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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (9 page)

BOOK: Las hijas del frío
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—Llevo demasiado tiempo tumbada —Después, con los ojos llenos de lágrimas, susurró—. ¿No es un sueño?

—No, no es un sueño —respondió Erica.

Y no supo qué otra cosa añadir. Se sentó en el sofá, junto a Charlotte, con Maja en las rodillas, y rodeó con el brazo los hombros de su amiga. Notaba la humedad de su camiseta y se planteó unos segundos si se atrevería a proponerle a Niclas que ayudase a Charlotte a darse una ducha y a cambiarse de ropa.

—¿Quieres otra pastilla? —preguntó Niclas sin siquiera osar mirar a su esposa después de haber sido rechazado hacía un momento.

—No más pastillas —respondió Charlotte moviendo de nuevo la cabeza con vehemencia—. He de tener la cabeza despejada.

—¿Quieres darte una ducha? —preguntó entonces Erica—. Estoy segura de que Niclas o tu madre te ayudarán encantados.

—¿No podrías ayudarme tú? —quiso saber Charlotte, cuya voz empezaba a sonar más firme a cada frase que decía.

Erica dudó un instante, antes de responder:

—Por supuesto.

Con Maja en un brazo, ayudó a Charlotte a levantarse del sofá y a salir de la sala de estar.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntó Erica.

Niclas le señaló una puerta que había al fondo del pasillo.

El recorrido hasta allí se le hizo infinito. Lilian las vio pasar ante la puerta de la cocina y, ya estaba a punto de abrir la boca y disparar una salva, cuando Niclas entró y la hizo callar con una mirada elocuente. Erica oyó su indignado murmurar que subía y bajaba de volumen en la cocina, pero no le dio la menor importancia. Lo principal era que Charlotte se encontrase mejor y ella tenía plena y absoluta confianza en el efecto benéfico de una ducha y un cambio de ropa.

Capítulo 5

Strömstad, 1923

No era la primera vez que se escapaba de casa. Resultaba tan fácil. Abrió la ventana, subió al tejado y bajó por el árbol de copa frondosa que había junto a la casa. Trepar no le costó nada. Aunque, tras mucho sopesarlo, decidió abstenerse de llevar falda, pues le podía dificultar la bajada por el árbol, así que se puso un par de pantalones estrechos por abajo y un poco más amplios por los muslos.

Era como si la arrastrase una gran ola a la que ni podía ni quería oponer resistencia. Sentir una atracción tan fuerte por alguien la aterraba tanto como la complacía, y comprendió que los enamoramientos pasajeros que antes había tomado en serio no habían sido mas que juegos de niños. Lo que ahora experimentaba eran sentimientos de una mujer madura y eran más poderosos de lo que jamás pudo sospechar. Durante las muchas horas de reflexión a las que se había dedicado desde aquella mañana, tuvo la clarividencia suficiente para comprender que era su añoranza del fruto prohibido la responsable de buena parte del ardor que encendía su pecho. Pero, con independencia del porqué, allí estaba el sentimiento y ella no tenía costumbre de negarse nada a si misma y, desde luego, tampoco pretendía empezar ahora. En realidad no tenía ningún plan. Solo la conciencia de lo que quería y de que lo quería ya. Jamás había tenido que ocuparse de las consecuencias y las cosas siempre habían tendido a solucionarse, al menos para ella, de modo que ¿por qué no iban a hacerlo también en este caso?

Ni se le paso por la cabeza que él no la quisiera. Aun no había conocido a un solo hombre que quedase indiferente a su persona. Los hombres eran como las manzanas, ella sólo tenía que extender el brazo para cogerlos, por mucho que estuviese dispuesta a reconocer que aquella manzana entrañaba algo más de riesgo que las demás. Incluso los hombres casados a los que, sin que su padre lo supiera, había besado y en algunos casos incluso les había permitido que fuesen más lejos, resultaban más seguros que el hombre con el que se disponía a encontrarse. En efecto, todos ellos pertenecían a su misma clase social y, si bien en un principio habría sido un escándalo que se conocieran sus citas con alguno de ellos, se habría juzgado con cierta indulgencia casi de inmediato. Pero un hombre de la clase trabajadora…, un picapedrero. Esa idea no se le había ocurrido a nadie. Sencillamente, esas cosas no sucedían.

Sin embargo, ella estaba harta de los hombres de su clase. Pusilánimes, sosos, de mano blanda y voz chillona. Ninguno de ellos era hombre del modo en que lo era aquel al que había conocido aquella mañana. Se estremecía sólo con recordar la sensación de su mano rugosa sobre su piel.

