Durante los años siguientes, los frany y, ante todo, los mogoles dirigidos por Abaga, hijo y sucesor de Hulagu, van a organizar varias incursiones en Siria, pero siempre los rechazarán. Y cuando muere Baybars, envenenado, en julio de 1277, las posesiones francas en Oriente no son más que un rosario de ciudades costeras rodeadas por doquier por el imperio mameluco. Su poderosa red de fortalezas está totalmente desmantelada y la tregua de que disfrutaron en tiempos de los ayyubíes ha concluido definitivamente: su expulsión resulta inevitable.
Sin embargo, no corre prisa. La tregua que ha concedido Baybars, la renueva en 1283 Qalaun, el nuevo sultán mameluco. Éste no manifiesta hostilidad alguna hacia los frany. Declara que está dispuesto a garantizar su presencia y su seguridad en Oriente a condición de que renuncien, cada vez que se produzca una invasión, a desempeñar el papel de auxiliares de los enemigos del Islam. El texto del tratado que le propone al reino de Acre constituye un intento único de este hábil e inteligente administrador para «regularizar» la situación de los frany.
Si un rey franco saliere de Occidente —dice el texto— para venir a atacar las tierras del sultán o de su hijo, el regente del reino y los grandes maestres de Acre tendrían la obligación de informar al sultán dos meses antes de su llegada. Si desembarcare en Oriente cuando hubieran transcurrido estos dos meses, el regente del reino y los grandes maestres de Acre quedarían libres de toda responsabilidad en este asunto.
Si llegare un enemigo de tierras de los mogoles o de otras cualesquiera, aquella de ambas partes que lo supiera antes tendría que avisar a la otra. Si tal enemigo —¡Dios no lo quiera!— marchase contra Siria y las tropas del sultán se retirasen ante él, los dirigentes de Acre podrían entablar conversaciones con este enemigo para salvar a sus súbditos y sus territorios.
La tregua, firmada en mayo de 1283
para diez años, diez meses, diez días y diez horas, abarca a todos los países francos del litoral, es decir, la ciudad de Acre con sus huertos, sus terrenos, sus molinos, sus viñas y las setenta y tres aldeas que de ella dependen; la ciudad de Haifa, sus viñas, sus huertos y las siete aldeas que van unidas a ella… En lo referente a Saida, el castillo y la ciudad, las viñas y el alfoz son de los frany así como las quince aldeas que de ella dependen, con la llanura que las rodea, sus ríos, sus arroyos, sus fuentes, sus huertos, sus molinos, sus canales y sus diques que sirven desde hace mucho para el riego de sus tierras
. La enumeración es larga y minuciosa para evitar cualquier litigio. Se ve, sin embargo, que el conjunto del territorio franco es irrisorio: una franja costera larga y estrecha que no se parece en nada a la antigua y temible potencia regional que constituían antaño los frany. Cierto es que los lugares mencionados no representan el conjunto de las posesiones francas. Tiro, que se ha separado del reino de Acre, pacta un acuerdo diferente con Qalaun. Más al norte, ciudades como Trípoli o Lataquia quedan excluidas de la tregua.
Es también el caso de la fortaleza de Marqab que depende de la orden de los Hospitalarios, «al-osbitar». Esos monjes soldados se han puesto de parte de los mogoles e incluso han llegado a combatir a su lado en un nuevo intento de invasión en 1281, cosa que Qalaun está decidido a hacerles pagar. En la primavera de 1285 —nos dice Ibn Abd-el-Zaher—,
el sultán preparó en Damasco máquinas de sitio. Hizo venir de Egipto grandes cantidades de flechas y armas de todo tipo que distribuyó entre los emires. También hizo preparar artefactos de hierro y tubos lanzallamas como no existen otros más que en los «majacen» —almacenes y «dar-al-sinaa», el arsenal del sultán. Enrolaron también a expertos artificieros y rodearon Marqab de un cinturón de catapultas, tres de las cuales eran de tipo «franco» y cuatro de tipo «diablo». El 25 de mayo, las alas de la fortaleza están tan profundamente minadas que los defensores capitulan. Qalaun los autoriza a que se vayan sanos y salvos hacia Trípoli llevándose todos sus efectos personales
.
