Authors: Alexander Lernet Holenia
»Pero las cosas ocurrieron de modo diferente.
»La humanidad había imaginado que el acontecimiento que habría de poner fin a su existencia sería diferente. Se creía, por ejemplo, que en un determinado momento un cometa destruiría el globo terrestre; se creía que otra estrella podría chocar con la tierra o que la luna se precipitaría sobre nuestro planeta. O bien que un paulatino enfriamiento de la tierra haría cesar toda vida, y tal vez se pensaba en un segundo diluvio. Sólo después volvieron los hombres a presentir lo que habían presentido en un principio: que el fuego, el elemento creador y primigenio, era el que habría de aniquilarlos.
»Pero incluso esto le parecía a casi todo el mundo infinitamente remoto.
»Corría, pues, el verano, un verano muy cálido, de suerte que al principio a nadie llamó la atención el que (a pesar de que, desde hacía ocho días, las circunstancias no habían variado) el calor alcanzara un grado de elevación extraordinario, aunque (o precisamente por eso mismo) el cielo se hallaba constantemente cubierto de vapores, a través de los cuales el sol lanzaba sus rayos calientes como a través de un velo de metales en fusión. Se atribuyó aquel extraordinario calor a las manchas solares que se presentaban ese año y que, así se decía, como negros cráteres volcánicos irradiaban enormes masas de calor. Pero como en el curso de los días siguientes la temperatura, lejos de bajar, continuaba aumentando y amenazaba hacerse insoportable, la gente comenzó a vislumbrar la magnitud del peligro. Y bastó muy poco tiempo para que ese presentimiento se convirtiera en certeza.
»Hacía ya mucho que se había descubierto que entre las innumerables estrellas del firmamento, algunas (alrededor de seis cada año), y casi siempre aquellas que brillaban con menos intensidad, adquirían de pronto y de modo completamente inesperado, durante algunos días, un resplandor tan vivo que sobrepasaba el de los otros astros, incluso el del mismo Júpiter, para luego volver nuevamente a su pálido brillo. Tycho Brahe fue uno de los primeros que descubrió tales estrellas. Por razones desconocidas, que no pudieron averiguarse, la temperatura superficial de las llamadas novas se eleva de pronto alrededor de veinticinco mil veces más que la primitiva. Un astrónomo calculó que todos los astros tenían que convertirse en novas cada cuatrocientos millones de años. El peligro, pues, estribaba en que nuestro sol estuviera a punto de iniciar semejante transformación. En tal caso, la temperatura de sus planetas y la de sus satélites se elevaría hasta tal punto que todo quedaría inflamado. Y nuestra tierra no podría ser una excepción. Sin embargo, los geólogos sostenían que la estructura de nuestro planeta no presentaba ningún signo que indicara que el sol, en los últimos mil doscientos millones de años, se hubiera transformado en una nova, y afirmaban que esa circunstancia tal vez fuera la causa del nacimiento de los planetas. En los círculos en los que se sabían estas cosas, tal comprobación tranquilizó a la gente. Pero, en lugar de admitir que el sol no podía convertirse en una nova, deberían haber llegado, por el contrario, a la conclusión de que las probabilidades de que se produjera el fenómeno eran, en tales condiciones, mucho mayores.
»Sólo cuando la temperatura de la tierra, sin causas comprensibles, siguió elevándose hasta un grado intolerable, todos admitieron el peligro. Si verdaderamente el sol estaba a punto de convertirse en una nova, el calor debía alcanzar, por lo menos durante el día, un grado tal que los campos y bosques quedarían calcinados, las ciudades, quemadas, los mares, convertidos en vapor, y hasta el aire, en llamas.
»Frente al carácter repentino de la amenaza, la gente no estaba de acuerdo sobre si habría que comunicar al público estas conclusiones de los astrónomos, o no. Una indescriptible anarquía, una rebelión no sólo contra todo orden establecido por los hombres, sino también contra el propio Dios, tendría que ser la consecuencia inevitable de la publicación de tal noticia. ¿Y qué ocurriría si, a pesar de todo, el peligro pasaba? ¿Podría repararse el estado que los hombres, en su miedo, provocarían en el mundo?
»Pero lo que no era comunicado de forma directa se convertía en rumores. Mucha gente, atormentada por el horrible calor, creía en el fin del mundo; otros, en cambio, no se decidían a creerlo. A estos últimos les parecía completamente imposible que la vida de la tierra, que habían considerado eterna, pudiera cesar repentinamente. Creían que habían vivido miserablemente, pero ahora que debían morir, se aferraban, desesperados, a las ventajas de sus vidas. Hervían de rabia. Muchos sucumbían a la locura, echaban a correr y maldecían al sol. La humanidad, engendrada otrora por los dioses, se había convertido realmente en una especie nacida del barro.
»En nuestro retiro, yo y mis criados nos enteramos de las noticias relativamente tarde y de todos fui yo la única, a decir verdad, que comprendí enseguida el significado del fenómeno. Ya sabes que cuando tú aún vivías me entregué al cultivo de las artes y las ciencias, pues pensaba que una amada perfecta no sólo ha de ser bella en el cuerpo, sino también en el espíritu.
