Las hijas del frío (7 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las hijas del frío
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—¿Martin?

El compañero estaba al teléfono cuando Patrik llegó, pero le indicó que tomase asiento. La conversación parecía estar tocando a su fin y Martin la terminó con un críptico y susurrante «mmm…, sí, yo también, mmm…, igualmente», al tiempo que se ruborizaba hasta las cejas.

Pese al tema que lo llevaba al despacho del colega, Patrik no pudo evitar meterse un poco con su joven colega.

—Vaya, ¿con quién hablabas, si puede saberse?

A modo de respuesta sólo obtuvo el ininteligible murmullo de Martin, cuyo rubor se acentuó aún más.

—¿Alguien que llamaba para denunciar un delito? ¿Alguno de los colegas de Strömstad? ¿O de Uddevalla? O tal vez Leif G. W, el que estaba interesado en escribir tu biografía.

Martin se retorcía en la silla, pero volvió a murmurar algo más audible.

—Pía.

—Ah, bueno, Pía… Fíjate, jamás me lo habría imaginado. Veamos, ¿cuánto lleváis? Tres meses, ¿no? Eso debe de ser un récord para ti, ¿verdad? —le chinchó Patrik

Hasta el verano pasado, Martin había sido famoso por ser algo así como un especialista en historias de amor breves y desgraciadas, principalmente por su capacidad infalible de caer enamorado de objetivos ya ocupados que por lo general no perseguían más que una aventura transitoria. Pero Pía no sólo estaba libre, sino que además era una joven encantadora y muy formal.

—Celebraremos los tres meses el sábado —confirmó Martin con un destello en los ojos—. Y vamos a mudarnos a vivir juntos. Justo me llamaba para decirme que ha encontrado un apartamento perfecto en Grebbestad. Iremos a verlo esta tarde.

El rubor iba palideciendo, pero el joven no podía ocultar que estaba enamorado hasta los huesos.

Patrik recordó cómo era entre él y Erica al principio de su relación. PB, prebebé. La amaba con locura, pero aquel enamoramiento arrebatador se le antojaba ahora como un sueño lejano y desdibujado. Al parecer, los pañales llenos de caca y las noches en vela surtían ese efecto.

—¿Y tú qué? ¿Cuándo vas a convertir a Erica en una mujer decente? No puedes consentir que se pasee por ahí con un hijo ilegítimo.

—Pues sí, mira, eso es para pensárselo —dijo Patrik con una sonrisa socarrona.

De repente su semblante adoptó una expresión más seria, pues recordó que se enfrentaban a algo muy distinto de una broma.

—Acaba de llamar Pedersen. El informe sobre la autopsia de Sara nos llegará por fax, pero me hizo una síntesis de lo que contiene, y esa síntesis implica que su ahogamiento no fue un accidente. La asesinaron.

—¿Qué demonios estás diciendo? —Martin volcó el lapicero al gesticular presa de la mayor estupefacción, pero no se molestó en recogerlo y centró toda su atención en Patrik.

—Al principio, él también estaba en nuestra onda y pensaba que había sido un accidente. No había lesiones visibles en el cadáver, iba totalmente vestida con ropa adecuada a la estación en que estamos, salvo que no llevaba cazadora, pero se le pudo salir y desaparecer flotando. Lo más importante: cuando examinó los pulmones, encontró agua —dijo antes de guardar silencio unos segundos.

Martin se encogió de hombros y arqueó las cejas inquisitivo:

—Pero, dime, ¿qué encontró en el cadáver que no encajara con el accidente?

—Agua de la bañera.

—¿Agua de la bañera?

—Sí, sus pulmones no contenían agua del mar, como cabría esperar en una persona que se ha ahogado en el mar, sino agua de la bañera. Quizá deba añadir «probablemente». En cualquier caso, Pedersen halló en el agua restos de jabón y champú, lo que indica que se trata del agua de una bañera.

—O sea que la ahogaron en una bañera —concluyó Martin en tono incrédulo. Estaban tan convencidos de que se trataba de un caso de ahogamiento, trágico pero accidental, que le costaba cambiar de idea.

—Sí, eso parece. Y, además, concuerda con los moratones que había en el cadáver.

—¿Decías que no había ninguna marca en el cuerpo?

—No, a primera vista no las había. Pero cuando le retiraron el cabello de la nuca y miraron con más detenimiento, vieron claramente unos moratones que bien podrían coincidir con las marcas de una mano. La mano de alguien que le mantuvo la cabeza bajo el agua de forma violenta.

—¡Joder!

Martin parecía a punto de vomitar. Patrik experimentó la misma sensación cuando oyó la noticia del forense.

—Es decir, nos enfrentamos a un caso de asesinato —dedujo Martin como para convencerse a sí mismo del hecho.

—Sí, y ya hemos perdido dos días. Tenemos que empezar a hacer una ronda de interrogatorios por el barrio, preguntarle a la familia y a los parientes, y averiguar cuanto podamos de la pequeña y sus más allegados.

