Las Dos Sicilias (17 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Se puso inmediatamente de pie. Se acercó hasta su pequeña biblioteca y sacó de ella un volumen. Era la
Historia del Regimiento de Dragones, Fernando I, Rey de las Dos Sicilias,
obra compuesta por un tal Gustav Amon, caballero de Treunfest, segunda edición, 1917; aunque el libro no trataba de los acontecimientos de la primera guerra mundial contenía, en un apéndice, las listas de los muertos y heridos en esa guerra y los nombres de los jefes del regimiento a través del tiempo.

Rochonville abrió el libro por la parte correspondiente a la lista de coroneles. Entre los que sirvieron en la época napoleónica —esto es, en la época del emperador Francisco de Austria— encontró los siguientes:

1805. Conde Karl Gürnne.

1806. Barón Sigmund von Enzenberg.

1809. Johann von Szombathely.

1812. Caballero Jakob von Suck.

1814. Barón Karl Ramming.

1815. Gasparinetti.

1815. Barón Josef von Schuster.

El hecho de que el apellido Gasparinetti apareciera sin ningún nombre de pila hacía que se destacara en la larga lista.

Rochonville volvió las páginas y en el texto encontró las siguientes anotaciones, correspondientes a los años 1815 a 1817:

1815. «Mientras tanto, el coronel barón Ramming fue designado el 31 de marzo para ocupar un cargo en el Estado Mayor general; el capitán auditor Laurer fue designado auditor del Estado Mayor, y el coronel Casparinetti, los capitanes Bordogni y Brioschi, el teniente primero Bonacina y los tenientes Berri y Bertoletti, pertenecientes todos al ejército italiano, fueron incorporados al regimiento.

1817. El 4 de julio, el coronel Casparinetti quedó fuera de servicio. En septiembre, el regimiento se concentró en Horodenka para participar en las maniobras de la división.»

El estilo era ligero e incorrecto. Rochonville no sabía qué ejército italiano era aquél del que en 1815 se tomaron oficiales, pero el hecho de que ese coronel Casparinetti (escrito con
C
en el texto, aunque en la lista se lo mencionaba como coronel Gasparinetti, con
G
) hubiera quedado «fuera de servicio» el 4 de julio de 1817 y que se lo consignara con una sencilla frase arrojaba una extraña luz sobre toda la historia.

En todo caso, Rochonville sabía ahora por qué le había resultado familiar el nombre de Gasparinetti cuando lo oyó en casa de los Flesse.

Volvió a ojear la lista de los coroneles. En total había más de setenta. El último era él mismo: Marqués Ludwig de Rochonville. El Estado no había distinguido a su familia con el título de margrave, sino con uno de los grados meramente honoríficos de la nobleza.

Volvió a colocar el libro en la biblioteca, tomó el sombrero, salió a la calle y llamó por teléfono a la casa de los Flesse, para averiguar la dirección de Gasparinetti.

Ya oscurecía cuando Rochonville llegó a la casa de Gasparinetti. En el vestíbulo encontró baúles abiertos y a dos criados que los llenaban con distintos objetos.

—Coronel —dijo Gasparinetti—, me siento honrado de que vengas a visitarme. Y el que lo hagas hoy me complace especialmente, puesto que mañana ya no me habrías encontrado. Emprendo un viaje.

—¿Sí? ¿Y adónde vas? —preguntó el coronel.

—Al campo; ya ha llegado el verano. ¿Puedo ofrecerte un cigarrillo, o prefieres coñac?

El coronel tomó asiento, aceptó un cigarrillo y cruzó las piernas.

—El preguntarte adónde vas —dijo el coronel, mientras Gasparinetti le encendía el cigarrillo— no fue, en realidad, más que un modo de hablar. Lo cierto es que quería saber de dónde vienes.

—¿Coronel? —dijo Gasparinetti.