No le fue fácil averiguar dónde vivía. No sin despertar sospechas. A pesar de ello, consiguió la dirección echando una ojeada a las nóminas en un momento en que nadie la veía, y después supo cuál era su habitación mirando discretamente de ventana en ventana.

La primera piedra no provocó ninguna reacción, así que aguardó unos minutos, temiendo despertar a la casera. Pero nadie se movió en el interior. Admiró su propio aspecto a la clara luz de la luna. Había elegido ropa oscura y sencilla para no provocar un contraste demasiado evidente a su lado y, por la misma razón, se había trenzado el cabello y lo había recogido en un moño, uno de los sencillos peinados que solían llevar las mujeres de los trabajadores. Satisfecha con el resultado, tomó otra piedra del sendero de gravilla y la arrojó contra la ventana. Ahora sí advirtió la reacción de alguien que se movía en la oscuridad y, por un segundo, se le paró el corazón. El frenesí de la cacería le subió la adrenalina y sintió cómo se le encendían las mejillas. Cuando el abrió la ventana intrigado, Agnes se ocultó tras las lilas que la cubrían parcialmente y respiró hondo. La caza podía empezar.

Salió del despacho de Mellberg con pesadumbre y paso cansino. «¡Mierda de tío!», fue la idea madura y bien formulada que acudió a su mente. Sabía perfectamente que el comisario le había impuesto a Ernst sólo por fastidiar. Si no fuese tan terriblemente trágico, sería casi cómico. Así de absurdo.

Patrik entró en el despacho de Martin desvelando con la expresión de todo su cuerpo que las cosas no habían ido como tenían pensado.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Martin con un mal presentimiento.

—Por desgracia, no puede prescindir de ti. Debes seguir trabajando con el asunto de la liga de ladrones de coches. En cambio, sí que parece que podía prescindir de Ernst sin problemas.

—Estás de broma —dijo Martin en voz baja, puesto que Patrik no había cerrado la puerta al entrar—. ¿Ernst y tú vais a trabajar juntos?

Patrik asintió abatido.

—Eso parece. Si supiéramos quién es el asesino, podríamos mandarle un telegrama felicitándolo. Esta investigación se irá al traste a menos que consiga mantenerlo apartado tanto como pueda.

—¡Mierda! —exclamó Martin.

Patrik sólo pudo coincidir con él. Tras unos minutos de silencio, se levantó dándose una palmada en los muslos en un intento por concitar algo de entusiasmo.

—En fin, no hay más que ponerse manos a la obra.

—¿Por dónde piensas empezar?

—Pues lo primero será informar a los padres de la pequeña sobre el curso de los acontecimientos y, con mucha delicadeza, empezar a hacer preguntas.

—¿Te llevarás a Ernst? —preguntó Martin escéptico.

—Más bien no, pensaba intentar escaparme solo. Espero poder informarlo un poco más tarde de que tiene otro compañero.

Pero cuando salió al pasillo, comprobó que Mellberg había arruinado sus planes.

—¡Hedström! —le retumbó en los oídos la voz quejosa y chillona de Ernst.

Por un instante sopesó la posibilidad de volver corriendo a esconderse en el despacho de Martin, pero al final contuvo un impulso tan infantil. Al menos uno de los dos policías del equipo tenía que comportarse como un adulto.

—¡Aquí estoy! —dijo haciendo una seña con la mano a Lundgren, que se acercaba echando humo.

Alto y escuálido, y con una permanente expresión de insatisfacción, no podía decirse que fuese un espectáculo muy agradable. Lo que mejor sabía hacer era lamer traseros y patear cabezas; para el auténtico trabajo policial no tenía ni la capacidad ni la voluntad necesarias. Por si fuera poco, tras el incidente del verano anterior, Patrik lo consideraba directamente peligroso por su temeridad y su deseo de destacar. Y ahora se veía obligado a cargar con Lundgren, así que fue a su encuentro lanzando un hondo suspiro.

—Acabo de hablar con Mellberg. Me dijo que la niña fue asesinada y que tú y yo dirigiremos la investigación.

Patrik se preocupó enseguida. Esperaba de todo corazón que Mellberg no le hubiese engañado.

—Lo que creo que Mellberg te dijo es que yo dirigiría la investigación y que tú trabajarías conmigo. ¿No es eso? —le preguntó Patrik con voz aterciopelada.

Lundgren bajó la mirada, pero no con tanta habilidad como para que Patrik dejase de advertir un destello de odio en sus ojos. Sólo lo había dicho por si colaba.

—Sí, bueno, quizá fue eso lo que dijo —admitió indignado—. En fin, ¿cuándo empezamos…, jefe?

Ernst pronunció la última palabra con un marcado desprecio y Patrik cerró los puños, presa de la más honda frustración. Llevaban cinco minutos trabajando juntos y ya se moría de ganas de estrangular a aquel tipo.