Una vez más los aliados de los mogoles han sufrido un castigo sin que éstos hayan podido intervenir. Aunque hubieran tenido intención de reaccionar, las cinco semanas que duró el asedio habrían sido insuficientes para organizar una expedición desde Persia. Sin embargo, en este año de 1285, los tártaros están más decididos que nunca a reanudar su ofensiva contra los musulmanes. Su nuevo jefe, el ilkán Arghun, nieto de Hulagu, ha asumido como propio el más caro sueño de sus antecesores: realizar una alianza con los occidentales para coger al sultanato mameluco en una tenaza. Se establecen entonces contactos muy regulares entre Tabriz y Roma para organizar una expedición común o, cuando menos, concertada. En 1289, Qalaun presiente el inminente peligro, pero sus agentes no consiguen proporcionarle informaciones concretas. Sobre todo ignora que se les acaba de proponer por escrito al papa y a los principales reyes de Occidente un minucioso plan de ataque, elaborado por Arghun. Se conserva una de estas cartas dirigidas al soberano francés, Felipe IV el Hermoso. El jefe mogol propone en ella comenzar la invasión de Siria en la primera semana de enero de 1291; prevé que Damasco caerá a mediados de febrero y que, poco después, tomarán Jerusalén.
Sin acabar de adivinar lo que se está tramando, Qalaun está cada vez más preocupado. Teme que los invasores del este o del oeste hallen en las ciudades francas una cabeza de puente que facilite su penetración. Pero aunque está convencido de que la presencia de los frany constituye una permanente amenaza para la seguridad del mundo musulmán, se niega a mezclar a los habitantes de Acre con los de la mitad norte de Siria, que se han mostrado abiertamente favorables al invasor mogol. Sea como fuere, el sultán, que es hombre de palabra, no puede atacar Acre, protegida por el tratado de paz durante cinco años, así que decide atacar Trípoli. Su poderoso ejército se reúne en marzo de 1289 ante las murallas de la ciudad que el hijo de Saint-Gilles conquistara ciento ochenta años antes.
Entre las decenas de miles de combatientes del ejército musulmán se halla Abul-Fida, un joven emir de dieciséis años. Es descendiente de la dinastía ayyubí, pero se ha convertido en vasallo de los mamelucos y reinará unos años después en la pequeña ciudad de Hama donde dedicará la mayor parte del tiempo a leer y a escribir. Resulta interesante, ante todo, la obra de este historiador, que es también geógrafo y poeta, por el relato que nos ofrece de los últimos años de la presencia franca en Oriente, puesto que Abul-Fida se halla presente, con la mirada atenta y con la espada desenvainada, en todos los campos de batalla.
El mar —comenta— rodea la ciudad de Trípoli y, por tierra, sólo se la puede atacar por el lado este, a través de un paso estrecho. Tras haberla sitiado, el sultán puso frente a ella gran número de catapultas de todos los tamaños y le impuso un riguroso bloqueo.
Tras un mes largo de combates, la ciudad cae, el 27 de abril, en manos de Qalaun.
Las tropas musulmanas penetraron por la fuerza —añade Abul-Fida que en modo alguno intenta disimular la verdad—. La población se retiró hacia el puerto. Allí, algunos escaparon en barco, pero la mayoría de los hombres murieron; capturaron a las mujeres y a los niños y los musulmanes recogieron un inmenso botín.
Cuando los invasores hubieron acabado de matar y saquear, se derruyó la ciudad por orden del sultán y se arrasaron sus cimientos.
A poca distancia de Trípoli había, en medio del mar, un islote con una iglesia. Después de la toma de la ciudad, muchos frany se refugiaron allí con sus familias. Pero las tropas musulmanas se arrojaron al mar, llegaron a nado hasta aquel islote, mataron a todos los hombres que se habían refugiado en él y se llevaron a las mujeres y a los niños con el botín. Después de la carnicería, fui yo a la isla con una barca, pero no pude permanecer allí, tan fuerte era el hedor de los cadáveres.