—Desde luego que no debes considerar esto como una indiscreción mía —dijo Rochonville mientras, con una sonrisa, se echaba hacia atrás en el sillón, como si lo encontrara muy cómodo—. En el fondo, tal vez nunca debiéramos preguntar a nadie de dónde viene y adónde va, porque, ¿de dónde viene verdaderamente cada uno de nosotros? De la nada. ¿Y adónde va? Pues, igualmente, a la nada. De manera que, en efecto, no es del todo conveniente el que pretenda informarme de cosas tan íntimas. Porque, aun suponiendo que esas cosas en modo alguno existan (y lo más probable es que ni siquiera el concepto de ellas exista), siempre resulta un tanto audaz y hasta indecente el interesarse por ellas.

Sin reflexionar, Rochonville decía estas cosas a manera de preámbulo, pero mientras hablaba él mismo se maravilló de que lo hiciera de modo tan complicado; Gasparinetti lo miraba con expresión también un tanto sorprendida, sonriente, y casi satisfecho.

—Sin embargo —agregó Rochonville, como si se sintiera obligado a volver a cosas concretas—, te ruego que me respondas a algunas preguntas.

—Nada podría serme más agradable que informarte sobre lo que te parezca —replicó Gasparinetti.

—En la casa de los Flesse, aquella noche en que ocurrió el triste incidente de Engelshausen, nos mantuviste en suspenso con el relato de tus aventuras en Rusia. ¿Lo recuerdas? —preguntó el coronel.

—Desde luego —asintió Gasparinetti, con expresión divertida, aunque al mismo tiempo parecía que su placer se veía mitigado por el recuerdo de la muerte de Engelshausen.

—En aquella oportunidad mencionaste el nombre de Konstantin von Pufendorf, hombre con el que, según dijiste, te confundieron.

—Así es —dijo Gasparinetti, que parecía cada vez más divertido.

—Pues bien, ese von Pufendorf —prosiguió diciendo el coronel—, habría servido en los húsares de Grodno y, de acuerdo con tus informes, estaría muerto...

—... siendo así que en realidad vive aquí, en Viena —completó la frase Gasparinetti, complacido.

—Así es —dijo el coronel—. Pero la cosa no para ahí. Has de saber que hoy por la mañana hirió en Ödenburg al mayor Lukavski en el brazo y en el omóplato.

—¡Pero qué me dices! —exclamó alegremente Gasparinetti—. ¿Cómo puede ser posible tal cosa?

—Eso es lo que me pregunto, o mejor dicho, lo que te pregunto a ti. Es decir, fue posible porque se batieron en duelo.

—Pero, ¿por qué motivos?

—Por motivos personales —declaró el coronel—. Desde luego que no estoy privado del todo de cierto sentido del humor, pero, de todos modos, me pregunto por qué nos contaste que von Pufendorf había muerto, cuando sabías muy bien que aún vivía...

—Sin embargo puedo explicártelo todo —dijo Gasparinetti—, y desde luego que lo haré con sumo placer. Yo...

—Todos tenemos derecho a contar historias imaginarias, suponiendo que sean interesantes... —dijo el coronel.

—Mi historia no es mala, ni tampoco tan imaginaria como crees.

—Sí, es perfectamente posible que sea como tú dices pero sólo hasta llegar al hecho de que von Pufendorf había muerto, cuando...

—... cuando yo mismo, por así decirlo, había muerto, o por lo menos, pasé por muerto —dijo Gasparinetti.

—¿Cómo he de entender eso?

Gasparinetti encendió un cigarrillo.

—Tal vez no sepas —dijo— que una vez acabada la guerra también von Pufendorf huyó de Rusia. Es decir, puesto que ahora está aquí, tiene que haber llegado de alguna manera. Pero, dime, ¿sabes con qué nombre escapó de Rusia?

—No, ¿con cuál?

—Con el mío, y valiéndose de mis documentos.

Gasparinetti se quedó mirando al coronel con aire complacido.

—¡Y ahora vuelves a complicar otra vez más la historia! —dijo el coronel—. ¿Cómo pudo hacerlo?

—Es de suponer que no hubiera podido evadirse de Rusia con su propio nombre, o que con él habría encontrado mayores inconvenientes. Se sirvió, pues, de los documentos de un prisionero de guerra que, al volver a su patria, no encontraría dificultades o, por lo menos, no las que él mismo habría encontrado. Ahora bien, ese prisionero de guerra era yo mismo y los documentos de los que von Pufendorf se sirvió eran los míos.

