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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (51 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Patrik sentía muchísima curiosidad, pero aguardó a que Niclas quisiera continuar.

—Las lesiones de Albin, las que creían… o, bueno, las que creen seguro que eran obra mía…, en realidad era…, era…

Parecía no encontrar el nombre, así que Charlotte terminó la frase:

—Era Sara.

Lo dijo con un tono de voz mecánico, vacío de todo sentimiento. Patrik dio un salto en la silla. Desde luego, no esperaba oír eso.

—¿Sara? —preguntó sin entender nada.

—Sí —confirmó Charlotte—. Ya saben que Sara tenía problemas. Le costaba controlar sus impulsos y estallaba en imprevisibles ataques de ira. Antes de que naciera Albin, dirigía la rabia contra nosotros, pero, claro, nosotros éramos adultos y podíamos defendernos y conseguir que tampoco se hiciese daño a sí misma. Cuando nació Albin…

Su voz se quebró. Bajó la vista y la clavó en sus manos temblorosas.

—Cuando nació Albin, todo empeoró hasta el punto de escapar a nuestro control —remató Niclas—. En nuestra simpleza, creímos que sería bueno para Sara tener un hermanito, alguien de quien sentirse responsable y a quien proteger. Aunque ahora, bien mirado, fuimos bastante ingenuos. Sara odiaba a Albin y la dedicación que nos reclamaba. Y no dejaba escapar la menor oportunidad de hacerle daño. Por más que intentábamos tenerlos siempre vigilados, resultaba imposible. Era tan rápida…

Niclas miró a Charlotte, que confirmó sus palabras con un leve asentimiento. El prosiguió:

—Lo intentamos todo: asistentes sociales, psicólogos, terapia, medicación… Probamos con todas las vías. Intentamos cambiar su alimentación: le suprimimos los azúcares y todos los hidratos de carbono de rápida asimilación, pues según ciertos estudios, eso podría ejercer una influencia positiva. Pero nada funcionaba. Y ya no sabíamos qué hacer. Tarde o temprano, le haría un daño irreparable. Tampoco queríamos enviarla a ningún centro y, además, ¿adónde? Cuando salió la plaza en Fjällbacka, pensamos que tal vez fuese la solución. Un cambio radical de ambiente y, además, contaríamos con la ayuda de la madre de Charlotte y de Stig, su marido. Parecía perfecto.

Ahora fue la voz de Niclas la que se quebró. Charlotte le apretó la mano levemente. Habían estado juntos en el infierno y, en cierto modo, aún se encontraban en él.

—No saben cuánto lo siento —aseguró Patrik—. Pero tengo que pregúntales: ¿tienen alguna prueba de lo que dicen?

Niclas asintió.

—Entiendo que es su deber preguntar. Les hemos traído una lista de las personas con las que estuvimos en contacto a propósito de la agresividad de Sara. Ya les avisamos de que quizá los llamase la policía para hacerles preguntas y que no tenían por qué alegar confidencialidad ni secreto profesional, sino procurarles toda la información de que dispongan.

Niclas le dio la lista a Patrik, que la cogió en silencio. No dudaba en absoluto de la veracidad de lo que acababa de oír, pero aun así tendría que confirmarlo

—¿Han sacado algo en claro con lo de Kaj? —le preguntó Charlotte a Patrik.

—Estamos interrogándolo en relación con cierto asunto, pero no puedo decir más.

Charlotte asintió comprensiva.

Patrik vio que Niclas quería añadir algo, aunque parecía costarle, y aguardó paciente a que estuviera listo para hablar.

—En cuanto a la coartada… —Miró a Charlotte, que volvió a asentir con un movimiento alentador, apenas perceptible—. Les recomiendo que vuelvan a hablar con Jeanette. Mintió, dijo que no estuve con ella para vengarse de mí por haber roto nuestra relación. Estoy seguro de que si le insisten, terminará por admitirlo.

A Patrik no le sorprendió lo más mínimo. Notó cierto eco de falsedad en la versión de Jeanette. En fin, de ser preciso, ya encontrarían el momento de hablar con ella. En realidad, esperaba que, tras el interrogatorio, la cuestión de la coartada de Niclas resultase superflua.

Se pusieron de pie y se estrecharon la mano. De repente sonó el móvil de Niclas, que salió a responder al pasillo. La noticia lo sobresaltó.

—¿Al hospital? Tranquila, vamos para allá ahora mismo.

Se volvió hacia Charlotte, que seguía junto a Patrik en el umbral.

—Stig ha empeorado repentinamente. Van camino del hospital.

Patrik se quedó mirándolos mientras recorrían el pasillo en dirección a la salida. ¿No habían sufrido ya bastante?