El joven ayyubí, convencido de la grandeza y de la magnanimidad de sus antepasados, no puede por menos de escandalizarse de esas matanzas inútiles, pero sabe que los tiempos han cambiado.
Es curioso que la expulsión de los frany transcurra en un clima que recuerda al que había caracterizado su llegada, casi dos siglos antes. Las matanzas de Antioquía de 1268 parecen una repetición de las de 1098 y el ensañamiento con Trípoli lo van a presentar los historiadores árabes de los siglos siguientes como una tardía respuesta a la destrucción, en 1109, de la ciudad de los Banu Animar. Sin embargo, será en la batalla de Acre, la última gran batalla de las guerras francas, donde la revancha se convertirá realmente en el tema dominante de la propaganda mameluca.
Inmediatamente después de la victoria, los oficiales de Qalaun empezarán a acosarlo. Ya está claro, afirman, que ninguna ciudad franca puede resistir al ejército mameluco y que hay que atacar en el acto sin esperar a que Occidente, alarmado por la caída de Trípoli, organice una nueva expedición a Siria. ¿No sería necesario acabar de una vez para siempre con lo que queda del reino franco? Pero Qalaun se niega a ello: ha firmado una tregua y no piensa faltar a su palabra. ¿No podría entonces —insisten los que le rodean— pedir a los doctores de la ley que decíaren nulo el tratado con Acre, procedimiento que con tanta frecuencia utilizaron los frany en el pasado? Al sultán le desagrada la idea, recuerda a sus emires que ha jurado, en el acuerdo firmado en 1283, no recurrir a consultas jurídicas para romper la tregua. No —confirma Qalaun—, se apoderará de todos los territorios francos que no están protegidos por el tratado pero nada más. Manda una embajada a Acre para volver a asegurar al último de los reyes francos, Enrique, «soberano de Chipre y de Jerusalén», que respetará sus compromisos. A mayor abundamiento, decide renovar la famosa tregua por otros diez años a partir de julio de 1289 y anima a los musulmanes a que utilicen Acre para sus intercambios comerciales con Occidente. Durante los meses siguientes, el puerto palestino vive, de hecho, una intensa actividad. Los comerciantes damascenos llegan a cientos y se instalan en las numerosas posadas próximas a los zocos, realizando fructuosas transacciones con los comerciantes venecianos o con los ricos Templarios que se han convertido en los principales banqueros de Siria. Por otra parte, miles de campesinos árabes, procedentes sobre todo de Galilea, acuden a la metrópoli franca para dar salida a sus cosechas. Tal prosperidad les resulta provechosa a todos los Estados de la región y, en particular, a los mamelucos. Dado que las corrientes de intercambio con el este llevan muchos años dificultadas por la presencia mogola, las pérdidas sólo pueden compensarse con un desarrollo del comercio mediterráneo.
Para los dirigentes francos más realistas el nuevo papel que desempeña su capital, el de una gran sucursal comercial que garantiza la unión entre dos mundos, representa una ocasión inesperada de supervivencia en una región donde ya no tienen ninguna oportunidad de desempeñar un papel hegemónico; sin embargo no todos piensan así: algunos aún esperan provocar en Occidente una movilización religiosa suficiente para organizar nuevas expediciones militares contra los musulmanes. Inmediatamente después de la caída de Trípoli, el rey Enrique ha enviado mensajeros a Roma para pedir refuerzos, de forma tal que en pleno verano de 1290 llega al puerto de Acre una imponente flota que inunda la ciudad de miles de combatientes francos fanatizados. Los habitantes observan con desconfianza a esos occidentales borrachos que van haciendo eses, con catadura de bandidos, y que no obedecen a ningún jefe.
Transcurridas pocas horas comienzan los incidentes. Asaltan por las calles a unos mercaderes damascenos, los desvalijan y los dejan por muertos. Las autoridades consiguen restablecer el orden a duras penas pero, a fines de agosto, la situación se deteriora. Tras un banquete acompañado de copiosas libaciones, los recién llegados se dispersan por las calles, acosan y luego degüellan sin piedad a todo aquel que lleva barba. Numerosos árabes, apacibles mercaderes o campesinos, tanto cristianos como musulmanes, perecen de este modo, los demás huyen para ir a contar lo que acaba de suceder.
