La niña Araceli
Hasta después de la entrevista misteriosa con su
inmortal amiga
no conoció el doctor cuán de veras estaba enamorado de dona Costanza. En su
inmortal amiga
, mientras la tuvo presente, nada había visto de fantasma aéreo, de diabólico ni de inconsistente, sino una mujer sólida, maciza, hermosa e interesante; y sin embargo, ningún impulso de amor sensual había despertado aquella mujer en su pecho, ocupado todo con el amor de la primita.
Lo que la innominada le inspiró desde luego fue una simpatía profunda y una vehemente curiosidad. Pero ¿cómo satisfacerla?
El doctor era de suyo muy sigiloso; había prometido callar; y ni a su madre ni a Respetilla contó nada de la extraña aventura.
En balde recorrió todas las calles de la ciudad en busca de la casa donde la desconocida se le había aparecido. Era torpe para recordar sitios. Lo menos sospechó de treinta casas; pero no decidió que fuese ninguna. Cuando veía una mujer alta y delgada, imaginaba si sería su
amiga inmortal
. Se acercaba y le miraba el rostro, y se convencía de que no. A veces corría detrás de las viejas, a ver si volvía a ver a la vieja que le guió a la casa. Tampoco la volvió a ver.
—¿Quién será mi
inmortal amiga
? —se preguntaba el doctor.
Mientras duró vivo en su alma el recuerdo de la impresión material de aquellos labios hermosos sobre sus párpados y del dulce calor de aquel aliento juvenil sobre su rostro, ni soñando ni velando, en la obscuridad y silenciosa soledad de la noche, oyó el doctor de nuevo vagos rumores como de una sombra que se desliza, ni creyó sentir junto a él espíritu alguno. Sus cavilaciones, para averiguar quién ella sería, tomaron un carácter que podemos calificar de enteramente realista. El doctor llamó a careo con la impresión que la desconocida le había dejado a todas las mujeres que vivían en su memoria y con quienes había tenido algo de parecido al amor. De lo único de que se penetró el doctor, evocando tales recuerdos, fue de que nunca había amado. Su primer amor era, pues, doña Costanza. Había tenido, sí, algunas aventuras galantes, más o menos plebeyas. Ninguna de las heroínas de aquellas aventuras era su
amiga inmortal
: ni las pupileras, costureras y bailarinas de Granada, ni una gitanilla, ni varias
traviatas
de oficio, de quienes también se recordaba, ni tres o cuatro muchachuelas guapas, que habían servido a su madre, y con quienes el doctor, allá en su primera mocedad, había estado más insinuante y había sido más familiar de lo que al ilustre mayorazgo de los López de Mendoza cuadraba y convenía.
Resultaba, pues, que dentro de los límites de lo naturalmente posible, según el doctor lo entendía, su
amiga inmortal
no se había mostrado jamás ante sus ojos, desde que era hombre y se llamaba D. Faustino, hasta la noche de la entrevista misteriosa que dejamos referida.
Ella podría haberle visto, sin ser vista, y haberse enamorado de él. ¿Dónde y cómo? Difícil era averiguarlo.
Pasaron tres o cuatro días, y la impresión viva, la huella, por decirlo así, de los labios de la mujer innominada se borró de los párpados del doctor: pero la imagen de aquella mujer, que por los ojos había pasado al alma, allí permanecía impresa. Y no sólo en el alma, en la misma retina creía el doctor que conservaba aquella imagen. Mientras más tiempo pasaba, después de haber visto materialmente a la mujer, más persistía la imagen, adquiriendo cierta consistencia fantástica. Cuando cerraba los ojos, cuando estaba a obscuras, la veía cercada de un nimbo luminoso.
Aunque algo confusa e indistinta, el doctor, al contemplar aquella imagen, acabó por hallar en ella cierta semejanza con otra imagen que guardaba también en la memoria. Su madre tenía en su estrado un retrato del siglo XVI, que parecía de Pantoja. Era una dama vestida de terciopelo negro; con mangas acuchilladas y brahones; collar de perlas magníficas; gorguera y puños de lechuguilla o abanillos, y en la cabeza muchos diamantes. Este retrato, aunque no tenía nombre escrito, se sabía que era de la coya o señora peruana con cuyo dinero se edificó la casa solariega de los López de Mendoza.
Al doctor, no en seguida, sino cuatro días después de haber visto a su
inmortal amiga
, se le hubo de meter en la cabeza que se asemejaba bastante al retrato de la coya.
Ya se entiende que la imaginación poética del doctor estaba en completa discordancia con su inteligencia cultivada y con su espíritu crítico. Todos los razonamientos del doctor venían a demostrar que la mujer desconocida que le había escrito y que le había besado los párpados era una mujer de carne y hueso, bautizada en alguna parroquia, no con siglos, sino con veinte años de edad, a lo más, y que había de llamarse Juana, Francisca, Teresa u otro nombre por el estilo, de los muchos que hay en el calendario.
