Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—¿Ustedes piensan alguna vez en sus víctimas? ¿Les dedican un solo pensamiento o están demasiado ocupados en satisfacer sus necesidades?
Patrik no esperaba ninguna respuesta y Kaj tampoco se la dio. Ante su silencio, prosiguió:
—¿Tiene idea de lo que ocurre en el interior de un muchacho que se las ve con alguien como usted? ¿Se figura siquiera todo lo que destruye, todo lo que le roba?
Un leve estremecimiento de su rostro le indicó que Kaj lo escuchaba. Sin apartar la mirada de su semblante, Patrik sacó uno de los folios del montón y lo empujó despacio hasta ponerlo delante de Kaj. Al principio, éste se negó a mirar, pero luego fue bajando la vista despacio y empezó a leer. Con la incredulidad pintada en el rostro, sus ojos volvieron a mirar a Patrik, que asintió con amargura.
—Sí, es exactamente lo que parece, la carta de un suicida. Sebastian Rydén se quitó la vida esta mañana. Su padre se lo encontró ahorcado en el garaje. Yo estuve presente cuando bajaron su cadáver.
—Miente.
La mano de Kaj temblaba levemente al sujetar la carta. Pero Patrik se dio cuenta de que sabía que no era falso.
—¿No le quitaría un peso de encima dejar de mentir? —preguntó quedamente—. Seguro que se preocupaba por Sebastian, no me cabe la menor duda, así que al menos hágalo por él. Ya ha visto lo que pide en la carta. Él quiere que termine todo esto. Y usted puede ponerle fin.
Dijo aquellas palabras en un tono de aparente amabilidad. Patrik miró de soslayo a Martin, que estaba listo, bolígrafo en mano. Claro que la grabadora zumbaba sin cesar como un abejorro, pero Martin tenía la costumbre de tomar sus propias notas.
Kaj pasó la mano por la carta y abrió la boca para decir algo. Martin levantó el bolígrafo, listo para escribir.
Y justo en ese momento, Annika abrió la puerta.
—¡Ha ocurrido un accidente ahí fuera! ¡Rápido!
Acto seguido, la joven echó a correr por el pasillo y, tras un segundo de turbación, Patrik y Martin fueron tras ella.
En el último instante, Patrik se acordó de cerrar con llave la puerta de la sala donde dejaban a Kaj. Ya lo retomarían más tarde. Esperaba no haber perdido definitivamente la oportunidad.
Debía admitir que lo embargaba cierta preocupación. Sólo habían pasado un par de días, pero él no sentía que hubiesen establecido el típico contacto entre padre e hijo. Claro, quizá debiera tener paciencia, pero la verdad era que no se sentía tan apreciado como creía merecer. No gozaba ni del respeto debido a un progenitor, ni del amor filial incondicional del que hablaban todos los padres, quizá mezclado con cierto temor saludable. El chico parecía más bien indiferente. Se pasaba los días tumbado en el sofá de Mellberg, comiendo cantidades ingentes de patatas fritas y jugando con el videojuego. Mellberg no comprendía a quién había salido para ser tan perezoso. A su madre, seguramente. Él, por su parte, se recordaba a sí mismo a esa edad como una fuente inagotable de energía. Bien era verdad que, por más que lo intentase, no se acordaba de ninguno de los éxitos deportivos que estaba seguro de haber cosechado; de hecho, no era capaz de evocar un solo recuerdo de su juventud en ningún contexto deportivo, pero se lo atribuía al fallo de la memoria y al paso del tiempo. Él se recordaba a sí mismo, desde luego, como un joven musculoso y activo.
Miró el reloj. Era muy temprano. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Tal vez debería marcharse a casa y compartir su tiempo con Simon sin prisas. Estaba convencido de que a él le gustaría. Bien mirado, se decía, la actitud de su hijo se debía sólo a su timidez y, en su fuero interno, estaba deseando que su padre viniese a sacarlo de su cascarón después de una ausencia de tantos años. Naturalmente, eso era lo que le ocurría. Mellberg lanzó un suspiro de alivio. Suerte que él sabía de adolescentes pues, de lo contrario, a aquellas alturas ya habría abandonado y habría dejado que el chico continuase tirado en el sofá y se sintiese miserable. Simon no tardaría en comprender lo afortunado que era con el padre que le había tocado en suerte.
Lleno de confianza, se puso la cazadora mientras pensaba en qué tipo de actividad paterno-filial sería más adecuada. Por raro que pareciese, aquel pueblucho dejado de la mano de Dios no tenía mucho que ofrecer a dos hombres de verdad. Si hubiesen estado en Gotemburgo, habría podido llevar a su hijo a su primera visita a un club de streaptease o haberle enseñado a jugar a la ruleta, pero allí no sabía muy bien qué hacer con él. En fin, algo se le ocurriría.