»En la montaña en la que vivíamos no hacía tanto calor como en los campos y llanuras. Sin embargo, pronto la temperatura terminó por hacerse insoportable. Las campiñas parecían temblorosas bajo las oleadas de ardientes vapores y los árboles frutales se encorvaban, resecos, como criaturas muertas de sed. Las laderas de las montañas se erguían hacia nosotros con aspecto indescriptiblemente amenazador; los bosques parecían cargados de tempestades. Impulsada por una extraña inquietud, cuyo significado todavía no comprendía, yo iba de una a otra de las estancias de la casa, como si en el estado de opresión en el que me hallaba sintiera la necesidad de buscar ayuda en los objetos familiares... Porque, ¿existiendo la mayor parte de aquellas cosas desde mucho antes que yo misma, sería posible que ocurriera repentinamente algo que ellas nunca hubieran conocido? Pero tampoco los muebles, ni los cuadros (por lo menos así me lo pareció), podían ampararme, sino que me dejaron sola, totalmente sola; los recuerdos de mi padre, la mesita de costura junto a la que se sentaba mi madre, se habían convertido para mí en cosas absolutamente extrañas. Y cuando miré por las ventanas de marcos blancos y dorados vi que también la naturaleza, enteramente perturbada, yacía, por así decirlo, abrasada, pero llena de sombras, como si las alas de un monstruoso espanto batieran sobre ella. Era como si Dios hubiera dado al más terrible de sus ángeles el poder de segar la tierra, sólo que aquel ángel cumplía la tarea a su modo; es cierto que había llegado con su hoz en alto, pero todavía no la dejaba caer, como si quisiera matar con el solo espanto que irradiaba el borde de su sombra. Y las criaturas, el follaje de los árboles, la hierba y hasta las cosas enteramente inanimadas contenían el aliento y ya no se atrevían a moverse. Todo estaba envuelto en el silencio más completo; pero ese silencio era un inmenso estruendo atronador y sólo parecía silencio completo porque el sonido espantoso que contenía sobrepasaba de tal modo toda medida que ningún oído hubiera sido capaz de percibirlo. Todos los trabajos del campo, todos los movimientos de las lejanas aldeas habían cesado y en esa calma, y en ese silencio en el que las cosas, como dentro de un horno de enorme temperatura, ya comenzaban a destruirse y a dejar de ser, sólo se oía un ruido: sobre los prados resonaba el martinete de un molino. Aquel ruido me molestaba desde hacía ya mucho tiempo. Los negocios del molinero iban mal, nadie quería entregarle sus granos; pero él, con un trabajo continuo, procuraba salir adelante, de suerte que incluso por las noches se oía con frecuencia aquel ruido desagradable. Y en ese momento, continuaba sonando. Ahora que comenzaba la revelación de la majestad de Dios, ahora que cesaba toda actividad y que todos reconocían como ruido vano las acciones de los hombres, seguía oyéndose el insensato ruido del molino de aquel obseso. De todo lo que hacen o hicieron los hombres, nunca nada me pareció tan absurdo como aquello.
»Mis criados y yo nos dispusimos, pues, a subir por nuestra montaña, que parecía llegar hasta el cielo, para buscar el fresco de su cúspide. Cierto es que todavía no presentíamos lo peor. Pero, cuando llegaron hasta nosotros los rumores acerca del fin del mundo, me dije inmediatamente que tenían que ser verdaderos. De modo, pues, que ascendí a la montaña con el convencimiento de que mi viaje tenía como único objeto volver a unirme contigo, hermano mío Lathmon. Y así ya no sentí miedo de morir.
»Emprendimos el ascenso por la noche, perseguidos por oleadas de calor surgidas de los tórridos abismos. Iba montada en un mulo y mis criados apenas podían seguirme. Pero nuestra avidez de fresco nos impulsaba hacia adelante. Y con nosotros huían también, presos de idéntica inquietud, los animales salvajes de los bosques. Hasta el ganado había huido de las granjas y se lanzaba montaña arriba. Por último, se nos unieron también grupos de seres humanos que, habiendo abandonado sus ciudades y aldeas, buscaban salvación en las montañas.
»Y desde lo alto de esas montañas se precipitaban ya hacia nosotros, como impetuosos ríos, los torrentes nacidos del deshielo. Los glaciares habían comenzado a derretirse y se lanzaban, espumosos, a los valles. Cuando llegamos a la cima de la montaña, salió el sol. A decir verdad, su aspecto todavía no había cambiado. No se había transformado aún en un solo estallido rabioso, pero el calor que irradiaba era horrible. Durante aquel día ya debían de haber muerto en las llanuras innumerables seres humanos, quemados por el calor, e incluso en la montaña el ardor habría sido insoportable si las enormes cantidades de vapor de agua no se hubieran condensado en tempestades, cuyos continuos relámpagos parecían tejer en el cielo fulgurantes telarañas, cuyos truenos estallaban, sin tregua, como latigazos y cuyas lluvias calientes parecían caer de una caldera de agua en ebullición.