El doctor, con todo, hallando demasiado largo y enfático el nombre de
inmortal amiga
, tuvo el capricho de dar un nombre menos vago a su visión, y la llamó María. Quizás fue casualidad, quizás contribuyó a esto el que, en aquella época del romanticismo, los poetas, en vez de llamar a sus ninfas Nise, Filis, Galatea, Delia, u otros nombres algo pastoriles, gentílicos y helénicos, habían puesto en moda el dulce nombre de María; y cuando sus versos no eran ¡
A ella
! eran ¡
A María
! casi siempre.
Lo singular fue que, después de haber puesto el doctor a su desconocida el nombre de María, y después de haberla nombrado así varias veces, allá en su interior, vino a recordar con algún asombro, chocándole un poco la coincidencia, que la coya, durante su vida mortal, reinando en España el señor rey D. Felipe II, se había llamado también doña María.
Recordaba luego el doctor varios cuentos, que había leído o que había oído contar, los cuales, si corroboraban por momentos en su imaginación la idea absurda de que la coya tenía algo de común con la
amiga inmortal
, daban por otra parte cierta luz a su entendimiento para explicarlo todo racionalmente.
En primer lugar, como el recuerdo del retrato no era perfectamente claro, y el de la desconocida, a quien sólo había visto algunos minutos, era más confuso aún, podría ser muy bien que la semejanza fuese más imaginaria que efectiva. Lo que se contaba de que el espíritu de la coya andaba en su casa velando el tesoro de las perlas, tal vez había contribuido a infundirle aquella idea en la fantasía. Cuando pequeño había oído referir que la coya era además el más activo de los genios, espíritus familiares o lares de su casa. Mientras que el Comendador Mendoza se limitaba a ir penando por los desvanes, la coya había intervenido en no pocos asuntos de la familia. Al menos así se decía en Villabermeja. Estos y otros recuerdos habían acalorado, sin duda, la imaginación del doctor.
Lo más seguro, pues, era creer que la
amiga inmortal
era una loca, o una
romántica
, o una mujer que había querido divertirse a costa del doctor, sabe Dios con qué propósito. Hasta el parecerse a la coya, dado que en realidad se pareciera, podía justificarse y aceptarse como verosímil. Pues qué, ¿no hay personas que se parecen mucho sin ser parientes? ¿No podía además ser la desconocida algo parienta del doctor y por lo tanto de la coya?
En lo que al doctor no le cabía duda es en que no había soñado ni la carta recibida, ni la entrevista en la casa a donde le llevó la vieja, ni los besos en los párpados. Su
amiga inmortal
, por testimonio evidentísimo de sus sentidos, era un ser viviente, que estremecía el aire con su palabra, que respiraba, que se movía, que tenía calor y aliento, y sangre en las venas. De todo esto se recordaba el doctor muy bien.
Como hombre previsor, prohibió a Respetilla que dijese a nadie, ni a Manolilla siquiera, que una noche había estado solo, fuera de casa, hasta las cuatro de la mañana. Respetilla tenía tanto miedo a su amo, que se calló, a pesar de su afición a contarlo todo, y siguió sospechando que doña Costanza no era tan retrechera como su criada, y que se podía comparar mejor a cualquier reloj bien dispuesto, que al reloj de Pamplona, de que habla la copla del fandango.
Desgraciadamente para D. Faustino, las atrevidas sospechas de Respetilla carecían de fundamento. Doña Costanza no acababa de amar a su primo, si bien seguía
queriendo quererle
y viéndole todas las noches un ratito por la reja del jardín.
En cambio, el afecto que el doctor había infundido en el tierno corazón de la niña Araceli era más vehemente cada día. Este afecto era amor y más que amor; pero, como era amor sentido con humildad y devoción magnánima, y por un espíritu encarcelado en una triste armazón de huesos y forrado de una piel llena de arrugas, había tomado la forma sublime y desprendida de querer realizarse y consumarse por medio de otra tercer alma y por medio de otro cuerpo joven y hermoso, a quienes también amaba e idolatraba la niña Araceli.
Pensarán algunos que esto que refiero es insólito y raro; pero, si lo meditan bien, notarán que ocurre con frecuencia. Hay, por dicha, corazones de viejos y de viejas que no tienen la monstruosidad de amar para sí, que no se encastillan en el egoísmo, y que siguen amando con más energía y de un modo más completo, si cabe, que cuando eran mozos. Uno de estos corazones, y de los más nobles, era el de doña Araceli.
Amaba a Costancita con más ternura que la amaba y podía amarla D. Faustino, y había acabado por amar a D. Faustino, no ya sólo para casarse con él, sino para arrostrar por él muertes, miserias y cuanto hay que arrostrar, si ella se hallase en el cuerpo de doña Costanza. Su sueño de oro era, por consiguiente, verlos casados a ambos. Faustino y Costanza eran como dos pedazos de su propia alma, en cuya unión estrecha ponía doña Araceli toda su felicidad y todo su deleite.