Al pasar ante el despacho de Hedström, pensó en lo desagradable que era lo que había ocurrido con su pequeña. Una prueba más, se dijo, de lo impredecible que era todo y de que más valía disfrutar de los hijos mientras se tenía ocasión. Precisamente por eso, nadie podría reprocharle que hoy se marchase tan temprano.
Se encaminó a la recepción silbando una cancioncilla, pero se paró en seco al ver las puertas abiertas y a sus hombres corriendo en dirección a la salida. Allí pasaba algo y, como de costumbre, nadie se había molestado en informarlo.
—¿Qué pasa? —le gritó a Gösta, que, por ser más lento que los demás, iba el último.
—Han atropellado a alguien enfrente de la comisaría.
—¡Joder! —exclamó Mellberg antes de echar a correr como los otros, aunque en la medida de sus posibilidades.
Justo al otro lado de la puerta, se detuvo. Había un gran minibús de color negro aparcado y alguien, probablemente el conductor, deambulaba sin destino de un lado para otro con las manos en la cabeza. El air bag del volante había saltado y el hombre no parecía estar herido, aunque sí muy alterado. Delante del radiador del vehículo yacía un bulto, en medio de la carretera, y junto a él se habían arrodillado Patrik y Annika. Martin intentaba tranquilizar al conductor. Ernst se encontraba un poco apartado, con los largos brazos caídos, exánimes, y blanco como el papel. Gösta echó a andar en dirección al colega y Mellberg vio cómo los dos policías intercambiaban unas frases en voz baja. La expresión de alarma de Gösta preocupó bastante al comisario, que experimentó una desagradable sensación de desasosiego en el estómago
—¿Ha llamado alguien a la ambulancia? —preguntó Mellberg.
Annika le respondió afirmativamente. Nervioso y sin saber qué hacer exactamente, se acercó a Ernst y a Gösta.
—¿Qué ha pasado? —inquirió—. ¿Alguno de vosotros lo sabe?
El ominoso silencio que ambos guardaron lo hizo sospechar que tal vez no le gustase demasiado la respuesta. Vio que Ernst parpadeaba nervioso y Mellberg clavó la mirada en él
—Bien, ¿vais a contestar o tendré que sacaros las palabras con fórceps?
—Ha sido un accidente —respondió Ernst con voz lastimera
—¿Podrías facilitarme algunos detalles sobre el «accidente»? —insistió Mellberg, sin apartar la vista de su subordinado.
—Sólo quería hacerle unas preguntas y se le fue la olla. Ese chico está como un cencerro, ¿qué iba a hacer yo?
Ernst alzó el tono de voz con agresividad en un intento desesperado por tomar el control de una situación que, de forma tan repentina, se le había escapado de las manos.
La agorera sensación que Mellberg experimentaba en el estómago crecía sin cesar. Miró el cuerpo tendido en la calzada, pero el rostro quedaba oculto tras la figura de Patrik y no pudo ver si se trataba de alguien a quien él conociese.
—¿Quién es el que está debajo del radiador del vehículo, Ernst? ¿Tendrías la amabilidad de decírmelo?
Mellberg preguntó susurrando, casi escupiendo las palabras, lo que convenció a Ernst del lío en que se había metido. El policía respiró hondo y dijo quedamente:
—Morgan. Morgan Wiberg.
—¿Qué demonios estás diciendo? —vociferó Mellberg fieramente.
Ernst y Gösta se echaron hacia atrás, y Patrik y Annika se volvieron a mirarlos.
—¿Sabías tú algo de esto, Hedström? —quiso saber el comisario.
Patrik negó abatido.
—No, yo no di orden de que trajesen a Morgan para interrogarlo.
—O sea…, que pensabas lucirte un poco —concluyó Mellberg mirando a Ernst y hablándole de nuevo con una calma insidiosa.
—Como dijo que deberíamos investigar primero al idiota… Y a diferencia de ése —apuntó Ernst señalando a Patrik—, yo tengo confianza en usted y presto atención a lo que dice.
En condiciones normales, la adulación habría sido el camino perfecto, pero, en esta ocasión, Lundgren se había extralimitado hasta tal punto que ni siquiera las lisonjas conseguirían que Mellberg adoptase una actitud positiva.
—¿Acaso yo dije literalmente que había que ir a arrestar a Morgan, eh? ¿Dije yo tal cosa?
Ernst pareció dudar un instante, antes de responder en un susurro:
—No.
—¡Pues entonces! —tronó Mellberg—. ¿Y dónde coño está la maldita ambulancia? ¿Se habrán parado a tomar café por el camino?
El comisario jefe se sentía estallar de frustración, estado que no mejoró cuando Hedström dijo:
—No creo que tengan que darse mucha prisa. Desde que nosotros llegamos, no respira. Lo más probable es que muriese en el acto.