Buscó refugio en el templo. Las palabras de Asta se arremolinaban resonando en su mente como un enjambre de avispas iracundas. Todo su mundo se venía abajo y aún no se le habían ofrecido las respuestas que esperaba encontrar en la iglesia. Más bien parecía que las paredes de piedra lo aprisionaban poco a poco mientras reflexionaba sentado en el primer banco. Incluso Jesús, clavado en su cruz, parecía exhibir una sonrisa burlona que no había advertido antes.

Un ruido lo hizo volverse a mirar. Varios turistas tardíos, de origen alemán, entraron hablando en voz alta y se pusieron a fotografiar con frenesí. A él siempre lo indignaron los turistas y aquello fue la gota que colmó el vaso.

Arne se levantó y empezó a gritar salpicando saliva.

—¡Fuera de aquí! ¡Enseguida! ¡Todos fuera ahora mismo!

Pese a que no comprendieron una palabra, su tono no dejó lugar a dudas, de modo que el grupo se marchó atemorizado.

Satisfecho de su reacción, volvió a sentarse en el banco, pero la sonrisa burlona de Jesús no tardó en conducirlo de nuevo a su pesadumbre.

Una ojeada al pulpito le infundió renovado valor. Ya era hora de hacer algo que debería haber hecho mucho, mucho tiempo atrás.

La vida era tan injusta… ¿Acaso no había luchado contra viento y marea desde que nació? Nunca le dieron nada gratis. Nadie reconocía sus virtudes. Ernst no comprendía cómo funcionaba la gente, así de sencillo. ¿Cuál era el problema? ¿Por qué siempre lo miraban maliciosamente, murmuraban a sus espaldas y le arrebataban las posibilidades que por derecho le correspondían? Siempre igual. Ya en primaria, en la escuela, todos se ponían en su contra. Las chicas se reían y los chicos le pegaban cuando volvía a casa. Ni siquiera respondieron con algo de compasión cuando su padre se cayó y se quedó clavado a un rastrillo. Antes bien, le constaba que las malas lenguas fueron diciendo que su pobre madre había tenido algo que ver con el accidente. Desde luego, no conocían la vergüenza.

Siempre pensó que las cosas cambiarían cuando terminase el instituto, cuando se enfrentase al mundo de verdad. Eligió la profesión de policía para tener la oportunidad de mostrarse como el hombre fuerte que en verdad era. Pero tras veinticinco años en el Cuerpo, se veía obligado a admitir que las cosas no habían ido como él tenía pensado. Sin embargo, jamás se había sentido tan hundido en la mierda como ahora. Sencillamente, no se le pasó por la cabeza sospechar que Kaj tuviese nada que ver con aquello. Solían jugar a las cartas, era un buen amigo y, además, uno de los pocos que apreciaban su compañía. Y ya sabía él que ese tipo de acusaciones infundadas podían destrozar la vida de un hombre inocente. Para una vez que tenía ocasión de hacerle un favor a un amigo, no se lo pensó dos veces. ¿Qué había de censurable en ello? Ignoró la llamada de los colegas de Gotemburgo movido por la mejor de las intenciones, pero nadie parecía comprenderlo. Ahora, todos se lo echaban en cara. ¿Por qué siempre tenía tan mala suerte? Desde luego, era lo bastante despierto para comprender que el suicidio del chico echaría más leña al fuego.

Sim embargo, mientras estaba en su despacho, relegado a la soledad que le imponían como si fuese un preso en la fría Siberia, se le ocurrió una brillante idea. De repente, supo exactamente cómo desviar la situación en su propio beneficio. Iba a convertirse en el héroe del día y, de una vez por todas, podría demostrarle al mocoso de Hedström quién de los dos tenía más experiencia. En efecto, durante la reunión de la mañana, se dio perfecta cuenta de la expresión de incredulidad de Hedström cuando Mellberg señaló que habría que apretarle las tuercas al loco del pueblo. Pero lo que a uno beneficiaba, era la ruina del otro. Si Hedström no quería tomar la autopista que lo llevaría a la solución del asesinato, él sí estaba dispuesto a sacrificarse y triunfar. Cualquiera podía ver que el tal Morgan era el culpable, y el que hubiesen hallado en su casa la cazadora de la niña despejaba cualquier duda.

Lo que más lo satisfacía del plan era su sencillez genial. Citaría a Morgan para interrogarlo, lo obligaría a confesar en un santiamén y así tendría al asesino. Al mismo tiempo, le demostraría a Mellberg que él, Ernst, sí prestaba atención a las palabras de sus superiores, en tanto que Hedström no sólo era un incompetente, sino que además se permitía cuestionar el criterio de su jefe. Después de aquello, volverían a considerarlo como merecía.

Se levantó y, con resolución inusitada, se dirigió a la puerta. Ya era hora de llevar a cabo un trabajo policial de alta calidad. Una vez en el pasillo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía salir. El terreno estaba despejado.

