—Iré, Respetilla; iré sin falta.
—Añade Manolilla que su merced debe ir muy embozado en la capa para que no le vean. En este pueblo son muy chismosos y maldicientes. Y cuando estemos los dos en la callejuela, su merced se podrá acercar a la reja, como para ver el jardín y oler las flores, y entonces podrá ocurrir la casualidad de que vea su merced allí cerca a la prima, y por casualidad podrá hablarle.
—Ojalá que tan feliz casualidad se realice —dijo el doctor suspirando.
—No suspire Vd., señorito. Ensanche su merced el pecho, que hay casualidades que parecen providencia.
El doctor se puso contentísimo. Era generoso, y en albricias dio a su criado una monedilla de cuatro duros, equivalente a ocho arrobas del vino superior de su candiotera, y a poco menos de la duodécima parte de su haber en metálico.
Al otro día hubo paseo, tertulia, todo lo de los días anteriores. Costancita, como de costumbre, ni más ni menos afectuosa: más bien menos. D. Faustino la vio, ya al lado de su padre, ya cercada de amigas y adoradores. La habló… y como si tal cosa.
La impaciencia devoraba al doctor. El día le parecía eterno. La tertulia interminable; pero no hay plazo que no se cumpla, y llegó la una de la noche.
Ya D. Faustino había acompañado a la tía Araceli desde la tertulia a casa, y había cenado con ella. Estaba listo.
No bien la casa quedó en silencio y todos recogidos, el doctor se escapó con Respetilla por la puerta falsa, de sombrero calañés, embozado en la pañosa, y con una pistola y un puñal en el cinto.
Antes de que diese la una en el reloj de la iglesia mayor, ya estaban el doctor y Respetilla en la callejuela. Las tapias del jardín eran muy altas, y había en ellas dos ventanas con rejas de hierros cruzados, pero sin celosías ni puertas de madera. Todo lo interior del jardín se descubría perfectamente, en cuanto lo consentía la espesura frondosa de naranjos, limoneros, jazmines, rosales de enredadera y otros árboles y plantas. En la callejuela había profundo silencio, y más silencio profundo en el jardín. Sólo se oía el murmurar de la fuente, que estaba en el centro.
No había luna; pero era tan clara la noche y brillaban tanto las estrellas, que iluminaban las senditas del jardín y rielaban en el agua del arroyo, por donde se desahogaba la fuente para que no rebosase. En ambas orillas del arroyo había, sin duda, muchas violetas, pues su aroma sobresalía por cima del de las rosas, azahar y demás flores.
—Aún no han bajado, señorito —dijo Respetilla.
—Calla y aguardemos —dijo el doctor.
Transcurrieron en silencio tres o cuatro minutos.
—Ahí vienen ya, ahí vienen —dijo Respetilla—. Ea, no se quede su merced así… tan delante de la ventana, hecho un espantajo; no se asusten estas palomas y se escapen. Arrímese su merced al muro, y deje la ventana libre a ver si acuden.
El doctor obedeció con docilidad a Respetilla; se apartó de la ventana y se pegó contra el muro. Entonces oyó ruido de pasos ligeros y el crujir agradable y provocativo de la seda y de las leves faldas. Doña Costanza y Manolilla estuvieron a poco en la ventana donde se hallaba el doctor.
—¡Qué hermosa noche, Manuela! —dijo doña Costanza—. ¡Cuánto me alegro de haber bajado al jardín! Estaba desvelada… Pero tengo miedo. ¿Nos habrá sentido papá? Dios quiera que no lo sepa. ¡Dios mío! ¡Qué furioso se pondría!
El doctor no sabía cómo salir de su escondite y empezar el diálogo.
Por último, se desembozó y se acercó a la reja, donde estaba su prima.
—¡Ay! —dijo ésta asustada.
—No te asustes, Costancita, soy yo; tu primo Faustino.
—¡Hola, hola, primito! —dijo doña Costanza, riéndose—. ¡Vaya un susto que me has dado! ¡Miren qué diablura de coincidencia! Hemos tenido el mismo antojo los dos.
