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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (13 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¿No nos hará volar para probar algún nuevo explosivo? —preguntó Brandok.

—Rogodoff se ha vuelto hoy un verdadero cordero y creo que no tiene odios ni siquiera contra el emperador desde que aquel poderoso renunció a la autocracia.

—, Ha cambiado Rusia?

—Hoy tiene una Cámara y un Senado, como los demás Estados.

—¿Por lo tanto ya no hay más deportados a Siberia? —preguntó Toby.

—Siberia se ha vuelto un país tan civilizado como los Estados Unidos, Francia e Inglaterra, y ya no tiene ni un solo deportado.

Entraron al hotel, que estaba bien calefaccionado por las lámparas a radium y decorado con cierta elegancia, con sillas acolchadas, mesitas cubiertas de manteles de papel de seda y vajilla de lujo. Había adentro algunos habitantes de la colonia y también varios esquimales, ocupados en tragar ávidamente, no sin esfuerzo, jarros de cerveza descongelada.

Eran tipos en verdad poco tranquilizadores, con barbas descuidadas que les daban aspecto de bandidos. Esto no impidió que saludaran cortésmente en varios idiomas a los recién llegados. Los tres amigos se sentaron a una mesita y se hicieron servir sopa de pemmican, hígado de morsa, narval asado y fruta helada y tan dura que casi no podían morderla.

—Tampoco en el Polo se está mal —dijo Brandok sorbiendo una taza de café bien caliente—. ¿Quién hubiera dicho que cien años más tarde se hubiera podido comer en el Paralelo 90? Dígame, señor Holker, usted que ha estado aquí otras veces, ¿qué han encontrado de sorprendente en el Polo?

—Nada más que hielo y una montaña altísima que parece un volcán apagado.

—¿Y en él se entrecruzan todos los meridianos de nuestro globo?

—Y se esconde uno de los puntos cardinales de la Tierra —respondió Holker, bromeando.

—¿Y en el Polo Sur han abierto también un túnel? —preguntó Toby.

—Todavía no; pero nuestros científicos están estudiando cuidadosamente lo que convendrá hacer también en el otro extremo del mundo. Hay una cuestión muy grave que vale mucho más que un túnel y que preocupa mucho.

—¿Y cuál es? —preguntaron Toby y Brandok.

—Buscan el modo de equilibrar nuestro planeta para liberar a nuestros descendientes de un cataclismo espantoso; en suma, de otro diluvio —dijo Holker—. Ese arduo problema no se resolverá en este siglo, pero seguro que en el venidero se hará algo. Comprendan que se trata de salvar cinco continentes y centenares de millones de vidas humanas.

—Explícate mejor —dijo Toby—. No te comprendo; ¿qué es lo que quieren intentar los científicos del 2000?

—Salvar al mundo, ya lo he dicho.

—¿Quién lo amenaza?

—Los hielos del Polo Sur.

—¿De qué modo?

—Desequilibrando nuestro globo. En el Polo Sur se ha comprobado que los hielos, de un siglo a esta parte, han hecho progresos sorprendentes, alcanzando la increíble altura de treinta y siete kilómetros. No habiendo allí lluvias, ni tampoco deshielos considerables, la nieve que cae se transforma en hielo compacto, el cual ejerce una presión enorme, a pesar de las pérdidas a que está sujeto el casquete helado por la dislocación de sus masas, que, separándose de sus márgenes extremos, terminan perdiéndose en el océano Atlántico y en el Pacífico. Además, estando el agua de aquellos mares en el punto de congelación, como han podido comprobarlo nuestros viajeros, contribuye a aumentar la desmesurada masa glacial resultante de las continuas nevadas.

—Entiendo —dijo Toby.

