—Bendito Santo, pensar que he vivido para verlo convertido en esto —susurró ásperamente Mercado, y Golophin oyó algo muy parecido a un sollozo en la voz del endurecido veterano—. ¿No hay nada que puedas hacer, Golophin? ¿Nada?
El mago soltó un suspiro que pareció iniciarse en las puntas de sus botas, y fue como si una parte de su vitalidad también lo abandonara.
—Lo mantengo con vida. No puedo hacer más. No tengo fuerzas. Debo esperar a que el dweomer vuelva a crecer en mi interior. La muerte de mi familiar, las batallas… Me han dejado exhausto. Lo siento, general. Lo siento mucho. También es mi amigo.
—Por supuesto —dijo Mercado, irguiéndose—. Mis disculpas. Me estoy portando como una tía solterona. No hay tiempo para lamentaciones, no en días como éstos…
¿Dónde has puesto a la zorra de su amante?
—Está alojada en las estancias para invitados, y no deja de gritar pidiendo verlo. La tengo bajo custodia… por su propia seguridad, naturalmente.
—Está esperando un hijo suyo —dijo Mercado, con extraña fiereza.
—Eso parece. Hemos de vigilarla de cerca.
—Malditas mujeres —continuó Mercado—. Otra más a la que contemplar y tratar con miramientos.
—Como te he dicho, Isolla es distinta. Y es la hermana de Mark. La alianza entre Hebrion y Astarac debe sellarse con este matrimonio. Por el bien del reino.
—¡Matrimonio! —resopló Mercado—. ¿Y cuándo será eso, me pregunto? ¿Querrá casarse con un…? —Se detuvo e inclinó la cabeza. Golophin pudo oírlo blasfemar entre dientes, maldiciéndose a sí mismo—. Tengo cosas que hacer —dijo bruscamente—. Y muchas, Dios lo sabe. Infórmame si hay algún cambio, Golophin. —Y salió de la estancia como si fuera a enfrentarse a un consejo de guerra.
Golophin se sentó en la cama y tomó la mano de su rey. Su rostro se convirtió en una calavera malévola donde se sucedieron la furia y el odio, hasta que parpadeó y un enorme cansancio ocupó su lugar.
—Sería mejor que hubieras muerto, Abeleyn —dijo suavemente—. Un final de guerrero para el último rey guerrero. Cuando te hayas ido, todos los hombres mezquinos saldrán de bajo las piedras.
Inclinó la cabeza y se echó a llorar.
«Por Dios que ese hombre era un buen criador de caballos», pensó Corfe.
El corcel era un bayo oscuro, casi negro, de diecisiete palmos y medio de altura. Tenía el lomo amplio, el cuello fuerte, la mirada despierta y las patas bien dibujadas. Un auténtico caballo de guerra, como el que montarían sólo los nobles. Y aquel hombre había poseído cientos de ellos, todos de tres años de edad o más, todos ellos castrados. Una fortuna en huesos, músculos y cascos… y, aún más importante, el principio de un ejército de caballería.
Sus hombres estaban acampados en los pastos de una de las granjas de caballos del difunto duque Ordinac. Los cuatrocientos salvajes que quedaban bajo las órdenes de Corfe habían plantado, en grupos dispersos, tres acres de tiendas de cuero, también propiedad del difunto duque. El improvisado campamento bullía de actividad, como un nido de hormigas pisoteado, con movimientos de hombres y caballos, humo de hogueras, sonido de martillos sobre los yunques de campaña… todo el bullicio de un vivac de caballería, tan intrincado, familiar e intensamente reconfortante para Corfe.
El caballo castrado se agitó debajo de él, pareciendo contagiarse de su buen humor mientras lo tranquilizaba con la voz y las rodillas. Había instalado piquetes a media milla en todas direcciones, y Andruw había partido dos días atrás con veinte hombres en una misión de reconocimiento en dirección a Staed, donde el duque Narfintyr se estaba armando contra el rey con más de tres mil hombres bajo su estandarte.
Un número impresionante. Pero serían hijos de granjeros y nobles menores, campesinos convertidos en soldados por un día. No se parecerían a los guerreros natos que eran los salvajes de Corfe. Y había muy pocas tropas de infantería en la tierra capaces de resistir una carga de caballería pesada, si estaba bien dirigida. Tal vez los piqueros profesionales, y eso era todo.
No, el peor enemigo de Corfe era el tiempo. Se le escurría entre los dedos como la arena, y no le sobraba nada si quería localizar y derrotar a Narfintyr antes de ser alcanzado por el segundo ejército que el rey Lofantyr había enviado al sur.
Aquél era el tercero de los cinco Días del Santo que los eruditos habían añadido al último mes del año para coordinar el calendario con las estaciones. Dentro de dos días, llegaría
Sidhaon
, la noche de fin de año, y el ciclo empezaría de nuevo, mientras el clima avanzaba lentamente hacia el calor y el renacer de la primavera.
Parecía que ya era hora. Aquél había sido el invierno más largo de la vida de Corfe.
