Las ilusiones del doctor Faustino (7 page)

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Authors: Juan Valera

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BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Doña Ana comprendió, a pesar de todo, la utilidad de que el niño siguiese una carrera; y, después de meditarlo bien, eligió la de abogado, no para que ganase la vida haciendo pedimentos, sino para que aprendiese las leyes, y supiese reformarlas y darlas a su patria, cuando llegase la ocasión.

El mayorazgo estudió, pues, latín con el dómine del lugar, y llegó a traducir casi de corrido algunas vidas de Cornelio Nepote. Fue luego al Seminario conciliar de la capital de su provincia, donde aprendió filosofía en el padre Guevara, y sacó siempre nota de sobresaliente. Y por último, cursó el derecho en la Universidad de Granada, donde, por arder entonces la guerra civil entre carlistas y cristinos, no había severidad en cuanto a la asistencia.

Nuestro mayorazgo se pasaba, pues, en Villabermeja la mayor parte del tiempo que duraba el curso. Luego iba a examinarse; y, merced a la longanimidad de los examinadores, siempre obtenía buena nota.

En las excursiones a Granada acompañaba al mayorazgo el fiel servidor Respetilla. Allí se portaban ambos con cierto rumbo y elegancia. Hubo temporadas en que hasta la jaca castaña, en que cabalgaba y viajaba desde el lugar el señorito, se quedó en Granada para que el señorito la montase y luciese. Bien es verdad que entonces todo estaba aún barato en Granada, mereciendo esta ciudad llamarse
la tierra del ochavico
. Con veinte reales diarios se hacía todo el gasto de vivienda, comida, camas y servicio de amo, criado y jaca.

Aun así era un lujo estupendo. Lo más que solía gastar entonces en el pupilaje un estudiante en Granada era la suma de siete reales diarios. Seis era el precio medio corriente de las mejores casas, donde las patronas más aseadas y bonitas daban almuerzo, comida y cena, cama, luz, agua y otra multitud de regalos.

En fin, el ilustre Mendoza terminó en Granada su carrera, y se graduó de licenciado y de doctor
in utroque
. Doña Ana le bordó una primorosa muceta y le hizo una borla riquísima para el bonete.

El miniaturista más hábil que había entonces en Granada pintó por seis duros, sobre cándido marfil, el retrato del mayorazgo Mendoza, con su muceta, su toga y su bonete emborlado; y el mayorazgo Mendoza, cuando volvió a los brazos de su madre, hecho un doctor, le trajo dicho retrato de presente, puesto en un marco de ébano con adornitos de bronce.

Ya desde aquella época, como el mayorazgo Mendoza se llamaba don Faustino y era doctor, empezaron a llamarle el doctor Faustino, título y nombre con que se hizo famoso en lo futuro y con que en adelante le designaremos.

El doctor Faustino se doctoró en el año de 1840. Volvió a su casa lleno de ilusiones y deseoso de ir a Madrid a realizarlas. Por desgracia, su ciencia era vaga y sus ilusiones eran tan vagas como su ciencia.

El doctor sabía de todo y de nada sabía. De todo sabía más que de leyes, que era, al parecer, lo que había estudiado.

El título que le habían dado en la Universidad, era un título huero. ¿Para qué sirve el título? se preguntaban el doctor y su madre.

El Sr. D. Faustino López de Mendoza y Escalante, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, Caballero del hábito de Santiago, maestrante de Ronda, descendiente de una multitud de héroes, ¿estaría bien que fuese a Madrid a ponerse de pasante con un abogado? Doña Ana y el doctor reconocían que la profesión de abogado era honrosísima, sabían que Cicerón y Catón habían sido abogados en Roma, y nada razonable tenían que objetar contra la abogacía: pero una estética irresistible, un sentimiento superior a todo raciocinio les hablaba poderosamente al alma, clamando: D. Faustino no puede ser abogado. D. Faustino además, si bien se creía capaz de inventar las mejores leyes, fundándolas en filosofía, no se sentía con fuerzas para aprender las leyes inventadas por otros, al menos en sus pormenores y menudencias. Esto, parodiando la sentencia de Triboniano o de no sé qué otro jurisconsulto, anterior a las Pandectas, sostenía D. Faustino que era carga más a propósito para muchos camellos que para un hombre solo, y más siendo este hombre alcaide perpetuo y maestrante.

