Authors: Alexander Lernet Holenia
Desde luego que el
Rè Nasone
presentaba pocas semejanzas con todos estos personajes. El regimiento llevaba su nombre sencillamente porque habían querido mostrar que no estaban dispuestos a renunciar a ciertos intereses de las Dos Sicilias. Eso era todo, y tales cosas quedaban hundidas ya en un pasado remoto. ¡Qué era ahora Nápoles! ¿Dónde se hallaba ahora ese vago y singular reino que hacía ya mucho que no existía?
Pero también el regimiento mismo y hasta la época en la que Marschall había servido en sus escuadrones, le parecían a éste como si nunca hubieran existido. Los arenosos campos de ejercicios velados por las lluvias de noviembre, las largas caballerizas en las que se veían los lomos de los caballos, estaban bañados en la luz irreal de los sueños. Marschall volvía a ver los campos de batalla, la tierra que lanzaban al aire las granadas, las fangosas trincheras... que ya no se le aparecían amarillas como la greda, sino grisáceas e irreales. Sólo los aceros de las armas y las incrustaciones de oro de las capas de los oficiales resplandecían, espectrales, a través del ensueño. Desde el Don hasta el Ebro, desde el Stralsund hasta la isla flotante del mar azul, cuyo nombre llevaba, el regimiento había recorrido los países de la tierra para terminar en cualquier agujero, para hundirse en el fango. Y aquellas gentes llevaban las insignias que ya no sostenían el peso de los laureles. Y ahora se había extinguido el brillo de las águilas y las banderas de seda caían en jirones y los escuadrones se pudrían bajo el follaje marchito, bajo alfombras de hojas muertas. Los muertos del regimiento estaban diseminados por medio mundo y con ellos sus caballos de combate; los que habían caído bajo el peso de sus corazas; los que dormían eternamente en los prados, sobre los que se estremecía la hierba; los que se habían precipitado en los abismos; los que habían soñado en los bosques. Y aquellos muertos no volverían a levantarse de la tierra a la que habían retornado. Marschall contemplaba los otoñales bosquecillos en los que los espíritus de aquellos hombres suspiraban, los abandonados lugares donde aparecían sus sombras ensangrentadas, los desiertos campos de batalla que recorrían en tropel; en el rumor de las fuentes oía sus lamentos y en el de las brisas sus voces resonaban como la música de un arpa. Contemplaba las colinas cubiertas de musgo bajo las que se pudrían innumerables cuerpos humanos y hasta a sí mismo, que yacía en una de ellas; y a través del follaje de una encina que tenía las raíces en su corazón, lloraba la lluvia, y sólo la lluvia lloraba sobre su tumba...
La señora Elisabeth Pronay, a cuya casa había ido Gabrielle Rochonville, era sobrina de la madre de Gabrielle, es decir, prima de ésta. Siendo muy bonita, había logrado casarse con un industrial de gran fortuna. Su buen aspecto o, mejor dicho, su belleza provenía en ambas primas de la familia materna, a la que en cierta ocasión Gabrielle, hablando con Fonseca, había aludido. Desde luego que la señora Pronay, por lo menos en lo tocante a su matrimonio, no se había dejado guiar excesivamente «por sus sentimientos», como hubiera hecho Gabrielle. El señor Pronay era un hombre bastante insignificante que pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en sus oficinas. En cambio Elisabeth pasaba casi todo el verano en su propiedad de Czege, en el Plattensee, donde Pronay la visitaba sólo muy de tarde en tarde. Mientras tanto, Elisabeth se mostraba en Balatonfuren o en Siofok.
Gabrielle pasó, pues, unos pocos días en la casa de los Pronay en la ciudad y luego acompañó a su prima a Czege. Estaba contenta de abandonar Viena, pues ya no le gustaba aquella ciudad a la que, después de la muerte de su padre, nada la ataba. Además, desde Czege, lo mismo que desde Pest, se le ofrecían frecuentes oportunidades de acercarse hasta Komorn para visitar a Konstantin Ilich, que se hallaba preso en la fortaleza de aquel lugar.
Le habían permitido visitarlo dos veces por semana, y cada una de esas visitas duraba varias horas.
Gabrielle y von Pufendorf habían resuelto casarse cuando éste saliera de la prisión.