Martin hizo un mohín de repulsa y Patrik comprendió su reacción. Las tareas que tenían ante sí no eran nada agradables. La familia estaba ya destrozada y ahora ellos se verían obligados a remover en sus despojos. Con demasiada frecuencia, los asesinatos de niños resultaban cometidos por aquellos que más deberían lamentarlos, de ahí que en esos casos no pudiesen mostrar la compasión que podía esperarse en el trato con una familia que acaba de perder a un hijo.

—¿Has hablado ya con Mellberg?

—No —confesó Patrik con un suspiro—. Ahora voy. Puesto que fuimos nosotros los que acudimos a la llamada el otro día, pensé que podríamos llevar el caso juntos. ¿Te importa?

Sabía que se trataba de una pregunta retórica, pues ninguno de los dos deseaba ver a los colegas Ernst Lundgren o Gösta Flygare como los responsables de nada más complejo que el robo de una bicicleta.

Martin asintió sin más.

—Vale —dijo Patrik—. Mejor será que termine cuanto antes.

El comisario Mellberg observaba la carta que tenía ante sí como si fuese una serpiente venenosa. Era de lo peor que podía ocurrirle. Incluso el indignante incidente de Irma del verano anterior palidecía a su lado.

Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, pese a que la temperatura en su despacho era más bien baja. Mellberg se limpió el sudor con la mano y, sin querer, se desbarató el mechón que con tanto cuidado se había enroscado sobre la calva. Justo cuando, irritado, intentaba restituirlo a su lugar, llamaron a la puerta. Le dio a toda prisa el último toque a su obra antes de gritar un enojado.

—¡Entre!

Hedström se mostró impertérrito ante el tono de Mellberg, pero éste advirtió que su semblante delataba una gravedad inusual. Por lo general y a juicio del comisario, Patrik era más bien demasiado graciosillo para su gusto. Él prefería trabajar con hombres como Ernst Lundgren, que siempre trataba a sus superiores con el respeto que merecían. Con Hedström siempre tenía la sensación de que era capaz de sacarle la lengua en cuanto se diese media vuelta. Pero el tiempo separaba la paja del grano, se decía Mellberg con amargura. Gracias a su dilatada experiencia en la policía, sabía que los endebles y los bromistas solían ser los primeros en caer.

Por un segundo logró olvidar el contenido de la carta, pero cuando Hedström se sentó al otro lado del escritorio, se dio cuenta de que quedaba claramente visible para él, por lo que se apresuró a guardar la misiva en el primer cajón. Llegado el momento, se encargaría de aquel asunto.

—Bien, ¿cuál es el problema?

Mellberg oyó el temblor de su propia voz, pues aún estaba afectado por la conmoción, y se esforzó por estabilizarla. No dar nunca muestras de debilidad, ése era su lema. Si les ofrecías el cuello a tus subordinados, te clavaban los dientes sin pensarlo.

—Un asesinato —dijo Patrik sucintamente.

—¿Qué ha pasado ahora? —suspiró Mellberg—. ¿Alguno de los bestias de nuestros viejos amigos le ha arreado a la parienta en la cabeza con más ímpetu que el de costumbre?

El semblante de Hedström no se alteró.

—No —respondió—. Se trata del ahogamiento accidental del otro día. Resulta que, después de todo, no fue un accidente. A la niña la ahogaron.

Mellberg soltó un leve silbido.

—No me diga, no me diga —contestó impreciso mientras las ideas se cruzaban por su mente con notable confusión.

Por un lado, siempre le indignaban los crímenes cometidos contra niños, por otro, intentaba dilucidar en qué medida tan inesperado suceso podía afectarle en calidad de jefe de la policía de Tanumshede. Había dos maneras de considerarlo o bien como un montón de exceso de trabajo y de papeleo, o bien como un ascenso en el curso de su carrera y la vuelta a Gotemburgo y a verse en el ojo del huracán. Claro que no tenía otro remedio que admitir que las dos exitosas investigaciones de asesinato en las que había participado hasta aquel momento no habían surtido el efecto deseado, pero, tarde o temprano, algo convencería a sus jefes de que su lugar estaba en la oficina de la capital. Y quién sabía si no sería éste el caso que lo restituiría a su puesto.

Comprendió que Hedström esperaba algún otro tipo de reacción por su parte y se apresuró a añadir.

—¿Quiere decir que alguien ha matado a una niña? Bueno, ese miserable no escapará —dijo cerrando el puño como para marcar el peso de sus palabras, aunque sólo consiguió provocar un destello de preocupación en los ojos de Patrik.

—¿Tiene alguna pregunta sobre la causa de la muerte? —preguntó Hedström para guiarlo un poco.

Su tono de voz le pareció a Mellberg de lo más irritante.

—Por supuesto, justo a eso iba ahora mismo. A ver, ¿qué dijo el forense al respecto?

—Que se ahogó, pero no en el mar. Sólo encontraron agua dulce en sus pulmones y, puesto que estaba mezclada con restos de jabón y cosas así, Pedersen dedujo que probablemente fuese agua de la bañera. Es decir, la niña, Sara, fue ahogada en el interior de una casa, en una bañera, y luego trasladada al mar, donde la arrojaron para que pareciese un accidente.

