—Tía —contestó D. Faustino suspirando—, yo creo que Costanza no me ama. El sol de mi amor no sólo no puede marchitarla, sino que no existe para ella.
—No, hijo mío, no digas eso. Costanza te ama. Si no te amase, no tendrían perdón la desenvoltura y la coquetería de ir a hablar contigo por la reja. Lo que importa ahora es que adelanten los amores, y que os convengáis pronto, a fin de que los santifique la Santa Madre Iglesia, ciñendo al yugo vuestros cuellos con la suave e indisoluble coyunda del matrimonio.
D. Faustino no tenía qué contestar a tan buenos deseos y balbuceó mil gracias. Animada doña Araceli, prosiguió diciendo:
—Yo lo arreglaré todo, o he de borrarme el nombre que tengo.
—Tía, considere Vd. lo que hace y no me pierda. No diga Vd., por Dios, a Costanza que yo no he sabido callar y he dicho a Vd. el secreto de nuestros citas. No me lo perdonaría nunca.
—¡Hombre, no te asustes ni te eches a temblar! Si sigues así, vas a ser el marido más gurrumino de que hablen las historias. Pierde cuidado que nada diré a Costancita de cuanto me has dicho. Yo buscaré otros medios para ganarte por completo su voluntad.
—Gracias, tía; pero… mucha prudencia, mucha circunspección… no echemos a perder el asunto por querer llevarle a escape.
—En buenas manos está el pandero. Ya verás qué son saco de él para que bailes.
—Dios lo haga, tiíta Araceli.
—Oye, Faustinito, te voy a decir una cosa, aunque tú, como eres filósofo, te vas a burlar de mí; pero quiero que me agradezcas los sinsabores que por ti paso.
—¿Qué sinsabores? ¿Se enoja quizás el tío Alonso contra Vd. porque Vd. protege mis amores con su hija?
—No es eso. A decir verdad, tu tío Alonso, aunque no se enoja, no se alegra de estos amores. Tu tío Alonso tiene más conchas que un galápago y es menester ser el mismo diablo para penetrar lo que quiere. Lo único seguro es que someterá su voluntad a la de su hija, si ésta se decide con firmeza en tu favor. Por lo pronto, no debo ocultártelo, el tío Alonso no está muy prendado de ti; te halla soñador, distraído, poco o nada práctico y por último, casi no me atrevo a decírtelo, porque yo misma creo, en este punto, que no carece de razón acusándote…
—¿Y de qué me acusa?
—Te acusa…
—Dígalo Vd.
—Te acusa de poco religioso; pero, en fin, yo espero que tú te enmendarás. Yo he leído en el
Año Cristiano
, y en otros libros piadosos, la vida de varias princesas y señoras de alto copete que se casaron con reyes judíos, moros o paganos, y al cabo los convirtieron. ¿Por qué no ha de ser Costancita una de tantas? ¿Tiene acaso menos labia o menos garabato que ellas?
—Sí, tiíta; no dude Vd. de que Costanza me convertirá y hará de mí lo que guste, con tal de que me quiera. Pero, vamos, dígame Vd. al fin cuáles son esos sinsabores.
—Hijo mío, son una tontería de que te vas a burlar.
—No me burlaré: hable Vd.
—Ya verás qué débiles y medrosas somos las mujeres. Tú no ignoras que yo viví con tu madre algunos años antes de que se casase; que después cuando tú eras niño, he pasado con ella en Villabermeja una larga temporada; y que siempre nos hemos escrito con frecuencia y con la mayor intimidad. No extrañarás, por lo tanto, que sepa toda la historia de tu familia y de tu casa.
—¿Y qué puede Vd. saber, tía, que le cause sinsabores? ¿Que soy pobrísimo? Yo no lo oculto.
—No es eso, hijo mío: no es eso. Ya te he dicho que es una tontería, un delirio; pero que me conturba a veces. Has de saber que los bermejinos hablan de un espíritu familiar que hay en tu casa y que interviene en todo. Tu padre, que de nada se asustaba, me contó una vez que, cuando tú naciste, dicho espíritu se le apareció en sueños y le habló de ti, pronosticando cosas oscuras, que no quiso o no supo declararme. Después oí referir allí multitud de patrañas. Y como tu madre tiene en su estrado el retrato de la persona, cuyo espíritu desprendido hace siglos del cuerpo, es quien suponen que hace las tales diabluras, mi imaginación se ha exaltado, en estos últimos días, y he creído ver vagamente dicho espíritu en la forma que tiene el retrato.
—¿Vd. ha visto a la coya, tía? —dijo D. Faustino, con cierto asombro que no pudo disimular.