Apenas podía recordar la sensación del sol en la cara, o de avanzar sobre hierba en lugar de nieve o barro. Una estación del año infernal y muy poco apropiada para hacer la guerra, especialmente con soldados a caballo. Pero, por otra parte, últimamente el mundo se había convertido en un lugar infernal y poco apropiado, con todas las antiguas creencias alteradas.
Pensó en el segundo ejército que avanzaba hacia el sur para ocuparse de los rebeldes que también era misión suya destruir. Un tal coronel Aras, uno de los favoritos del rey, había recibido el mando de una fuerza combinada para someter a los nobles sureños, puesto que estaba claro que el rey esperaba que Corfe fracasara con aquellos hombres bárbaros y mal equipados. Tenía enemigos detrás además de enfrente, y otros motivos de preocupación además de la táctica y la logística; no tenía más remedio que pensar como un político. Aquellas cosas eran inevitables cuando uno ascendía de rango, pero Corfe nunca había esperado que las dificultades y equilibrios fueran a resultar tan peligrosos. No en tiempo de guerra. Tenía la sensación de que la mitad de los oficiales de Torunn estaban más preocupados por conseguir el favor real que por expulsar a los merduk del dique de Ormann. Cuando pensaba en ello, una furia negra y latente parecía apoderarse de él, una rabia que se había originado en la caída de Aekir y que había estado creciendo en su interior firme y silenciosamente desde entonces, sin posibilidad de desahogo. Sólo una masacre podría tranquilizarlo. El asesinato de merduk tras merduk hasta el último niño de piel oscura, hasta que no quedara ninguno para apestar el mundo.
Entonces tal vez sus sueños cesarían, y el fantasma de Heria descansaría en paz.
Un correo se le acercó al medio galope, y, sin ningún saludo ni ceremonia, dijo:
—Andruw
ha vuelto.
Corfe asintió en dirección al hombre (sus salvajes habían aprendido algo de normanio, pero todavía ignoraban las normas de respeto adecuadas) y lo siguió mientras ascendía al galope por la colina que dominaba el vivac. Marsch estaba allí, y también el alférez Ebro, con tres guardias. Ebro le dedicó un saludo, que Corfe le devolvió con aire ausente.
—¿Dónde están?
—A menos de una legua, en la carretera del norte —le dijo Marsch. Se estaba frotando la frente, donde se la había irritado su pesado yelmo de
ferinai
—. Creo que tiene prisa. Está presionando mucho a los caballos. —Marsch sonaba levemente desaprobador, como si ninguna emergencia fuera lo bastante importante para provocar el maltrato de los caballos.
—Los ha rodeado —dijo Corfe con aprobación—. Supongo que ha echado un buen vistazo a nuestros rivales en este juego.
Permanecieron sentados, observando cómo la veintena de jinetes galopaba por la embarrada carretera del norte, levantando terrones a su paso como pájaros sobresaltados. En cuestión de diez minutos, el grupo se había detenido; los ollares de los caballos estaban dilatados y rojos, y sus cuellos llenos de espuma blanca. Había barro por todas partes, y los rostros de los jinetes estaban manchados.
—¿Qué noticias hay, Andruw? —preguntó tranquilamente Corfe, aunque su corazón había empezado a latir con más fuerza.
Su asistente se despojó del yelmo; su rostro era una máscara de suciedad.
—Narfintyr sigue sentado en Staed como una anciana junto al fuego. Sus hombres son granjeros, con unos cuantos nobles vestidos con armaduras de hace cincuenta años.
Ningún otro noble se ha sublevado; esperan a ver si se sale con la suya. Han oído hablar de lo que le ha ocurrido a Ordinac, pero nadie cree que seamos tropas regulares torunianas. Se rumorea que Ordinac tropezó con un grupo de desertores y saqueadores merduk.
—Muy bien —rió Corfe—. Y, ¿qué noticias hay del norte?
—Ah, ésa es la parte más interesante. Aras y su columna están cerca, a menos de un día de marcha por detrás de nosotros. Casi tres mil hombres, quinientos de ellos montados, coraceros y pistoleros. Y seis cañones ligeros. Tienen un grupo de caballería en la vanguardia.
—¿Os han visto? —preguntó Corfe.
—Es imposible. Nos arrastramos por el suelo y los observamos desde un risco.
Avanzan despacio a causa de los cañones y las carretas de intendencia, y la carretera está hecha un lodazal. Me apuesto algo a que llevan maldiciendo a esas culebrinas desde que salieron de Torunn.
—Empiezas a hablar como un soldado de caballería, Andruw —sonrió Corfe.
—Bueno, sí, una cosa es disparar los cañones, y otra muy distinta tener que arrastrarlos por un pantano. ¿Qué vamos a hacer, Corfe?
Todos lo miraron. De repente, hubo una sensación diferente en el aire, una tensión que Corfe conocía bien y que había llegado a amar.
—Recoger y ponernos en marcha al instante —dijo bruscamente—. Marsch, encárgate. Quiero un escuadrón delante de nosotros, como pantalla. Tú estarás al mando.
