precipitó hacia el recepcionista.
—¡No es en absoluto lo que imagina! ¡Se trata de mi padre!
—Pero si yo no imagino nada, señora —contestó éste, incómodo.
—¡Sí, claro que sí, pero sepa que se equivoca!
—Señorita, puedo garantizarle que he visto de todo en este trabajo —dijo inclinándose por encima del mostrador para que nadie pudiera oír su conversación—. ¡Soy una tumba! —aseguró, esforzándose por adoptar un tono tranquilizador.
Y cuando ya Julia se disponía a responderle con un buen corte, Anthony la cogió del brazo y la arrastró a la fuerza lejos de la recepción.
—¡Te preocupa demasiado lo que los demás piensan de ti!
—¿Y eso a ti qué más te da?
—Pierdes un poco de tu libertad y mucho de tu sentido del humor. Ven, ¡el mozo está sujetando las puertas del ascensor y no somos los únicos en querer desplazarnos en este hotel!
La suite era tal y como Anthony la había descrito. Las ventanas de las dos habitaciones, separadas por un saloncito, se erguían sobre el casco viejo de la ciudad. Nada más dejar su bolsa encima de la cama, Julia tuvo que ir a abrir la puerta. Un mozo esperaba detrás de una mesa con ruedas sobre la que reposaban una botella de champán en su cubo con hielo, dos copas y una caja de bombones.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
—Un obsequio del hotel, señora —contestó el empleado—.Con este servicio el hotel quiere dar la enhorabuena a las «jóvenes parejas de recién casados».
Julia le lanzó una mirada furibunda mientras se apoderaba de la notita que habían dejado también sobre el mantel. El director del hotel agradecía a los señores Walsh-Coverman el haber elegido su establecimiento para celebrar su luna de miel. Todo el personal estaba a su disposición para hacer inolvidable su estancia. Julia rasgó la nota, dejó los pedazos delicadamente sobre la mesa con ruedas y le cerró la puerta en las narices al mozo.
—¡Pero, señora, está incluido en la tarifa de su habitación! —oyó Julia desde el pasillo.