—Sí, la he visto en sueños dos o tres veces; y me ha mirado con mucha ira, y he creído entender que se opone a que yo intervenga en el asunto de tu boda. En fin, aunque conozco que esto es una sandez, he tenido miedo. Hace noches (quédese esto para entre nosotros), con pretexto de que no estoy muy bien de salud, hago que duerma una criada en mi cuarto.
—Pero Vd. ¿no ha visto a la coya sino en sueños?
—Pues ¿cómo había de verla de otra suerte? Dios, hijo mío, no puede consentir que las almas de los muertos se anden siglos y siglos paseando por acá para asustar o para divertir a los vivos. ¡Pues no faltaba otra cosa!
—Eso es verdad, tía.
—Lo malo es que la imaginación puede mucho. Ella produce una ficción y sobre esta ficción se levanta luego un caramillo de otras ficciones. Dígolo porque no hace muchos días fui a misa muy de mañana a la Iglesia Mayor. Me hinqué de rodillas en el sitio más obscuro y solitario. Apenas noté al principio que había a mi lado una mujer alta, delgada, vestida de negro, al parecer rezando. No sé por qué me fue poco a poco llamando luego la atención su traza peregrina y fuera de lo común. Antes de que yo me levantara, se levantó ella para irse. Volvió entonces la cara hacia mí, la vi por vez primera, y tuve la maldita ocurrencia de creer que se parecía aquella cara a la del retrato que posee tu madre.
—¿Y no ha vuelto Vd. a ver a esa mujer? —preguntó el doctor.
—No, no la he vuelto a ver. La alucinación que en mí produjo entonces es causa sin duda de otros sueños que luego he tenido; pero la señal de la cruz ahuyenta a los malos, y yo procuraré no tenerles miedo. Aunque Satanás se oponga, he de trabajar para que te cases con Costancita.
Con esto dio fin doña Araceli al coloquio, dejando al doctor con grandes esperanzas de ser completamente feliz en sus pretensiones amorosas, si bien un tanto confuso y meditabundo a causa de todas aquellas coincidencias de la coya, del retrato y de la
amiga inmortal
a quien llamaba María.
Actividad diplomática
Después de la conversación con su sobrino, doña Araceli conoció que importaba
herrar o quitar el banco
; echó sus cuentas, calculó que aquel estado de cosas no debía durar, y resolvió presentar su
ultimatum
a su sobrina y a su hermano D. Alonso, a fin de que diesen los pasaportes al doctor o le aceptasen y reconociesen como novio oficial y esposo futuro de Costancita.
Las razones que tuvo doña Araceli, después de recapacitarlo bien, deben exponerse aquí en resumen.
D. Faustino empezaba a hacer un papel bastante desairado. Toda la gente de la ciudad, porque en una pequeña ciudad de provincia casi nada se encubre, sabía que había venido a vistas; y como de las vistas nada resultaba, y podían al cabo resultar unas calabazas, mientras más tiempo pasara, sería mayor y más ruidoso el desaire. Como el doctor no tenía mundo y estaba además enamorado, no comprendía bien esto.
Aunque doña Araceli amaba con todo su corazón a doña Costanza,
el amor no quita conocimiento
, y doña Araceli auguraba mal del disimulo y recato de su sobrina, que hablaba por la reja con el doctor, sin confiárselo; y peor auguraba aún del dominio que tenía sobre sí para que, después de siete noches en que un joven tan gallardo le había hablado de su amor, era de suponer que con arrebatadora elocuencia, no hubiese ella dado un sí y siguiese consultando su corazón, sin averiguar lo que su corazón respondía. Doña Araceli se acordaba de su juventud, y allá en el sigilo profundo de su conciencia se representaba las escenas por la reja, cuando ella también había hablado con una persona querida. ¿Cómo resistir, si se ama un poquito, a las palabras dulces y ardientes, a los suspiros, a los juramentos de amor, a las quejas, al deseo expresado en el gesto y en las miradas lánguidas, cuando todo ello viene fortalecido por la magia del silencio, del reposo nocturno, de la oscuridad, de la incierta luz de los astros que parece que se enamoran unos a otros en la bóveda azul, del perfume de las flores, de la blanda frescura del regalado ambiente, del arrullo lejano de alguna paloma, o el trino amoroso de algún ruiseñor y de otros mil incentivos que ofrecen a tales horas, y en la primavera, el clima, el suelo y el cielo de Andalucía? Todo esto, según lo recordaba doña Araceli, era irresistible a los diez y ocho años de edad.