»Pasamos el día refugiados en una gruta. Si la noche no nos trajo frescura, en cambio disipó por completo las nubes. Entonces se me ofreció el cielo constelado con una claridad cristalina, horrible. Todas las estrellas, desmesuradamente grandes, temblaban y vacilaban en el aire como las chispas de una gigantesca hoguera.
»El estallido del sol se produjo unas dos horas después de haberse ocultado a nuestra vista. Adivinamos la explosión del astro por el inmenso y monstruoso fragor con que el fuego hizo presa del otro hemisferio terrestre, fragor que se propagó hasta el nuestro, sumido en la noche, y aquel estruendo bien podía ser el de las trompetas del Juicio Final. Al mismo tiempo el aire, agitado en un inconmensurable huracán, huía hacia el otro hemisferio del globo, donde lo aspiraba el fuego del sol. Tuvimos que arrojarnos al suelo y aferramos a las rocas para no vernos precipitados por los espantosos temblores que agitaban la tierra. Al cabo de un tiempo pasó el temporal. Pudimos levantar las cabezas y vimos que todo el horizonte se hallaba rodeado de un resplandor llameante, así como vemos el negro disco del sol, cuando se produce un eclipse total, rodeado de llamaradas carmesíes. Era el reflejo del otro hemisferio, que ardía en llamas. Y por encima de esa guirnalda llameante vimos asimismo abrasarse en el cielo los planetas más cercanos al sol. Saturno se aproximó a la constelación de Cáncer, donde, de acuerdo con la tradición, habría estado unido a Júpiter junto con todos los otros planetas en el momento de la Creación. Pero tendrían que transcurrir aún diez años antes de que volvieran a unirse en el Escorpión. Los planetas más pequeños ardían como antorchas; sus rocas y metales debían de estar abrasados en llamas. Manifiestamente, el grado de calor alcanzado por el sol era mucho mayor que el de otras novas. Mercurio parecía un diamante indio abrasado, Venus una esmeralda, Marte un rubí. Los asteroides rodeaban la tierra como un anillo de estrellas fugaces. Todas las Perseidas llameaban. También la Luna ardía. La seguían nubes de fuego infinitamente grandes.
»Pasamos la noche adorando la majestad de Dios. Es cierto que nos quedaba todavía una remota posibilidad de salvación, si el sol, que debía de haber estallado con mayor violencia que otras novas, se extinguía rápidamente, es decir, antes de la hora en que asomara por nuestro hemisferio. Las horas pasaron y llegó el momento en que el sol iba a salir; entonces todo el horizonte ardió con llamaradas aún más vivas. Y con mayor estrépito resonó la trompeta del Ángel del Juicio Final; y hasta el cenit lanzaba sus llamas al cielo oriental en el amanecer del último día. Faltaba poco tiempo para que el sol mostrara su disco; y el tiempo pasaba, y sólo nos quedaban unos pocos minutos. Yo estaba tendida con el rostro vuelto hacia la tierra y oraba; sabía que tú, mi Lathmon, hijo de Nuath, serías el que vendría a buscarme para conducirme ante Dios. Y en los últimos instantes sólo pensé en ti. Tal vez ésta sea la única razón por la cual te encontré realmente en lo infinito de la eternidad. Pues ya había llegado el instante supremo. En el momento en que el borde superior del disco solar se elevó por encima del horizonte, un relámpago espantoso, más agudo que las puntas de millares de flechas incandescentes, hirió nuestros ojos, de suerte que éstos ya no pudieron ver el sol. En ese momento supremo el secreto de su potencia se sustrajo a los ojos de los seres humanos. El horroroso estruendo de las trompetas hizo estallar nuestros oídos, y al mismo tiempo todo, la tierra, el aire, nuestra piel y nuestro cabello, ardió en una inmensa llama que no era, sin embargo, más grande que la llama de nuestro amor, que la llama que me unió a ti...»
3
A finales de julio, Silverstolpe tuvo que guardar permanentemente cama, pero quien se lo prescribió no fue el médico, pues éste, habiendo renunciado a luchar contra la enfermedad, hacía ya tiempo que no le prescribía nada; sino que fue la propia debilidad creciente de Silverstolpe la que le impidió levantarse. Marschall pasaba la mayor parte del tiempo junto al lecho de su amigo, y lo hacía aun cuando Silverstolpe dormía. Las ventanas estaban abiertas de par en par, afuera resplandecía el verano y Silverstolpe tenía que morir. O, mejor dicho, en realidad «ya no podía continuar viviendo». También las dos viejas señoritas se encontraban a menudo en la alcoba del enfermo. Realmente la Ainether, por su modo resuelto de hablar, turbaba la gran calma en medio de la cual se acercaba la muerte; pero parecía como si ella misma se esforzara por permanecer enérgica, o tal vez sólo por aparentar serlo, para ocultar su verdadero estado de ánimo.