La amistad vivísima y constante, que, desde la infancia, había unido a doña Araceli con doña Ana, madre del doctor, había servido de fundamento al afecto de doña Araceli por D. Faustino. Las prendas personales de éste habían después, con el trato y la convivencia, acrecentado aquel afecto. La niña Araceli ardía, pues, de impaciencia, al ver que tardaban tanto en llegar a un término dichoso los amores entre sus dos sobrinos.
La conferencia que tuvo con Costancita, y de que ya dimos cuenta, se repitió en balde otras dos veces.
Recelando doña Araceli que la timidez de su sobrino fuese causa de que el amor no adelantara, se decidió al cabo a hablar con él del asunto, y para ello se le llevó un día a su cuarto, y allí a solas se explicó de esta manera:
—Muchacho —le dijo—, no he querido hasta ahora hablarte claro, pero ya es menester que te hable. No se entiende bien que siendo, como eres, tan lindo mozo, tan galán, tan discreto y tan sabio, seas al mismo tiempo tan para poco. Yo concerté con tu madre que vinieses aquí a ver si enamorabas a Costanza y te enamorabas de ella. Por amor a tu madre quería yo hacer tan ventajoso casamiento. Desde que te conozco y trato, te he tomado mucho cariño y ya deseo hacer la boda por amor hacia ti: mas para esto contaba contigo y veo que me faltas. Y no por falta de amor; no. Yo conozco que amas a mi sobrina. Confiésalo: ¿no es verdad que es muy graciosa? ¿No es verdad que tiene talento? ¿No es verdad que la adoras?
—Sí, tía, la adoro —interrumpió D. Faustino.
—Entonces, ¿por qué no se lo dices, bobo? Yo sé que ella está muy inclinada a quererte; pero, ya se ve, ¿dónde has aprendido tú que han de ser las mujeres las que pretendan y persigan? Hijo mío, estás perdiendo el tiempo y la coyuntura, y te va a pasar lo que al héroe de una antigua comedia que llaman
El castigo del pensé que
… Aunque eches a tu prima miradas como sinapismos o cáusticos, que le quemen el corazón, esto no basta; es menester hablar.
El doctor, deseoso de guardar el secreto de sus coloquios por la reja, contestó a su tía:
—Pero ¿dónde y cómo he de hablar a mi prima, rodeada siempre de gente, o al lado de su padre?
Aquí doña Araceli, aunque también había prometido no hablar de la carta amorosa que Costancita le había leído, no pudo disimular más, y exclamó:
—Ea, no seas embustero: fuera disimulo. Yo sé que has escrito a Costanza, declarándola tu amor y pidiéndole una cita. En un momento de expansión, ella me leyó tu carta. Dice que no te quiere contestar. Escríbele otra y verás cómo te contesta. Yo entiendo que ya te ama. Es timidez o soberbia de tu parte no escribir nueva carta; ya que la primera, si no ha sido contestada, ha sido bien recibida.
El coloquio entre el sobrino y la tía siguió largo rato por este camino y doña Araceli hizo tanto, y estrechó de tal suerte al doctor, que éste, a pesar de su sigilo, vino a confesar a su tía que hacía ya algunas noches que hablaba con doña Costanza por la reja del jardín.
Doña Araceli recibió la noticia con más júbilo que si fuera ella misma la que hablase por la reja. Su curiosidad de saber hasta los más insignificantes pormenores rayaba en locura. Gozaba con ellos como si fuese su alma, a la vez, el alma del doctor y el alma de doña Costanza enamorada.
D. Faustino tuvo que contarle todo y que repetir lo más importante.
—¡Válgame Dios poderoso! —decía doña Araceli—, ¿con que siete veces hablando de seguida por la reja, en el silencio solemne de la alta noche, a la escasa luz de las estrellas, en medio de un ambiente perfumado de azahar y violetas; hermosos, jóvenes ambos, y nada, ella no acaba de decidirse ni de confesar que te ama? ¿Tiene el corazón de bronce? ¿Es una piedra y no una mujer? Te aseguro que no lo comprendo. Y dime, hijo mío, sin una falsa vergüenza que aquí no es del caso; háblame como si yo fuera tu confesor; te quiero mucho y me intereso por ti: dime ¿vuestras caras no se han acercado nunca hasta tocarse? ¿Tus labios no se han posado ni siquiera sobre la frente de Costancita?
—Nunca, tía. No he hecho más que tomar su linda mano y besarla.
—¡Ay, sobrino, sobrino! Si tú no fueses tan verídico, no te creería. ¡Esa chica es un alcornoque; es un roble! ¡Y cuán disimulada y astuta! ¡Cómo se lo tenía callado! Su condición natural, por otra parte, es recia de veras. No dejan rastro en su cara esas vigilias y esos coloquios. Ni ha perdido la color, ni tiene ojeras. El demonio son las niñas del día. Está fresca y colorada como una rosa. Pero ¿qué digo como una rosa? ¿Qué rosa no se marchita y deshoja, si está expuesta al sol de Julio, sin que vierta el alba en su seno una gotita de rocío?