—Así es, primita. Yo también estaba muy desvelado, y he salido a tomar el fresco y a respirar el ambiente embalsamado de tu jardín. Buena dicha ha sido el hallarte.
—Sí, hijo mío; pero ¡qué compromiso! Papá, si supiera que yo estaba hablando contigo a estas horas, y por la reja, ¡sólo Dios sabe lo que haría!
Al llegar a este punto de la conversación, advirtió D. Faustino que ya Respetilla y Manolilla se habían apartado discretamente sin decir «queden ustedes con Dios», y estaban hablando muy cerquita el uno del otro, en la otra reja, como quienes quieren dar buen ejemplo.
El doctor imitó a su criado, y se aproximó cuanto pudo. Costancita sin duda que no lo advirtió, porque no se retiraba, antes insensible y naturalmente, sin caer en la cuenta, se acercó también un poco. Por momentos estuvieron tan próximos, que el doctor aspiró el fresco y perfumado aliento de la boca de doña Costanza, y sintió que el fuego de su mirada se le entraba en el alma y como que la encendía.
—Te amo, te adoro —exclamó entonces el doctor en voz baja, aunque vehemente—. Para esto quería verte a solas. Esto quería decirte. Ámame o mátame. Eres mi cielo, mi gloria, mi esperanza. Con tu amor y por tu amor me siento capaz de todo. De ti depende mi muerte y mi vida. Tú puedes salvarme o perderme. Eres más linda que las flores, más fresca que la aurora, más graciosa que las ninfas que imaginaron los antiguos poetas. Vales más que todos mis ensueños, aunque llegaran a realizarse.
—Cállate, primo, cállate y no seas loco. Esa vehemencia de expresión me aterra. Ten juicio o no vendré otra noche.
—¿Vendrás otra noche? ¿Vendrás todas?
—Vendré, vendré un ratito; pero es menester que seas muy callado y muy juicioso.
—Pero ¿no me quieres?
—Pues ¿si no te quisiera, vendría?
—¿Con que me quieres de amor?
—Mira, Faustinito, yo no debo engañarte. Yo te quiero, y te quiero mucho como a primo, y como se quiere a un amigo, y como se quiere a un hermano. Todo esto lo sé, lo siento y lo comprendo: pero de amor, ignoro lo que te diga. Soy muy niña y no sé qué debo sentir, ni siquiera qué debo pensar. Dame espera para que yo me interrogue a mí misma y me estudie.
—Perdona mi fatuidad, Costanza; pero ese cariño de que me hablas, ese afecto de prima, de amiga y de hermana, ¿qué es más que amor?
—No trates tú ahora de engañarme, Faustinito. Harto se me alcanza que amor es algo más. No sé lo que es, no sé en qué consiste; pero es algo más. Y en prueba de ello, voy a hacerte una confianza.
—¿Cuál, bien mío?
—Que si no te quiero de amor, quiero quererte de amor, y ya esto es mucho. Cuando me paro a pensar en esto, ¿sabes lo que se me ocurre?
—¿Qué se te ocurre?
—Que mi alma anda, como la mariposa, revoloteando, revoloteando en torno de la luz, que la atrae de un modo singular. Esta atracción la siente ya mi alma hacia ti, pero no es amor todavía. Es inclinación a amar. Si mi alma cae en la luz y se quema, entonces la llamaré enamorada.
—¡Ojalá caiga pronto!
—Cruel, hombre sin caridad, ¿tan mal quieres a mi alma? ¿Qué te hizo la pobrecilla?
—Herirme, matarme de amores.
—¡Qué exagerados y enfáticos sois los poetas! No sé qué pensar cuando te oigo. ¿Serán frases, me digo, serán figuras retóricas o sentirá éste de veras lo que dice?
—¿Dudas de mi lealtad y buena fe?