Mellberg cerró los ojos. Toda su carrera futura se esfumaba sin remedio. Todos sus años de esfuerzo, quizá no con el trabajo policial diario, pero sí con el arte de navegar con rumbo cierto en la jungla política, de mantenerse a bien con aquellos que tenían influencia y de patear a quienes podían interponerse en su camino. Todo aquello carecía ahora de sentido por culpa de un policía palurdo e imbécil.
Muy despacio, se volvió de nuevo a Ernst y, con toda la frialdad de que fue capaz, le dijo:
—Quedas suspendido y a la espera de una investigación interna. Yo en tu lugar no abrigaría muchas esperanzas de volver.
—Pero… —balbució Ernst, como preparándose para protestar.
Sin embargo, Mellberg detuvo su discurso advirtiéndole con el dedo muy cerca de su cara.
—¡Shhh! —fue lo único que dijo.
Ernst supo enseguida que había perdido la partida. Allí no tenía nada que hacer.
Gotemburgo, 1957
Agnes se estiró perezosamente en la amplia cama. Por alguna razón, cuando acababa de hacer el amor con un hombre, se sentía llena de vida. Observó la ancha espalda de Per-Erik, que estaba sentado en el borde poniéndose los impecables pantalones del traje.
—Y bien, ¿cuándo piensas decírselo a Elisabeth? —le preguntó escrutándose las uñas pintadas de rojo en busca de algún desperfecto inexistente.
La ausencia de respuesta por parte de su amante la movió a levantar la vista.
—¿Per-Erik? —lo apremió inquisitiva.
Él carraspeó, algo incómodo.
—Verás, creo que aún es pronto. Hace poco más de un mes que murió Áke y ¿qué va a pensar la gente de…? —dejó la frase inconclusa.
—Yo creía que lo nuestro te importaba más que las opiniones de «la gente» —replicó Agnes con una acritud desconocida para él.
—Y así es, querida, así es. Sólo que creo que deberíamos… esperar un poco —remató dándose la vuelta para acariciarle las piernas desnudas.
Agnes lo miró con suspicacia. Su expresión era inescrutable. La indignaba no poder adivinar su pensamiento por completo al Igual que hacía con todos los demás hombres. Pero al mismo tiempo quizá ésa fuese la razón por la que, por primera vez en su vida, sentía que había encontrado al hombre capaz de satisfacer sus expectativas. Y ya era hora. Cierto que ella tenía un aspecto excelente para sus cincuenta y tres años, pero el paso del tiempo también le acarreaba cambios nada gratos y pudiera ser que, muy pronto, se viese obligada a dejar de confiar en su físico. La idea la aterraba, de ahí que fuese tan importante para ella que Per-Erik cumpliese las promesas que tan generosamente le había hecho. Desde que iniciaron su relación, hacía ya años, Agnes siempre había tenido el control. Al menos, así lo veía ella. Sin embargo, ahora y por primera vez, sintió una punzada de recelo. ¿No se habría dejado embaucar? Por el bien de Per-Erik, esperaba que ése no fuese el caso.
Harald Spjuth estaba satisfecho con la vida de sacerdote. Como hombre, sin embargo, se sentía algo solo a veces. Pese a haber cumplido ya los cuarenta y ocho, no había encontrado a nadie con quien compartir su vida y eso le causaba un profundo dolor. Tal vez la sotana hubiese sido un impedimento, pues, de hecho, no había ningún rasgo de su personalidad que indicase que hubiera de tener dificultades para encontrar el amor. Era un hombre verdaderamente bueno y agradable, aunque él, personalmente, no hubiera elegido esos términos para describirse, ya que, además, era tímido y modesto. Tampoco podía achacar su soledad a su aspecto físico. Quizá no pudiera afirmarse sin más que valía como protagonista en la gran pantalla, pero tenía un rostro agradable, conservaba todo su cabello y poseía la envidiable cualidad de no engordar ni un solo gramo de más, pese a su inclinación por la buena mesa y los muchos cafés y pastelillos que conllevaba la vida de sacerdote de un pueblo. Aun así, no resultó.
En cualquier caso, Harald no había desistido del todo. Se preguntaba qué pensarían sus fieles si supieran la cantidad de anuncios que había enviado últimamente para buscar contactos. Tras haber probado con clases de baile y cursos de cocina, aunque sin éxito, al final de la primavera decidió sentarse a escribir el primer anuncio y, desde entonces, no dejó de hacerlo. Todavía no había encontrado a su gran amor, si bien sí compartió más de una cena agradable, amén de conseguir un par de buenas amigas con las que se escribía a menudo. De hecho, en la mesa de la cocina lo aguardaban tres cartas a la espera de su lectura y su respuesta, pero el deber era lo primero.