—Vamos a mi despacho.

Patrik entró primero y se sentó ante su escritorio. Ernst se acomodó enfrente y cruzó sus interminables piernas.

Diez minutos después, Ernst ya tenía toda la información y ambos tomaron sus cazadoras dispuestos a salir rumbo a la casa de los padres de Sara.

El viaje hasta Fjällbacka transcurrió en medio de un incómodo silencio. No tenían nada que decirse. Cuando giraron por la cuesta para acceder a la entrada de la casa, reconoció enseguida el carrito. Su primer pensamiento fue: «¡Mierda!» Pero lo revisó rápidamente. Tal vez fuese positivo para la familia que Erica estuviese allí. Al menos para Charlotte. Ella era la que más le preocupaba, no tenía ni idea de cómo recibiría la noticia de la que era portador. La gente reaccionaba de formas muy distintas. Él incluso se había encontrado con casos en que los familiares opinaban que era mejor saber que la persona que amaban había sido asesinada y no pensar que la muerte le había sobrevenido a consecuencia de un accidente. Eso les proporcionaba un culpable, algo sobre lo que descargar su dolor. Pero no sabía si los padres de Sara reaccionarían así.

Con Ernst pisándole los talones, Patrik llamó a la puerta con discreción. Fue a abrirles la madre de Charlotte, visiblemente indignada. Tenía manchas rojas en la cara y un brillo acerado en los ojos que animó a Patrik a desear no tener nunca ninguna diferencia con aquella señora.

Al reconocer a Patrik, no obstante, la mujer hizo un esfuerzo manifiesto por controlarse y adoptó una expresión inquisitiva.

—¿La policía? —preguntó al tiempo que se apartaba para dejarlos pasar.

Patrik estaba a punto de presentarle al colega cuando Ernst le interrumpió:

—Ya nos conocemos.

A modo de saludo, Ernst hizo un gesto al que Lilian respondió con otro idéntico.

«Claro —se dijo Patrik—, ¿cómo no? Con la cantidad de denuncias que se han puesto Lilian y el vecino, la mayoría de los policías de la comisaría deben de conocerla a estas alturas» Aunque hoy el asunto era algo más grave que una desavenencia con el vecino.

—¿Podemos pasar un momento? —preguntó Patrik

Lilian asintió y encabezó la marcha en dirección a la cocina, donde hallaron a Niclas sentado a la mesa también con las marcas de la indignación en el rostro. Patrik miró a su alrededor buscando a Charlotte y a Erica. Niclas lo adivinó y explicó:

—Erica está ayudando a Charlotte a ducharse.

—¿Cómo se encuentra? —quiso saber Patrik mientras Lilian les servía café a él y a Ernst, y ponía las tazas en la mesa.

—Ha estado totalmente ida, pero la visita de Erica ha obrado milagros. Es la primera vez que se ducha y se cambia de ropa desde… —Niclas dudó un segundo—, desde que sucedió.

Patrik se debatía consigo mismo. ¿Debía hablar con Niclas y Lilian a solas y dejar que Erica cuidase de Charlotte? ¿Tendría la madre de la víctima la fuerza suficiente para estar presente? Se decantó por la segunda opción. Si se había levantado y, además, contaba con el apoyo de la familia, debería ir bien. Y, después de todo, Niclas era médico.

—¿Qué quieren? —preguntó éste turbado mirando alternativamente a Ernst y a Patrik.

—He pensado que podríamos esperar hasta que Charlotte esté presente.

Tanto Lilian como Niclas parecieron contentarse con aquella respuesta, aunque intercambiaron una mirada difícil de interpretar. Transcurrieron cinco minutos en el más absoluto silencio pues, en aquellas circunstancias, no cabía entablar una conversación neutra.

Patrik miró a su alrededor. Era una cocina agradable, pero claramente gobernada por una perfeccionista de proporciones desmesuradas. Todo estaba de un limpio reluciente y en perfecto orden riguroso. Un poco diferente de la cocina de su casa, acertó a pensar, en cuyo fregadero solía reinar ahora el caos más absoluto y cuyo cubo de basura rebosaba de paquetes de comida rápida para preparar en el micro. Entonces oyó que se abría una puerta y apareció Erica con Maja durmiendo en brazos seguida de Charlotte, recién duchada. La expresión de sorpresa de Erica cedió enseguida a otra de preocupación, mientras Charlotte se apoyaba en el brazo que tenía libre su amiga y, con su ayuda, se dirigía a una de las sillas de la cocina. Patrik no sabía cuál era el aspecto de Charlotte justo antes, pero ahora tenía algo de color en las mejillas, su mirada era clara y no parecía perturbada por las pastillas.

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