¿Iré a Madrid a pretender un empleo? se preguntaba D. Faustino. A esto no se oponía sólo lo ilustre de su nacimiento, el hábito de Santiago y la maestranza, sino el mismo título de doctor, que don Faustino y su madre tomaban por lo serio. ¡Qué vergüenza, qué degradación pretender o tomar un empleo de ocho o diez mil reales, que era lo más que podían darle, e ir a confundirse y aun a quedar por bajo de tantos y tantos pelafustanes plebeyos, que sin ser doctores, ni maestrantes, ni alcaides perpetuos de ninguna fortaleza, disfrutaban de mucho más sueldo y de mayor categoría en las oficinas del Estado!

¿Aspiraría D. Faustino a entrar en la carrera judicial? Pero ¿qué puesto obtendría, contando con favor y humillándose a pretender del ministro? Una promotoría fiscal. A lo sumo, un juzgado. Esto era inaceptable. D. Faustino se resignaría a ser oidor; pero no podía ser menos. Para vivir en un lugar, bien estaba en el suyo, donde vivía en su casa solariega y cerca del castillo de que era alcaide perpetuo, donde su nombre se respetaba, donde se acataban sus blasones, y donde, si los destinos del mundo no hubieran cambiado tanto, podría ejercer mero y mixto imperio, y ser, por delegación del duque, cuando no por derecho propio, señor de horca y cuchillo, pendón y caldera.

¿Se dedicaría D. Faustino a la literatura? Mucha afición tenía a esto, pero ¿cómo ganar dinero con la literatura en España? D. Faustino, además, seguía sobre el particular la opinión de Alfieri, literato casi tan noble como él. El poeta que reviste la belleza ideal de una forma sensible, y el sabio que enseña la verdad severa a los hombres, no deben pensar en remuneración alguna; no deben tener Mecenas ni entre los próceres ni en el vulgo. Si buscan Mecenas, se exponen a caer en el servilismo, profanan el sacerdocio de las musas, degradan un magisterio sublime y convierten la misión de hierofantes en el bajo oficio de aduladores de los príncipes o de las muchedumbres. Había que pensar también si, aun allanándose a lisonjear el gusto de muchedumbres o de príncipes, toparía el doctor Faustino con algunas o con algunos que quisieran leer y pagar lo que él escribiese. Esta duda la resolvía el doctor prometiéndose escribir para un público eterno, sin atender a la corriente de la opinión, al gusto dominante en un momento dado, a la moda o al capricho. Pero como el público eterno no paga, el doctor decía, con Alfieri que valía más ejercer un oficio mecánico para ganar el pan y escribir para alcanzar laureles inmortales, que no fundar en los escritos la menor esperanza de mejorar la situación económica.

Varias veces pensó el doctor Faustino en meterse a periodista, tomándolo por aprendizaje y propedéutica de hombre de Estado y de literato a la vez; pero ¿cómo sujetarse a los antojos de un director, tal vez rudo, ignorante y necio? ¿Cómo un alcaide perpetuo, caballero del hábito de Santiago, con tantos ascendientes venerandos, con un árbol genealógico tan hermoso, y con mil otros títulos y distinciones, había de dejarse asalariar por cualquier zascandil que tuviese dinero para fundar un periódico y se dignase darle veinte o treinta duros al mes para que escribiera lo que al periódico conviniera, ya que no le obligase a pasar algún tiempo de novicio (el doctor se estremecía y horripilaba sólo de pensarlo), traduciendo el folletín, tomando de acá y de acullá noticias para compaginar el correo extranjero, o recortando armado de unas viles tijeras sueltos y gacetillas de otros periódicos, y pegando con obleas en cuartillas lo recortado, a costa de la propia saliva, para mayor ignominia? El doctor Faustino no era posible que fuese periodista tampoco.