—Desde hace millares y millares de años, entonces, el casquete glaciar del Polo Sur, que no es más que una enorme montaña de hielo, no ha hecho sino aumentar de tamaño, ocupando hoy día una superficie de ocho millones de millas cuadradas, superficie casi igual a toda América del Norte. ¿Qué producirá ese peso tan enorme? Un desplazamiento de nuestro planeta similar al que ya tuvo lugar hace veinticinco mil años, producido por la masa del casquete de hielo del Polo Ártico, y que arrojó sobre nuestro globo ese tremendo diluvio del que hablan los antiguos y del que hoy tenemos pruebas evidentes. Con la catástrofe antártica las tierras septentrionales terminarán indudablemente sumergidas para dar lugar al surgimiento de las meridionales que ahora se encuentran bajo el agua.

—¿Y los científicos actuales consideran que esa catástrofe tendrá lugar? —preguntó Toby.

—Ya nadie lo duda —respondió Holker—. El movimiento de las aguas del Polo Sur está estrechamente conectado con el aumento gradual del casquete de hielo austral y la consecuencia de ello será que tres quintos de las aguas del globo se verán desplazados de su primitivo centro de gravedad y prontos a lanzarse hacia el norte. Entonces es fácil comprender cuán precaria y peligrosa es la situación de los habitantes del hemisferio norte. Nuestra salvación consiste en la cohesión de los ochenta millones de kilómetros cuadrados de hielo que gravitan sobre el Polo Austral. Mientras á el casquete de los hielos no se rompa, las cosas seguirán co— mo hasta ahora, con la presente distribución de tierras y mares; en el instante en que comience a deshacerse, la humanidad estará perdida. La fragmentación de aquella enorme masa de hielo tendrá como efecto que la fuerza de gravedad será instantáneamente transferida a la parte septentrional de nuestro globo y los fragmentos del casquete antártico, con toda el agua mantenida ahora en torno a ella, se lanzarán con un ímpetu irresistible hacia el Polo Norte a través del océano Atlántico y el Pacífico.

—¡Qué momento será ése! —dijo Brandok—. Afortuna

damente damente nosotros ya no viviremos, a menos que el amigo Toby encuentre el medio para que vuelva a dormirnos durante algunos siglos.

—Una segunda prueba sería fatal para nosotros —respondió el doctor.

—Señor Holker —preguntó Brandok—, ¿los científicos modernos han calculado aproximadamente cuándo podría suceder esa tremenda catástrofe?

—Exactamente, no; pero es cierto que la masa del casquete glaciar no podrá prolongarse razonablemente más allá de cierto límite. Podría suceder lo mismo dentro de mil años como dentro de diez.

—Si ocurriera, sería por cierto un desastre de proporciones —dijo Toby.

—¡Imagínese, tío, el inmenso abismo que quedará abierto por el desplazamiento de una masa de más de cien millones de metros cúbicos! Descendiendo del Polo Sur, la gigantesca avalancha cavará un inmenso surco en los océanos, cuyas aguas se lanzarían con ímpetu sobre América meridional, África y Australia. Después de haber sepultado bajo masas enormes de hielo esos continentes, el diluvio atravesará el Ecuador, se lanzará sobre América del Norte, sobre Europa y sobre Asia, destruyendo a su paso la vida y la obra del hombre. Donde en una época se alzaban soberbios edificios y ciudades y florecían campos, habrá la desolación más lúgubre, el más espantoso desierto.

—¿Y los científicos actuales piensan en cómo evitar tan terrible catástrofe? —preguntó Brandok.

—Estudian proyectos desde hace muchos años —respondió Holker—. Este será el éxito más grande de la ciencia del 2000.

—Se tratará de aligerar al Polo Austral de su propio peso —dijo Toby.

—Y lo que sobre, transportarlo al Polo Boreal —respondió Holker.

—¡Dios mío! —dijo Brandok—. Ésa sí que es una empresa que me parece difícil.

—Otros, y supongo que la cosa sería más sencilla, proponen remolcar parte del inmenso casquete helado hasta el Ecuador y dejar que allí se deshiele.

—¡Qué máquinas se necesitarían!

—Y, sin embargo, ya verán que nuestros científicos conseguirán mantener en equilibrio nuestro planeta y salvar la humanidad.