—¿Y cómo pudo obtenerlos?

—Es muy probable que los hubieran conservado en el frente, después de mi fuga —explicó Gasparinetti—, y que luego, para aclarar la confusión que tuvo lugar en la pista Mijailovski, fueran enviados a San Petersburgo. Seguramente von Pufendorf conocía el expediente. Y no le habrá resultado difícil apoderarse de los documentos, que habrá querido conservar como un cordial recuerdo. De cualquier manera, lo cierto es que no carece de todo interés el poseer los documentos de un hombre con quien uno se ha visto confundido. Cuando llegó el momento en que von Pufendorf pudo servirse de ellos, lo hizo.

—Pero, ¿cómo pudieron confundirte con él?

—¿Por qué no habían de confundirme con él...?

—Porque no tienen ustedes el menor punto de semejanza. Por ejemplo, von Pufendorf es rubio, y tú no lo eres.

—Si yo hubiera estado cuidadosamente afeitado y correctamente vestido —dijo Gasparinetti—, es evidente que el gran duque no me habría confundido con von Pufendorf. Sólo porque creyó que me había disfrazado pudo suponer que yo era von Pufendorf. Y, como se le había ocurrido esa idea, pasó por alto todas nuestras desemejanzas que, en circunstancias normales, nunca habría dejado de ver. Evidentemente, pensó que me había teñido el pelo.

—Bien —dijo el coronel al cabo de un momento—, dejemos de lado toda esa historia del gran duque. De todos modos, no puedes exigir que preste mucha fe a tus burlescos relatos. Admito, sin embargo, que todo pudo haber ocurrido aproximadamente como dices, sólo que, ¿por qué en lugar de explicarnos sencillamente que von Pufendorf huyó con tus documentos, nos dijiste, para terminar con una mentira, que había muerto?

Gasparinetti, sonriendo, se sirvió una copa de coñac.

—En primer lugar —replicó—, en aquel momento no podía yo suponer que habías de tenerlo presente tan pronto. Y, en segundo lugar, difundí la noticia de su muerte con cierta intención.

—¿Cuál?

—Cuando dos seres humanos son sólo uno —dijo Gasparinetti—, uno de ellos, en consecuencia, no debe existir.

—¿Por qué habían de ser uno solo? Ustedes son dos.

—Pero lo cierto es que cada uno de nosotros hubo de sostener que éramos solo uno, es decir: a mí me confundieron con él; y él, en cambio, fingió que efectivamente era yo. ¡Por qué, pues, no iba yo a poder decir que él no existía! En rigor, para mí von Pufendorf ya no existía.

—¡Sin embargo, sabías que vivía aquí!

—Pues bien —replicó Gasparinetti— tal vez precisamente ése haya sido el motivo por el cual dije que ya no vivía. Además, lo que no es, puede terminar siendo. ¿Qué culpa tengo yo si Lukavski tira tan mal con la pistola? Por lo demás, con los años, tolera uno cada vez menos a sus semejantes. Pero nadie es más insoportable que aquel que pretende ser uno mismo. Tal vez esto se deba a que, en el fondo, uno mismo se soporta menos que a los demás. Sólo que nos vemos obligados a resignarnos.

—¿Lo conoces personalmente? —preguntó el coronel al cabo de un rato.

—¡Dios me guarde de tal cosa! —dijo Gasparinetti—. Los hombres que tienen alguna relación entre sí son aquellos a quienes más repugna la idea de verse. Y aquellos a quienes no une ningún lazo establecen entre sí las relaciones más estrechas.

El coronel meneó la cabeza.

—No llego a entenderte del todo —dijo—. En todo caso, es curioso el hecho de que ahora vivan los dos en la misma ciudad. Pero, quería preguntarte algo más. ¿En qué regimiento serviste?

—En el octavo regimiento de ulanos, esto es, en el de Maximiliano I, emperador de México —dijo Gasparinetti.— En realidad, bastaría con decir sólo Maximiliano, porque no hubo en México ningún Maximiliano II, ni creo que vaya a haberlo.

—Y bien, entonces.

—¿Sí?

—Me dijeron que serviste en el noveno regimiento de ulanos.