—Entiéndeme bien. Yo no dudo. Te ofendería dudando y más aún diciéndote que dudo de que eres sincero. Pero acaso te engañas a ti mismo. Este jardín, esta noche tan apacible y serena, este aroma de flores, la novedad de la cita, el silencio poético de las altas horas, ¿no pueden ser parte de tu entusiasmo? Si en vez de estar yo aquí, estuviese aquí otra mujer joven como yo, y bonita como yo, pues que me dices que soy bonita, ¿no te entusiasmarías lo mismo, y no la llamarías también, con la misma sinceridad, gloria e infierno, salvación y condenación, y todo lo restante que me dijiste?
—No, no la llamaría. Tú sola eres para mí todo eso.
—Pues bien. Yo haré por creerlo. Permíteme que dude todavía. No quiero ser crédula y fácil. No quiero que me alucine la vanidad. Lisonjea tanto ser amada como tú dices que me amas, que no me atrevo a dar crédito a lo que afirmas. Dispénsame esta modestia. Adiós. Hasta otra noche.
—¿Por qué te vas tan pronto? ¡Apenas has llegado y ya me dejas!
—Estoy llena de inquietud. Temo que me sorprenda mi padre. Cualquier ruido me espanta. Un soplo de viento entre las hojas me hace temblar. Vete.
—¿Vendrás mañana a la misma hora?
Costancita vaciló un rato. Luego dijo:
—Vendré mañana.
—¿Estarás más tiempo hablando conmigo?
—Estaré, si eres bueno, si pierdo un poquito el temor, si me voy convenciendo de que me quieres.
—Y tú, ¿me querrás?
—Ya te he dicho que quiero quererte. Bien sabes tú que el amor es cosa terrible para una mujer. Me siento atraída hacia él y retrocedo al mismo tiempo espantada, como si viera a mis pies una sima sin fondo, muy oscura y llena de misterios. A la vez que quiero amarte, tengo miedo de amarte. Adiós. Déjame por hoy. Pídele a Dios que me dé un sueño tranquilo. Si no duermo nada esta noche, mañana estaré pálida y con ojeras, y papá empezará a hacerme preguntas, y quién sabe lo que recelará, porque es muy caviloso. Vete ya, Faustino.
Don Faustino se preparó a partir. Dirigió una tiernísima mirada a Costancita, y le dijo:
—Dame la mano.
Doña Costanza no podía tener el mal gusto de negarle allí la mano que le daba en público.
El doctor la estrechó entre las suyas y la cubrió de besos.
Poco después, él y Respetilla salieron de la callejuela y se fueron muy alborozados hacia la casa de doña Araceli, siguiendo su camino por las calles de menos tránsito, a fin de no llamar la atención.
Orgulloso de su triunfo, prendado como nunca de Costancita, levantando, no ya castillos en el aire, sino alcázares hadados, paraísos, olimpos y jardines de Armida, se durmió aquella noche don Faustino López de Mendoza, al son de una serenata magnífica, con que le arrullaban el sueño todos los genios del amor y de la esperanza.
Entrevista misteriosa
Durante tres o cuatro días se repitió la misma función, si con algunas variantes en los pormenores, idéntica en la substancia.
De día, cercada siempre doña Costanza de amigas y admiradores, no daba ocasión para que su primo le hablase en secreto.
Solía cruzarse sólo entre ambos alguna mirada fugitiva, pero, tan confusa en la expresión por parte de ella, que aun sorprendida por alguien, no hubiera podido ser interpretada de modo que la comprometiese.
De noche, con el mismo recato y las mismas precauciones, se renovaban las citas y los coloquios por la reja del jardín; pero el amor no daba un paso.
La mariposa revoloteaba siempre en torno de la luz y no se quemaba.
La inclinación a amar no llegaba a convertirse en amor.
Las esperanzas de D. Faustino no se realizaban ni se desvanecían.