En suma, la madre y el hijo se pasaron muchos meses cavilando, discurriendo y discutiendo qué podría ser, a qué podría dedicarse, para qué podría servir el doctor Faustino, y no hallaban la solución de tan arduo problema. Ambos entendían, no obstante, que el doctor servía y valía para todo, dándole dinero con que llegar. Esta especie de viático para el primer encumbramiento, esta peana indispensable para alzarse entre las turbas y hacer que resplandeciese el verdadero mérito era lo difícil de hallar, así para el doctor como para su madre.

No había medio, o al menos era muy aventurado, que el doctor Faustino se lanzase a Madrid, a la buena de Dios, sin ánimo de buscar en la redacción de un periódico, en una oficina o en el estudio de un abogado, alguna ayuda de costas mientras llegaba a personaje.

El caudal de los Mendozas, hacía tiempo, había menguado mucho. D. Francisco, con su desgobierno, le había disminuido más y le había empeñado.

Aunque D. Francisco había amado y respetado siempre a doña Ana, sus pasiones de hidalgo, y su vanidad quizás, le habían arrastrado primero a tener relaciones con cierta ninfa a quien llamaban la Joya, y más tarde con otra ninfa a quien llamaban la Guitarrita. Ni la Guitarrita ni la Joya gastaron nunca brazaletes y collares de diamantes y de perlas, ni se vistieron con Worth, ni con la Honorina, ni con Monsieur Augusto, ni anduvieron en coche; pero en cambio tuvieron ambas una dilatada parentela de padres, tíos, hermanos y primos, que ya sacaban aceite, ya vino, ya morcillas, ya lomo, ya trigo de la casa del ilustre mantenedor. La Joya, además, lo mismo que la Guitarrita, se vestían bastante bien, para lo que en el lugar se usaba, y todo esto consumía la hacienda de D. Francisco.

Por último, habían costado caras y contribuido al atraso de la casa las mismas bizarrías de D. Faustino, siendo estudiante en Granada, donde había tenido luneta en el teatro, y había jugado al monte y había perdido, y donde se había vestido en casa de Caracuel, haciéndose, no ya sólo fraques y levitas, sino vestidos de majo, y dos uniformes, uno de maestrante y otro de oficial de lanceros de la milicia Nacional. Este último uniforme, sobre todo, había costado un ojo de la cara, por lo complicado y pintoresco. No le faltaban perfiles ni requilorios.

Cuando la expedición de Gómez, se había movilizado en Granada la milicia, y a D. Faustino le había hecho el capitán general su ayudante de campo, de suerte que el uniforme hasta portapliegos tenía, el cual iba pendiente de unas correas muy lustrosas. El charol del portapliegos era exquisito y se veía uno la cara en su bruñida superficie. La multitud de cordones y bordados de oro no era de menos precio y elegancia; y el chascá polaco, con un plumero blanquísimo, y el sable truculento y la lanza con banderola, habían importado asimismo buenos dineros.

D. Faustino no estaba muy seguro de que ni este uniforme, ni el de maestrante de Ronda, ni los dos vestidos de majo que tenía, con chupa llena de caireles y marsellé remendado de mil colores, y botines de becerro, bordados por los más primorosos y prolijos presidiarios de Málaga, y zahones, y calzones de punto ajustados con dobles botones de muletilla, de la más rica filigrana de oro que en Córdoba se fabrica, fuesen vestimentas y galas de grande uso y provechoso efecto en las calles y reuniones de Madrid; pero de lo que sí estaba seguro es de que en estas cosas y en otras se había gastado la moneda, y ya había leído él en las obras de un profundo economista, y si no lo hubiera leído lo hubiera adivinado, porque era hombre de muy agudo entendimiento, que
la moneda es indispensable al hombre desde el momento en que el hombre vive en sociedad
.