—¡Qué extraordinario! —exclamó Gasparinetti.

—Sí, ¿no te parece? Porque ese regimiento no existe, o mejor dicho, no existía ya en aquella época.

—No, no es eso lo que encuentro tan extraordinario —dijo Gasparinetti.

—¿Entonces qué?

—El que, si bien entre nosotros era el octavo regimiento el que llevaba el nombre de Maximiliano de México..., en Rusia lo llevaba el noveno.

—¿El noveno de qué era en Rusia?

—El noveno regimiento ruso de ulanos, que se llamaba también ulanos de México.

—¿Cómo lo sabes?

—Me enteré de ello cuando estuve en Rusia. ¡Cuántos regimientos que al fin no le sirvieron para nada tuvo el pobre emperador Maximiliano! En efecto, aquel indio, Juárez, terminó por hacerlo fusilar, dicho sea de paso. Lo cierto es que si, efectivamente, hubiera servido en el noveno regimiento, tenía que haberlo hecho en Rusia... o si hubiera servido aquí en el noveno regimiento, yo no habría existido; así como afirmé de von Pufendorf que no existía.

El coronel comenzaba a sentir que le vacilaba la cabeza al oír los nombres de tantos regimientos: los húsares de Grodno, el misterioso coronel Gasparinetti del Regimiento de Dragones Las Dos Sicilias, el octavo regimiento de ulanos de Austria y el noveno de ulanos rusos, los no existentes regimientos austríacos noveno y décimo de ulanos. Y a todo esto se mezclaban en su espíritu los recuerdos del regimiento austríaco de Dragones, Nicolás II de Rusia. Además, Gasparinetti estaba sonriendo desde hacía un buen rato con expresión ambigua, y su sonrisa hacía recordar, al coronel, a Gordon, perpetuamente sonriente. Rochonville no se sintió ya en plena posesión de sus facultades de juicio; aquél había sido un día realmente curioso. Por fin se puso en pie.

—¿Cómo? —preguntó Gasparinetti—. ¿Te marchas?

—Temo que ya sea la hora.

—Pero, nada me has dicho, por ejemplo, sobre... ¿cómo decirlo...? la disputa que sobrevino entre mi buen Pufendorf y ese mayor. ¿Qué ocurrió, pues, en realidad?

—Aparentemente todo se debió a una divergencia de opiniones —dijo el coronel—. Yo mismo no lo sé con exactitud. Yo...

—¡Pensar que hoy día la gente sigue teniendo tanta dignidad que es capaz de batirse! —exclamó Gasparinetti—. Por lo menos de von Pufendorf no lo hubiera creído. Pero, ¿qué les ocurrirá ahora?

—Probablemente las autoridades húngaras los retengan.

—Von Pufendorf —dijo el capitán— es capaz de volver a evadirse con otro nombre supuesto. Esta vez, quizá con el nombre de Engelshausen. ¿O por qué no con el de él mismo? Ah, y ya que hablamos de esto, ¿se sigue sin saber nada sobre el asunto de Engelshausen? Ya ves que ni siquiera hablo del de Fonseca.

—Nada seguro —dijo el coronel.

—Entonces ocurre como tuve ocasión de predecirlo. En la vida a veces acontecen cosas extrañas que ya no pueden explicarse con los medios ordinarios de todos los días. A decir verdad, se puede dudar de todo; es más, te digo que es hasta posible que por fin empiece uno a dudar de sí mismo y que entonces ya no sepa con precisión quién es ni en qué punto de su vida se encuentra. Muchas veces hasta puede uno creerse otro y pensar que ha hecho cosas de las que ya no se acuerda, como sería el caso de un sonámbulo. Pero Dios sabe lo que quiere hacer de cada uno de nosotros y de todas las cosas, de manera que no es preciso devanarse los sesos. Aun cuando nos parezca que Dios obra de manera inexplicable, que obra sobre nosotros del modo más arbitrario, sólo necesitamos soportarlo con mayor dignidad de la que Él mismo habría esperado de nosotros; en todo caso, con tanta dignidad como saben vivir y morir tus oficiales... Tal como te lo predije, precisamente antes de que se produjera aquello que constituyó causa de todos estos acontecimientos.

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