Capítulo 28

Gotemburgo, 1957

Mary no sentía nada bajo la lluvia torrencial. Ni odio ni alegría. Tan solo un gélido vacío que colmaba todo su cuerpo, desde la capa más superficial de su piel hasta los huesos de su esqueleto.

Su madre sollozaba a su lado. Estaba más elegante que de costumbre. El negro del luto le sentaba bien. Todos repararon en la belleza que le añadía el dramatismo. Con mano trémula, dejó caer una rosa roja sobre el ataúd de su difunto esposo y, acto seguido, se arrojo en brazos de Per-Erik. Detrás de ellos estaba su esposa, con el dolor plasmado en su rostro vulgar, pues ignoraba cuántas veces se había acostado su marido con la mujer que en ese momento le empapaba el abrigo de lágrimas.

Mary observaba dolida a su madre pues habría deseado que buscase consuelo en su regazo. Una vez más, se veía excluida. Una vez más, despreciada. Las dudas la asediaban como fieras, pero se obligo a domeñarlas. No podía empezar a cuestionarlo todo, eso la hundiría.

La lluvia le helaba las mejillas, pero su rostro permanecía imperturbable. Algo reacia, recorrió los pocos pasos que la separaban del hoyo e intentó obligarse a arrojar la rosa que llevaba en la mano. El monstruo se revolvió ligeramente en su interior, apremiándola, animándola a levantar el brazo y sostener la rosa sobre el féretro sin decir nada. Éste relucía negro en el fondo del hoyo. Después, vio a cámara lenta cómo sus dedos soltaban el tallo lleno de espinas, y la rosa, con una lentitud insoportable, cayó sobre la dura superficie del ataúd. Creyó oír el eco del golpe de la flor contra la madera, pero nadie reaccionó, de lo que dedujo que el ruido resonó sólo en su cabeza.

Allí permaneció durante unos minutos, que a ella se le hicieron eternos, hasta que noto un leve roce en el brazo. La mujer de Per-Erik le advertía, con una cálida sonrisa, que ya podían marcharse. Delante de ellas iba el resto del cortejo fúnebre, con Agnes y Per-Erik en cabeza. Él le rodeaba los hombros con el brazo sobre el que ella se apoyaba al caminar.

Mary miraba de reojo a la mujer que tenía a su lado preguntándose con sorna cómo podía ser tan ciega y tan ingenua para no ver el aura de tensión sexual que envolvía a la pareja. Mary sólo tenía trece años, pero lo veía tan claro como la lluvia que los empapaba a todos. En fin, aquella mujer necia no tardaría en conocer la verdad.

A veces se sentía mucho mayor de la edad que tenía. Observaba la necedad de la gente con un desprecio muy superior al esperado en una adolescente pero, claro, ella había tenido una maestra excelente. Su madre le había enseñado cuanto sabía sobre el ser humano, cada uno iba a lo suyo, cada uno debía procurarse lo que quería en la vida sin permitir que nada se interpusiese, le repetía. Y Mary había sido una alumna excelente. Ahora se sentía madura y preparada para que su madre la tratase con el respeto que merecía. Al fin y al cabo, Mary le había demostrado de sobra cuánto daba de sí su amor por ella ¿Acaso no había hecho el mayor de los sacrificios? Ahora le devolvería ese amor con creces, estaba segura de ello. Jamás tendría que regresar a las tinieblas del sótano para ver crecer al monstruo.

Por el rabillo del ojo, vio que la mujer de Per-Erik la observaba con gesto preocupado. Entonces cayó en la cuenta de que iba sonriendo y se puso seria enseguida. Era importante guardar las apariencias. Su madre siempre se lo recordaba Y su madre siempre tenía razón.

El aullido de las sirenas se oía muy a lo lejos. Quería levantarse y protestar, exigir que la ambulancia diese la vuelta y lo llevase de regreso a casa, pero sus miembros se negaban a obedecer y, cuando intentaba hablar, su garganta sólo profería un sonido sibilante que se escapaba entre sus labios. Entreveía sobre su cabeza la expresión angustiada de Lilian.

—Shhh, no intentes hablar, resérvate la energía. Pronto estaremos en Uddevalla.

Contra su voluntad, se vio obligado a abandonar toda tentativa de resistencia En realidad no tenía fuerzas para ello. El dolor seguía allí, más agudo que nunca

¡Todo fue tan rápido! Por la mañana se sentía bastante bien e incluso se animó a comer un poco. Al cabo de un rato, el dolor empezó a agudizarse hasta llegar a ser insoportable. Cuando Lilian subió con el té de la mañana, Stig ya no podía ni hablar y a ella se le cayó la bandeja al suelo, tal fue la impresión que se llevó al verlo. Después empezó el espectáculo. El ruido de sirenas, pisadas en la escalera, manos que, con mucho mimo, lo trasladaban a una camilla y lo metían en la ambulancia… Y luego el recorrido a toda velocidad, del que él sólo tenía un vago recuerdo.

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