El panorama que el relato de Hedström suscitó en su imaginación lo llevó a olvidar sus posibilidades de ascenso por un segundo. Consideraba que, en sus años de servicio, había visto de todo, pero los asesinatos de niños no dejaban impasible a nadie. Lo de emprenderla con una niña pequeña era algo que sobrepasaba los límites de toda decencia y la indignación que en él suscitaba un caso como aquél no era, por inusual, menos desagradable.

—¿Algún sospechoso claro? —preguntó.

Hedström negó con la cabeza.

—No, no sabemos de ningún problema con la familia y tampoco tenemos otros casos de agresión a niños en Fjällbacka. Nada como esto. De modo que supongo que tendremos que empezar hablando con la familia, ¿no? —inquirió Patrik tanteando el asunto.

Mellberg comprendió enseguida lo que pretendía. Y por él, no había objeción. En otras ocasiones había funcionado bien dejar que Hedström hiciese todo el trabajo preliminar y después, cuando todo estuviese aclarado, colocarse él en medio de los focos. Tampoco era nada de qué avergonzarse. No en vano, la clave de un liderazgo de éxito precisamente consistía en saber delegar.

—¿Se diría que quiere dirigir esta investigación?

—Bueno, la verdad es que ya he empezado, puesto que fuimos Martin y yo quienes acudimos a la llamada de emergencia cuando dieron la alarma y ya hemos hablado con la familia y eso.

—Bien, me parece una buena idea —dijo Mellberg con un gesto de aprobación—. Pero procure mantenerme informado.

—De acuerdo —respondió Hedström también satisfecho—. Entonces, Martin y yo nos pondremos manos a la obra.

—¿Martin? —preguntó Mellberg con insidia.

Seguía irritándolo el tono irrespetuoso de Patrik y en ese momento vio la oportunidad de ponerlo en su sitio. A veces Hedström se comportaba como si fuese el jefe de la comisaría y aquélla era una ocasión ideal para demostrarle quién mandaba allí.

—No, no creo que pueda prescindir de Martin por ahora. Ayer lo puse a investigar una serie de robos de vehículos, seguramente una liga de los países bálticos que opera en la zona, así que creo que tiene más que de sobra. En cambio, Ernst —dijo retardando las palabras y disfrutando de la expresión torturada de Patrik—, no tiene mucho que hacer en estos momentos, así que lo ideal es que los dos trabajen con este caso.

El policía se retorcía ante él como si lo estuviesen torturando y Mellberg sabía que había puesto el dedo en el lugar adecuado, justo en la llaga. No obstante, resolvió paliar ligeramente el padecimiento de Hedström.

—Pero lo nombro a usted responsable de la investigación, de modo que Lundgren tendrá que informarlo directamente.

Aunque Ernst Lundgren era un colega mucho más agradable, Mellberg no era tan imbécil como para ignorar que el hombre tenía sus limitaciones. Sería una insensatez tirar piedras contra el propio tejado…

En cuanto Hedström se marchó y cerró la puerta, Mellberg volvió a sacar la carta y a leerla, seguramente por décima vez.

Morgan estiró los dedos y los hombros antes de sentarse delante de la pantalla del ordenador. Sabía que a veces se perdía por completo en aquel mundo y que podía permanecer en la misma postura durante horas y horas. Comprobó exhaustivo que tenía cuanto necesitaba para no tener que levantarse hasta que no fuese del todo necesario. Sí, allí estaba todo, una botella de Coca-Cola grande, una chocolatina Dajm grande y una chocolatina Snickers grande. Con ello se mantendría un buen rato.

El archivador que le había dado Fredrik y que ahora tenía sobre las rodillas era pesado. Todo aquel mundo fantástico que él era incapaz de crear estaba reunido entre las pastas duras del archivador, a la espera de convertirse en unos y ceros. Eso sí era algo que él dominaba. Por algún misterio de la naturaleza, los sentimientos, la imaginación, los sueños y los cuentos no tenían cabida en su cerebro; en cambio, dominaba lo lógico, lo fácilmente predecible de los unos y los ceros, los pequeños impulsos eléctricos del ordenador que se hacían visibles en la pantalla.

A veces se preguntaba qué se sentiría cuando, como Fredrik, uno era capaz de sacarse de la cabeza otros mundos, crear y vivir los sentimientos de otras personas. Por lo general, aquellas cavilaciones no lo llevaban más que a encogerse de hombros y a desecharlas como algo carente de importancia, pero en los períodos de depresión profunda que a veces sufría, podía sentir todo el peso de su limitación y desesperar al saberse tan distinto del resto de la gente.

Al mismo tiempo, era un consuelo saber que no estaba solo. Solía entrar en páginas web para gente como él y había intercambiado correos electrónicos con algunos de ellos. En una ocasión incluso llegó a aceptar una cita en Gotemburgo, pero se trataba de una experiencia que no deseaba repetir. El hecho de que fueran tan esencialmente distintos de las demás personas les dificultaba la relación entre sí y el encuentro constituyó un fracaso de principio a fin.

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