Comprendan también mis lectores que ya he dado a entender que doña Araceli había sido algo frágil y más amorosa que severa. Las que presumen de severidad lo primero que deben hacer es no acudir por la noche a la reja a hablar con el novio. No por eso sostendrá aquí el autor de esta historia que no haya mujeres que acudan a la reja, que estén enamoradas del que habla con ellas, y que escatimen tanto o más que doña Costanza los favores y las generosas condescendencias; pero repito que lo mejor es no acudir a la reja. Así se lo recomiendo a los padres, hermanos y madres de las señoritas andaluzas.
Quien quita la ocasión, quita el ladrón
. No sólo el vino embriaga.
Sea como sea, doña Araceli no acertaba a comprender por qué, a pesar de toda su honestidad y católica crianza, Costancita, ya que había bajado a la reja durante siete noches, no había permitido siquiera que su primo le diese un beso en la frente. Para la condición, los ímpetus y las ternuras de doña Araceli, esto constituía prueba plena de que Costancita no quería al doctor y estaba entreteniéndole y divirtiéndose con él.
«En efecto —pensaba doña Araceli—, es menester estar revestida de la piel del diablo para bajar a hurtadillas al jardín, de una a dos o tres de la noche, para acudir con tanto misterio como si fuera un delito, y todo esto con el propósito de dar la mano a besar y de decir: “Ya veremos si te quiero”. Está visto: ¡son incomprensibles las muchachas del día!».
Otra consideración se ofrecía a la mente de doña Araceli, que no tiene vuelta de hoja, y con la cual no dudo que estarán de acuerdo mis lectoras más graves.
La conducta de Costancita no tenía buena interpretación. ¿Para qué aquel misterio? ¿Para qué no decir paladinamente que amaba a su primo? ¿Para qué no hablarle ya como a futuro delante de todos los tertulianos de su casa? Lo de ir a la reja era comprometido y pecaminoso, y ni siquiera tenía la disculpa del amor, ya que Costancita aún no amaba.
Hechas todas las reflexiones susodichas, y muchas otras que en obsequio de la brevedad se pasan por alto, doña Araceli se puso la mantilla y se fue a casa de D. Alonso, resuelta a arreglarlo o tronarlo todo, sin más dilación ni rodeo.
D. Alonso estaba en el Casino y doña Costanza recibió sola a su tía. Lo que hablaron es de suma importancia, y se traslada aquí tan fielmente como pudiera hacerlo un taquígrafo.
—Costancita —dijo doña Araceli después del saludo y de tomar asiento—, quiero que nos entendamos de una vez. El hijo de mi mejor amiga ha venido aquí, confiado en mis promesas y buenos oficios, y no conviene que salga burlado. ¿Le quieres o no le quieres? Ya no puedes alegar que él no te ama, que él no se ha declarado. ¿Para qué hacerle penar? ¿Para qué tenerle en una espantosa incertidumbre, si es que le amas? Y si no le amas, ¿para qué engañarle con vanas esperanzas, consiguiendo así que sea más honda, quizás mortal, la herida que piensas hacerle o que ya le has hecho?
—Tía, tía —respondió doña Costanza—, Vd. viene contra mí espada en mano. Vd. es quien viene a herirme. Vd. viene tremenda. ¿Y cómo quiere Vd. que yo conteste a todo eso? Deseo amar a mi primo. Me siento inclinada a amarle, pero no le amo aún. No es culpa mía. ¿Mando yo en mi corazón?
—Pero, hija, ¿qué corazón es entonces el tuyo? Pues qué, ¿después de tres o cuatro semanas de ver, de hablar, de tratar a tu primo, nada te dice el corazón, ni en favor ni en contra?
—No es que no me dice nada el corazón. El corazón me dice demasiado, y la cabeza responde, y entre el corazón y la cabeza se arman disputas crueles que me aturden y desesperan.
—Confíate en mí, Costancita —dijo doña Araceli con mucha ternura, acercándose a su sobrina y dándole un cariñoso abrazo.
—Mire Vd., tía, la quiero a Vd. tanto, la creo a Vd. tan buena, que voy a abrirle mi alma y a revelarle cuanto hay en ella de bueno y de malo. Voy a exponer a Vd. mis dudas y contradicciones con franqueza y lealtad.
—Habla, habla, hermosa mía.
—Sin bromas, tía Araceli; yo soy niña, soy inexperta, sé poco de pasiones y de lances de amor; pero sospecho que en el amor hay grados, como en todo. Hasta cierto grado me parece que amo ya a mi primo, el cual es discreto, buen mozo, instruido y tiene otras muchas prendas estimables. Con la mitad, con la cuarta parte del amor que yo profeso ya a Faustinito, tiene de sobra cualquiera otra para aceptar a un hombre por novio y luego por marido. Pero yo reflexiono demasiado, y necesito doble o triple amor del que tengo para casarme con mi primo, venciendo las reflexiones. Creo que él me ama, pero también necesito en él doble o triple amor del que me tiene.