Desde luego que la joven le había preguntado por qué se había batido con Lukavski.
—Porque creía —había respondido Konstantin Ilich, sonriendo— que yo había matado a Engelshausen y también a Fonseca... y porque él mismo quería matarme. Todavía hay gente que considera que el dar muerte es un argumento. Pero la verdad es que Lukavski casi consiguió que yo hiciera valer en él mi argumento. Me sentía tan indignado por su intento de destruir nuestro amor que, lo confieso, deseaba matarlo. Si su brazo no hubiera desviado mi bala, le habría atravesado el corazón. Y no lo habría lamentado.
Varias horas de conversación son un tiempo bastante largo, incluso para dos enamorados, especialmente si en los intervalos de una y otra charla no ocurre nada nuevo de que puedan hablar.
De modo que terminaron contándose la historia de sus respectivas vidas. Konstantin Ilich habló una y otra vez de sus viajes, uno de los cuales, el más largo, hubo de llevarlo a Estados Unidos. Sin embargo, los viajes no interesaban tanto a Gabrielle como las descripciones de la infancia y de la juventud de von Pufendorf, que éste había pasado en una posesión de un apartado lugar de Rusia. Sus padres se habían separado y la madre, que vivía muy retirada, quedó encargada de la educación del niño. Gabrielle se interesaba por los menores detalles del pasado de su novio y le preguntaba repetidamente cómo era aquella casa en la que él había crecido, cómo eran las distintas habitaciones que la componían y el jardín, y él sabía describírselo tan bien que Gabrielle terminó por figurarse que podría pintar todo aquello con la mayor prolijidad. Y lo que hubiera podido pintar era un jardín salvaje y una casa bastante triste.
Pero Konstantin Ilich admitía que ya no recordaba con precisión este o aquel detalle. Sobre todo, le resultaba muy difícil recordar cómo se comunicaban entre sí las distintas partes de la casa, y a este respecto decía:
—Recuerdo muy bien esta parte, y aquella otra, pero no sé cómo se relacionaban entre sí; por ejemplo, no sé cómo se iba de la sala azul al salón, o de la galería superior a la planta baja. Pero todo eso nos parecía enorme, pues éramos unos niños, y en las excursiones que emprendíamos descubríamos siempre cosas para nosotros desconocidas. Mis compañeros eran los hijos de gentes modestas de la vecindad, y con ellos pasaba yo todo el tiempo. Apenas manteníamos relaciones con los dueños de las posesiones vecinas, de manera que mi madre me abandonaba a la sociedad de los compañeros de juego que yo mismo había elegido. Porque aunque verdaderamente me amaba, se pasaba con frecuencia las horas muertas con los codos apoyados en el alféizar de la ventana de su dormitorio, mirando hacia afuera y pensando en su vida perdida. No podía olvidar al hombre que en otra época la había amado y que ahora ya no la amaba. Así la veíamos a veces desde el jardín y por un momento guardábamos silencio. Pero cuando nos ocultábamos de nuevo tras los arbustos, olvidábamos los ojos de aquella mujer que nos había contemplado con una mirada muerta, aunque sin vernos, y proseguíamos nuestras travesuras. ¡Qué largas eran aquellas tardes que pasábamos bajo un cielo cubierto y lechoso! ¡Y cómo, en su vacío, tan lleno sin embargo de cosas, nos parecían tan cortas! ¡Qué infinitas historias nos contaban los dibujos que se formaban en las paredes descascarilladas de la caballeriza! ¡De cuántas cosas nos hablaban los senderos de guijo invadidos por las malezas! ¡Qué países lejanos evocaban en nosotros los segados campos que se extendían detrás del jardín! ¡Y qué olor de remotas aventuras tenía el humo que producía la hojarasca de las patatas al arder! En realidad, en la niñez se vive con mucha mayor intensidad que después, cuando se es adulto y ningún acontecimiento, ni siquiera el más importante, consigue hacernos vibrar tan infinitamente como el más insignificante en nuestra infancia. Cuando sobre el sol se extendía un velo, la sombra (o, mejor dicho, la falta de luz que caía desde arriba) estaba llena de destino; los olores de la casa, que tal vez no fueran sino los olores de comida que llegaban de la cocina, parecían también llenos de destino, y en el lindero del bosque se ocultaba el destino, que