Qalaun se enfurece. ¿Para llegar a esto ha renovado la tregua con los frany? Sus emires lo empujan a actuar en el acto, pero, como hombre de estado responsable, no quiere dejarse dominar por la ira. Envía a Acre una embajada para pedir explicaciones y, ante todo, para exigir que le entreguen a los asesinos para castigarlos. Los frany se encuentran divididos: una minoría recomienda que se acepten las condiciones del sultán para evitar una nueva guerra; los demás se niegan y llegan a contestar a los emisarios de Qalaun que los propios mercaderes musulmanes han sido los responsables de la matanza, pues uno de ellos intentó seducir a una mujer franca.
Qalaun ya no duda. Reúne a sus emires y les anuncia su decisión de terminar, de una vez para siempre, con una ocupación franca que ya ha durado demasiado. Los preparativos comienzan en el acto. Se convoca a los vasallos por todo el sultanato para tomar parte en esta última batalla de la guerra santa.
Antes de que el ejército salga de El Cairo, Qalaun jura sobre el Corán que no volverá a soltar las armas hasta que no expulse al último franco. El juramento es tanto más impresionante cuanto que el sultán es a la sazón un débil anciano; aunque no se sepa su edad con exactitud, es probable que tenga en ese momento más de setenta años. El 4 de noviembre de 1290, el impresionante ejército mameluco se pone en marcha, al día siguiente el sultán cae enfermo, manda a los emires que vayan junto a su lecho, les hace jurar obediencia a su hijo Jalil y pide a éste que se comprometa, como él, a llevar hasta el final la campaña contra los frany. Qalaun muere menos de una semana después, venerado por sus súbditos como un gran soberano.
La desaparición del sultán sólo retrasará unos meses la última ofensiva contra los frany; ya en marzo de 1291, Jalil sale de nuevo para Palestina al frente de su ejército. Numerosas fuerzas sirias se le unen a principios de mayo en la llanura que rodea Acre. Abul-Fida, que cuenta entonces dieciocho años, participa en la batalla con su padre; incluso se le ha encomendado una responsabilidad, pues tiene a su cargo una temible catapulta llamada «la Victoriosa», que ha habido que transportar desmontada desde Hosn-el-Akrad hasta las proximidades de la ciudad franca.
Los carros eran tan pesados que el transporte nos llevó más de un mes, siendo así que, en circunstancias normales habrían bastado ocho días. Cuando llegamos, habían muerto de agotamiento y de frío casi todos los bueyes que tiraban de los carros.
El combate empezó en seguida —prosigue nuestro cronista—. Nosotros, los de Hama, estábamos situados, como de costumbre, en el extremo derecho del ejército. Estábamos a la orilla del mar, desde donde nos atacaban embarcaciones francas coronadas por torrecillas cubiertas de madera y forradas de pieles de búfalo, desde donde el enemigo disparaba sobre nosotros con arcos y ballestas. Teníamos, pues, que combatir en dos frentes: contra la gente de Acre que teníamos delante y contra su flota. Habíamos sufrido grandes pérdidas cuando un navío franco que transportaba una catapulta comenzó a lanzar trozos de roca contra nuestras tiendas. Pero una noche se levantó un fuerte viento, el barco se puso a cabecear, sacudido por las olas, de forma tal que la catapulta se hizo pedazos. Otra noche, un grupo de frany efectuó una salida inesperada y avanzó hasta nuestro campamento; pero, en la oscuridad, algunos de ellos tropezaron con las cuerdas que sujetan las tiendas; un caballero cayó en el foso de las letrinas y se mató. Nuestras tropas se recuperaron, atacaron a los frany por todas partes y los obligaron a retroceder hacia la ciudad tras haber dejado varios muertos sobre el terreno. Al día siguiente, por la mañana, mi primo al-Malik al-Muzafar, señor de Hama, mandó atar las cabezas de los frany muertos al cuello de los caballos que habíamos capturado y se las presentó al sultán.