Otro conducirá las monturas de repuesto, y un tercero servirá de retaguardia, a las órdenes de Andruw. El escuadrón de delante se pondrá en marcha tan pronto como pueda ensillar. Los demás lo seguirán en cuanto puedan. Caballeros, creo que tenemos trabajo.
El pequeño grupo de jinetes se separó. Los hombres de Andruw se dirigieron a los establos en busca de monturas de refresco. Sólo Ebro permaneció junto a Corfe.
—¿Y qué voy a hacer yo, señor? —preguntó, en tono medio resentido y medio quejumbroso.
—Prepara las mulas. Quiero que estén listas para moverse en cuestión de dos horas.
Cárgalas con todo lo que puedas, pero no en exceso. Hemos de movernos con rapidez.
—Señor, Narfintyr tiene tres mil hombres; nosotros somos menos de cuatrocientos.
¿No seria mejor esperar la llegada de Aras y combinar fuerzas con él?
Corfe miró fríamente a su subordinado.
—¿Es que no tienes hambre de gloria, alférez? Ya has oído tus órdenes.
—Sí, señor.
Ebro partió al galope con aire disconforme.
La perfecta organización del vivac se quebró cuando los oficiales empezaron a recorrerlo a caballo gritando órdenes, y los salvajes corrieron a ponerse la armadura y ensillar a los caballos. Marsch había encontrado un depósito de lanzas en el castillo del difunto duque Ordinac, y los soldados corrieron a tomar la suya del bosque de hileras que apareció entre las tiendas. Las propias tiendas quedaron atrás, pues eran demasiado pesadas para ser transportadas por las mulas de carga que formaban el tren de intendencia de Corfe. Los animales, gritones y testarudos, ya tenían suficiente peso que llevar: grano para mil caballos durante una semana, y forjas de campaña con sus pequeños yunques y sonoras herramientas. Hierro colado para herraduras de repuesto y lanzas extra, armas y armaduras, por no mencionar las raciones, simples pero voluminosas, que los hombres consumirían durante la marcha. Pan horneado dos veces, duro como la madera, y cerdo salado en su mayor parte, además de calderas para cada escuadrón, donde ablandar y hervir la carne. Un millón de artículos para un ejército que no era en absoluto lo bastante grande para ser un ejército. De ordinario, una fuerza de campo contaría con una carreta pesada de doble eje y tirada por bueyes por cada cincuenta hombres, y el doble para la caballería y la artillería. El tren de intendencia de doscientas mulas de Corfe, aunque parecía impresionante concentrado, apenas podía llevar nada de lo exigido por los estándares militares habituales.
La vanguardia se puso en marcha en cuestión de una hora, y el cuerpo principal una hora después. Al mediodía, el vivac que habían dejado atrás estaba poblado sólo por fantasmas y unos cuantos perros vagabundos que rastreaban en tomo a las tiendas abandonadas en busca de trozos de comida o cuero que roer. La carrera había empezado.
El invierno era más duro en las colinas al norte de las Címbricas que en las tierras bajas de Torunna. Allí, el mundo era un lugar brutal, de grandeza asesina. Con más de doce mil pies de altura, las Címbricas empezaban sin embargo a disminuir; sus riscos y escarpaduras no eran tan severos como más al sur. En sus laderas crecían árboles: variedades resistentes de pinos, abetos y enebros de montaña. En aquella tierra nacía el río Torrin, convertido ya en una corriente rápida y espumeante de doscientos pies de anchura, un torrente furioso hinchado con los riachuelos de las montañas, demasiado violento para helarse. Aún tenía por delante ciento cincuenta leguas antes de convertirse en el gigante majestuoso y plácido que fluía a través de la ciudad de Torunn y que esculpía su estuario en las cálidas aguas del mar Kardio.
Pero allí, tras fluir durante miles de milenios, la corriente había roto las mismas montañas que la rodeaban, esculpiendo un valle entre los picos. Al norte estaban las últimas cumbres de las montañas de Thuria, la barrera rocosa que retenía a las hordas de Ostrabar, de tal modo que tras décadas de invasiones se habían visto forzadas a tomar la ruta costera para llegar al sur y alcanzar las murallas de Aekir y los cañones del dique de Ormann. Al suroeste del río estaban las Címbricas, la espina dorsal de Torunna, hogar de las tribus de los felimbri y sus valles secretos. Pero aquel valle, abierto por el cauce del Torrin, había sido durante siglos el punto de unión entre Torunna y Charibon, el este y el oeste. Había sido una ruta de mensajeros imperiales durante los días del imperio fimbrio, cuando la propia Charibon no era más que una fortaleza construida para proteger la ruta hacia oriente de los salvajes de Almark. Era un conducto para el intercambio y el comercio, y en sus últimos días había sido fortificado por los torunianos cuando la Hegemonía fimbria se vino abajo y los hombres empezaron a matar en nombre de Dios. Y un ejército volvía a recorrerlo, un ejército de infantería cuyos soldados vestían de negro, armados con picas de veinte pies o arcabuces enfundados en cuero. Un gran tercio de soldados fimbrios, cinco mil guerreros de los más temidos del mundo, avanzando entre ventiscas y aludes hacia el dique de Ormann.