acechaba la casa, como una tropa de caballeros desmontados bajo el follaje; pero si nos acercábamos hasta allí no encontrábamos más que la silenciosa y temblorosa hierba y el rumoroso follaje; y a cada instante creíamos que iba a llegar un carruaje que conduciría al destino y que él mismo sería destino; pero el carruaje no llegaba y nunca pasaba nada. Es que tal vez el que no ocurra nada puede ser también destino, y tal vez el destino perfecto. Emprendíamos aquellas correrías no sólo a través del jardín y del patio, sino también por el interior de la casa misma, la que, si bien no era muy grande, era suficientemente curiosa para mantenernos entretenidos durante horas enteras. A los sencillos niños del vecindario, y hasta a mí mismo, cuando me encontraba con ellos, casi todos los muebles y objetos de la casa nos parecían extraños, aunque yo estaba ya acostumbrado a ellos. De manera que nos pasábamos largo rato arrodillados en las sillas alrededor de la mesa del comedor, contemplando ensimismados las vetas de la madera lustrada que se nos antojaban mapas de países y mares desconocidos y remotos. Nunca, ni aun en el curso de mis más largos viajes, encontré tales países, que tal vez no eran de esta tierra, sino paisajes de la luna o de lejanos astros. En una vieja bañera, olvidada en un desván, encontramos muchos pares de botas de montar puestos en hormas de madera lustrada que las mantenían estiradas. Las tomamos por las piernas de madera de un hombre que debía de haber perdido su pierna de carne y hueso en alguna guerra, probablemente en la de Crimea. Lo cierto es que en la aldea había un viejo inválido que cojeaba con una pierna postiza, de palo. Sólo que, claro está, esa pierna no era tan elegante como estas otras artificiales, pertenecientes a círculos más distinguidos. En la bañera también encontramos varias fustas y bastoncillos de paseo sujetos en un haz mediante una larga tira de cuero. En sus mangos vimos monogramas con coronas que nos maravillaron, y nos preguntábamos quién podía haberse paseado con tales coronas, pues nunca habíamos visto a hombres que lo hicieran. A menudo abríamos también una vitrina de armas que permanecía siempre cerrada o, mejor dicho, que ya nunca se abría; se hallaba en el corredor del piso superior. Creo que anteriormente tuvo que haber estado en el corredor de la planta baja y que luego la subieron al piso alto, cuando ya no quedó ningún hombre en la residencia. Frente a ella nos quedábamos horas enteras contemplando las armas a través de los cristales. Era un mueble forrado en su interior con una tela verde; poseía ciertas varillas y listones en los que se apoyaban las armas de fuego. A través de los reflejos del vidrio no podíamos apreciar con toda precisión los detalles de las armas, pero, así y todo, distinguíamos en las culatas de los fusiles escenas de caza grabadas, en las que se representaban jabalíes, ciervos, perros y cazadores vestidos con antiguos ropajes; había allí fusiles de dos tiros con cañones damasquinados que resplandecían con el brillo de la plata; carabinas octogonales de cañones dorados, de culatas de madera de nogal y bandoleras de reps verde; dos cajas abiertas que contenían pistolas de duelo; una gran concha marina para la cacería del ciervo y muchas otras cosas más. La vitrina estaba puesta sobre una especie de armario bajo, en cuyos cajones, que se habían olvidado de cerrar con llave, encontramos, además de municiones y cartuchos
lefaucheux,
tacos, cápsulas, frasquitos de aceite y también los estuches de los fusiles. Pero como no sabíamos qué eran, creíamos que se trataba de trompas de elefantes cazados. Curiosamente, no creíamos que las cacerías en las que habían servido aquellas armas se hubieran desarrollado al aire libre, sino que, para nosotros, eran inseparables de las armas mismas y como éstas se encontraban en la casa, las cacerías, por así decirlo, habían sido llevadas asimismo a la casa; tampoco creíamos que hubieran tenido lugar mucho tiempo atrás, sino que continuaban desarrollándose, así como los lugares en los que acaecieron grandes hechos no se hallan para los hombres a cielo abierto, sino en el interior de iglesias y capillas; por ejemplo, la Pasión de Jesucristo o la soledad de un santo eremita, está siempre presente, en el interior de una iglesia, a los ojos de los peregrinos. Los espacios cerrados, en virtud de un sortilegio propio, conservan presente lo que se perdería al aire libre, y en ellos los objetos que nos quedan de los acontecimientos pasados permanecen en una forma más real que la que antes tenían. Las cartas