Esta necesidad de la moneda se aumentaba tratándose de ir a vivir a Madrid, donde todo cuesta un sentido en comparación de lo que valen las cosas en los lugares, y donde D. Faustino López de Mendoza tendría que hacer su epifanía, como importaba al lustre de su apellido y a dos o tres marquesas y condesas, amigas y parientas de su madre, que habían de recibirle como sobrino y presentarle en todos los salones aristocráticos.

Hubo ocasiones, en que madre e hijo pensaron en que D. Faustino fuese a Madrid de incógnito, tomando un pseudónimo, hasta que hubiese más dinero, o bien se viniese a descubrir quién él era por su mismo esplendor y por las bellas acciones o escritos que hiciese o compusiese; pero este arbitrio se abandonó por impracticable.

Ir a Madrid, sin ir de incógnito, era una temeridad, no yendo a pretender. El vino, principal riqueza de la casa de los Mendozas, estaba a peseta la arroba. ¿Qué menos podía gastar en Madrid don Faustino, asistiendo en la sociedad
comm'il faut
, y viviendo con extraordinaria economía, que ochenta duros al mes? Pues bien; ochenta duros al mes suponen cuatrocientas pesetas o sea cuatro tinajas de vino, que importan al año cuarenta y ocho tinajas; cerca de cinco mil arrobas: la mar de vino; la cosecha entera de los mejores años, no habiendo
oídium
ni honguillo. Y si el señorito se lo gastaba todo en Madrid ¿con qué se pagaban las contribuciones? ¿Con qué se hacían las labores? ¿Con qué satisfacían los intereses del dinero tomado a rédito (al veinte por ciento) sobre buenas hipotecas?
Hic opus, hic labor est
; según el profano.

A pesar de todo, el doctor Faustino no se resignaba a no ir a Madrid, donde, echando pecho al agua y arrostrando y venciendo mil dificultades, se lisonjeaba de conquistar, ni él mismo sabía por qué caminos, gloria, posición y fortuna. La idea de que muchos hombres, con menos medios que él, se habían encumbrado, le estimulaba perpetuamente. No había género de ambición que el doctor no tuviese. Andaba como toro picado del tábano.

En punto a oratoria esperaba ser un Demóstenes, no a la pata la llana y sencillote como fue el de Atenas, sino con todos los floreos que privan en nuestra edad más retórica. En efecto, nadie había salido tan apto como él para imitar el estilo de su célebre maestro de práctica forense, que era el más poético orador de Granada. Mentira parece que acertase a adornar con tanta pompa y galanura la explicación de los procedimientos civiles y criminales. Sirva de muestra cuando decía: «Señores, el juicio civil ordinario es un cristalino arroyuelo que nace en la amena gruta del derecho de cualquiera persona, y se desliza con suavidad por apacible llanura, esmaltándola de flores y causando blando murmullo al quebrarse entre menudas guijas, hasta que llega a su término dichoso, fecundado con su riego el árbol de la justicia absoluta. Por el contrario, el juicio ejecutivo es un torrente impetuoso que, despeñándose de la escarpada cumbre, donde mora la inflexible obligación, todo lo arrastra en su rápido curso, hasta que baja a perderse en el hondo foso, que circunda, ampara y hace inexpugnable el alcázar de la propiedad sagrada». Cuando este señor hablaba en estrados era más elocuente todavía. Las exigencias del estilo didáctico no ataban entonces sus ímpetus ni abatían su vuelo, y se remontaba a las nubes, combinando diestramente lo metafórico con lo patético. En cierta ocasión, en que su cliente era un barbero, que antes había sido rico, atinó a expresarse así hablando de él: «Este desventurado, que, en el naufragio de su fortuna, tuvo que asirse a la dura tabla de su navaja»; con lo cual arrancó aplausos y hasta lágrimas. El doctor Faustino, aunque de suyo no era muy propenso a tantos tropos y lindezas, se sentía capaz de eclipsar a su maestro, si en ello se empeñaba.

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