Mientras él se veía al lado de ella, se sentía bajo el poder de un hechizo. A todo se sometía. Era crédulo como un niño y sumiso como un esclavo. No hallaba razón que oponer a los discursos con que ella sabía contenerle y se consideraba dichosísimo y más que pagado con recibir, a cuenta de sus rendimientos y de un amor ya decidido, aquellas vagas promesas de amor posible, aquella propensión de afecto, aquel preludio de correspondencia con que doña Costanza le traía embelesado y falto de juicio.
Pronto, sin embargo, pasada la primera embriaguez y cuando no estaba en presencia de doña Costanza, empezaron a asaltar al doctor mil pensamientos harto poco lisonjeros.
«¿Por qué este misterio en nuestras relaciones? —se preguntaba—. ¿Qué perdería mi prima en dejar ver delante de gente que hace más caso de mí, que me distingue más, que empieza a quererme un poco? ¿No hay cierta hipocresía, no hay cierta doblez en su conducta?».
La disculpa que hallaba para esto el doctor Faustino salvaba en parte la buena intención de su primita, pero en cambio era desfavorable a la vanidad de él y a sus aspiraciones.
«Mi primita aguarda, sin duda, a que esta propensión que tiene a amarme se convierta en amor ya hecho, a que este germen de pasión nazca y crezca y se desenvuelva. Mientras esto no sucede, ¿estoy amenazado de que su amor muera antes de nacer, o de que no sea amor sino simpatía vaga lo que siente hacia mí? Esta simpatía puede desvanecerse como el humo, y Costancita, previendo que puede desvanecerse, no quiere que deje rastro ni huella. Pero, en el fondo de los melindres y niñerías de mi primita, tan mimada y tan candorosa en apariencia, ¿no hay un refinamiento de disimulo, de sangre fría y de cálculo despiadado? ¿No está jugando con mi corazón, con mis sentimientos y hasta con mi dignidad? ¿No es cruel la incertidumbre en que me deja? ¿Es lícito que le sirva yo como de juguete para que se pregunte: “¿le quiero o no le quiero?” y no sepa qué contestar?».
Contra estas cavilaciones ocurrían al doctor varios argumentos que no carecían de alguna fuerza. «¿No seré demasiado exigente? —se decía—. ¿Qué derecho tengo a que me ame ya? ¿Qué derecho tengo ni siquiera a que mi amor sea creído? Hasta hace poco, ¿no he dudado yo mismo de mi amor? ¿Por qué extrañar que dude ella? ¿Cómo, pues, culpar a mi prima porque no cede, porque no me entrega sin reserva su corazón, no estando segura de la sinceridad, de la ternura, de la devoción del mío? ¿Qué pruebas de amor le he dado hasta ahora? ¿Qué sacrificio he hecho por ella? En verdad que ninguno. Ir a verla, a hablarla y a besarle la linda mano por la reja del jardín, lejos de ser sacrificio, es regalo y deleite. Y a trueque de tan dulces favores, ni siquiera sé mostrar un poco de paciencia, ni menos tener alguna confianza en su buena fe y sanos propósitos».
Así acusaba el doctor a su prima, y así la defendía en el tribunal de su conciencia, sin llegar nunca a dictar un fallo definitivo. Entre tanto, siempre estaba deshecho, aguardando la suspirada una de la noche, en que acudía a la reja del jardín, acompañado de su fiel Respetilla.
Los amores de éste no adelantaban más que los de su amo. También seguían en el mismo ser: pero Respetilla se lo explicaba todo, suponiendo que cada tierra tiene sus usos, y que los de aquélla exigían que los amores, tanto señoriles cuanto lacayunos y fregatricios, caminasen con lentitud, y que, en vez de gastar alas, gastasen pies de plomo. —
No se ganó Zamora en una hora
—añadía Respetilla—.
Lo que mucho vale mucho cuesta
. Pues qué, ¿no hay más que meterse de rondón en los corazones de tan lindas mozas, como trasquilados por iglesia, y entrar en ellos a saco y a sangre y fuego, sin previa resistencia, sin combate y sin abrir brecha a fuerza de trabajos y fatigas?