son
los hombres que las escribieron; un ramo de flores
es
el prado de donde las recogieron; las espadas puestas en las paredes llevan a la casa las batallas mismas en que se blandieron, y los trofeos de caza son la caza misma. Sólo es real lo que permanece y, salvado por siempre en los espacios cerrados, el auténtico acontecimiento se cumple permanentemente como un perpetuo epílogo. De manera que esas cacerías nos parecían desarrollarse siempre a través de los aposentos de la casa. Y los cortinajes se estremecían, como si la presa los rozara al huir. En esa penumbra de ensueño, que hacía posible la existencia de tales espíritus, hallábase envuelta no sólo la casa sino también el jardín. Porque también el jardín se cerraba con las copas de los árboles, como si éstas constituyeran un techado, debajo del cual vivíamos y que, por así decirlo, se extendía también por encima de la terraza. La terraza comenzaba ya a desmoronarse y hasta los pavos reales que se paseaban por el jardín eran viejos y decrépitos. Su grito se había convertido ya en un quejumbroso chillido. Los redondeles de su plumaje, que exhibían en su andar a trompicones, eran como soles extinguidos en cuyas sombras yaciera el mundo entero. La sombra del silencioso follaje caía sobre las praderas, los caminos, las ventanas. Y como sobre un espejo ciego, flotaban las hojas en el estanque. Pero lo que preferíamos era recorrer el interior de la casa y contemplar los cuadros. Es decir, no contemplábamos tanto los cuadros como las personas en ellos representadas, que nos parecían tan presentes como si estuvieran vivas. Desde luego que se trataba de personas muertas, que hacía ya mucho tiempo habían pasado por la gran transformación que llamamos muerte; pero, así como, al mirar los retratos de los vivos, nos parece a veces que ya estuvieran muertos, ocurre que, en sus retratos, los muertos aún están vivos y presentes. No sé muy bien en qué momento mis amigos y yo comenzamos a creerlo, pero lo cierto es que de pronto fue como si siempre lo hubiéramos sabido. Las habitaciones en las que había ciertos cuadros nos parecían realmente habitadas por los personajes representados. Y, según creíamos, no era necesario que anduvieran de aquí para allá o se sentaran a la mesa; para darnos esa impresión de vida bastaba con que estuvieran en las telas. Nunca supe exactamente quiénes estaban retratados en aquellos cuadros; lo más probable es que se tratara de todos los Viasemski y de sus parientes. Esos seres humanos pintados parecían sentirse mejor entonces en esa casa poco cuidada, y en realidad apenas habitada, que en la época en la que vivieron efectivamente en ella. Había una gran cantidad de retratos y propiamente eran ellos los que habitaban la morada. Todas las demás cosas, las sillas, las cortinas, las miniaturas de las vitrinas, parecían estar allí sólo para que las usaran los personajes de los cuadros, aunque, desde luego, no sabíamos exactamente de qué modo éstos se servían de tales objetos. Los cuadros eran de las más diferentes facturas y dimensiones. Pero las personas allí representadas, que habían desempeñado altos cargos oficiales, nunca estaban pintadas con ropas pomposas o de ceremonia, sino en trajes de civil o, a lo menos, en sencillas vestimentas. Sólo de cuando en cuando se veía un hombre con coraza o una dama cuyo brocado resaltaba extraordinariamente, con las insignias de una orden femenina. Nos parecían los más vivaces dos retratos colgados junto a un hogar; el de un señor, ennegrecido por obra del tiempo, con ancha boca y azulada tez, y el retrato, hecho al pastel, de una señora. Tenía ésta los ojos un poco saltones, y su mirada me hacía recordar a la de mi madre. Llevaba el cabello empolvado y un vestido de raso blanco guarnecido con pieles de marta cebellina, y en el pecho exhibía un único y gran diamante.