—¿Cómo es eso? Explícate.
—Es muy sencillo. Con doble o triple amor, con un amor inmenso, sublime, sería nuestra unión dichosa. Viviríamos aquí o en Villabermeja en un perpetuo idilio. Cuidaríamos de nuestra hacienda y la aumentaríamos. Nuestros hijos, si llegábamos a tenerlos, serían la gloria, la honra, los amos de estos lugares. Faustino y yo recorreríamos en paz, y estrecha y amorosamente enlazados, el sendero de la vida, cubierto de flores, sin nada que turbase nuestra tranquilidad ni que envenenase la copa encantada e inexhausta de nuestra dicha en el mundo. Pero sin este amor, triple del que hoy nos tenemos, me inclino a creer que, si nos casásemos, seríamos infelices los dos. Yo no me resignaría a vivir aquí o en Villabermeja, y Faustino menos, porque es muy ambicioso. Él no tiene nada, y yo espero tener poquísimo. Mi padre podrá darme, a lo más, tres o cuatro mil duros de renta. ¿Y qué es esto para vivir en Madrid? Quiero suponer que Faustino es un genio, un prodigio. ¿Cree Vd. que con sus versos, sus literaturas y sus filosofías, atinará a ganar mil duros al año sobre lo que yo lleve? Yo no lo creo. Si se mezcla en política, podrá tener algún destino importante por espacio de seis meses o un año, y luego se seguirá un largo período de cesantía. Como Faustino no es un hombre de cierta clase, como es más bien ave cantora que ave de rapiña, siempre vivirá pobre. Aun suponiendo que él vale mucho, que va a encumbrarse a los primeros puestos, y que le va a durar la prosperidad, todos los miserables sueldos que tenga durante su vida, acumulados y sumados, si fuere dable que los ahorrara, no puede nadie afirmar que constituyan un capital de veinte mil duros, o sean mil duros de renta o poco más cada año. No es esto negar que Faustinito no logre brillar como sabio, como orador o como poeta; pero con este brillo ni se paga a la modista, ni se compran elegantes muebles, ni coches, ni caballos, ni joyas, ni trajes, ni todo lo que necesita una señora para brillar ella también. Sería muy triste, tía, que tuviese yo que consolarme y aquietarme con gozar del reflejo de la gloria de mi marido, y que, si alguna vez me sacaba a relucir, pasase yo entre las damas aristocráticas de la corte por una señora temporera, efímera o provisional, por una semi-fregona, encogida y obscura, de quien unas preguntarían: —¿Quién es esa?— y otras responderían con desdén: —Esa es la ministra tal; esa es la mujer del doctor Faustino o del poeta Faustino. Peor es, a no dudarlo, que el marido sea el oscuro o aquél a quien sólo por su mujer se le conozca, como también hay muchos. Aflictivo y vejatorio ha de ser para un hombre el que le designen con el título del marido de la doña Tal, o del marido de la condesa de Cual, o algo por este orden; pero también es vejatorio y aflictivo lo contrario, y yo no me resigno a sufrirlo. En resolución, con lo que mi padre puede darme y con las ilusiones y esperanzas vagas de Faustinito sería un disparate casarnos, a no querernos tan fervorosamente, que ambos sacrificásemos todo sueño de ambición y de gloria, y nos resignáramos a vivir en un rincón. No crea Vd. que no comprendo yo la poesía de esta vida. Tanto la comprendo, que he ido y voy aún en busca de ella con mil esfuerzos de voluntad. He hecho lo posible por crear en mi alma un amor tal por Faustino que venciese en mí el orgullo y las demás pasiones. He hecho lo posible por crear también en su alma un amor tal por mí que matase su ambición y todas sus ilusiones mentirosas. No me lisonjeo de haber logrado ni lo uno ni lo otro. Se lo confesaré a usted todo. No por una perversa coquetería, sino llevada de mi deseo de amor, y de todos estos ensueños campestres y de idilios que luchan con otros ensueños, he citado a Faustino por la reja del jardín, he hablado con él, le he dado a besar mi mano, y casi, casi le he dicho ya que le amaba. Él ha estado elocuente, apasionado, tierno, pero entretejiendo con sus amores sus ensueños de gloria, y pintándome inhábilmente para seducirme la realización de sus esperanzas, con lo cual despertaba en mí la ambición, que a menudo olvidan los hombres que también agita el alma de las mujeres.