—Después de todo lo que he visto hasta ahora, no lo dudo —dijo Toby—. ¡Qué progresos ha hecho la ciencia en estos cien años! Es como para perder la cabeza.

XI
HACIA EUROPA

Durante tres días Holker y sus amigos permanecieron en la colonia polar realizando excursiones por los alrededores con el trineo del hotel, visitando varias casas de los anarquistas y algún iglú esquimal, a pesar del frío excesivo que reinaba al aire libre y la profunda oscuridad que se espesaba en los desolados bancos de hielo de las regiones polares.

Tuvieron que aceptar, con no poca alegría, que aquellos colonos que un día habían sido tan peligrosos se hubieran vuelto absolutamente pacíficos y tan mansos como corderos.

¿Era la influencia del frío o el aislamiento lo que había logrado ese prodigio en aquellos cerebros exaltados? Probablemente las dos cosas juntas.

Por cierto, no era algo placentero hablar de bombas, incendios y estragos con un frío de cuarenta y cinco grados bajo cero. Preferían fumar su pipa junto a la lámpara de radium, gozando del calor que despedía.

Como se ve, los gobiernos de Europa y América habían tenido una excelente idea mandándolos a ese clima para que... se enfriaran.

La mañana del cuarto día, mientras Holker, Brandok y Toby bebían una hirviente taza de té, fueron advertidos de que durante la noche había llegado el tranvía eléctrico de Spitzberg y que se preparaba para volver a Europa.

—Partimos, amigos —dijo Holker—. En invierno el Polo es poco placentero y considero que ya tienen bastante con nuestra estadía entre los hielos eternos.

—Preferiría encontrarme en un clima menos rígido —respondió Brandok—. No corre por mis venas la sangre ardiente de los anarquistas.

—Tampoco por las mías —dijo Toby.

—¿Cuándo llegaremos a Spitzberg? —preguntó Brandok.

—Dentro de sesenta horas, dado que el túnel europeo es más largo que el norteamericano.

—¿Y después adónde iremos?

—Nos embarcaremos en un barco volador que hace el servicio entre las islas e Inglaterra. Quiero mostrarles otra maravilla.

—¿Cuál?

—Los grandiosos molinos del Gulf Stream.

—¿Qué serán?

—Molinos, ya lo dije.

—¿Para moler grano?

—¡Oh, no!... Después iremos a visitar una de las ciudades submarinas inglesas, donde fueron desterrados los más peligrosos delincuentes del Reino Unido. Aquí llegó el trineo; vamos, amigos.

Pagaron la cuenta, tomaron sus equipajes y subieron al trineo del hotel, que era tirado por seis vigorosos perros de Terranova, más robustos y obedientes que los de raza esquimal.

Un cuarto de hora después se detenían bajo el cobertizo de la estación europea que se encontraba al otro lado de la ciudad.

Un coche, similar al de la línea norteamericana, esperaba a los viajeros.

También éste estaba dividido en compartimientos y montado con lujo y elegancia.

Subieron y pocos minutos después el tranvía, precedido por la máquina piloto que había partido cinco minutos antes, se introducía en el túnel construido a expensas de las naciones septentrionales del continente, Rusia, Suecia, Noruega e Inglaterra.

Tanto en sus dimensiones como en su forma no era muy diferente del norteamericano.

Sólo estaba un poco menos iluminado, pues las naciones europeas septentrionales carecían de una fuerza eléctrica similar a la norteamericana, porque no tenían nada semejante a las cataratas del Niágara.

Cincuenta horas después, los tres viajeros, que poco a poco habían visto disiparse las tinieblas a medida que se alejaban del Polo, llegaban felizmente a las costas septentrionales de la mayor isla del grupo Spitzberg.

Habían costeado largo tiempo la Groenlandia septentrional; después habían atravesado una parte del océano cubierto por inmensos bancos de hielo, llegando a la estación rusa.

El túnel terminaba allí, pero la línea continuaba hasta el puerto de Riurca.

Con mucha sorpresa Toby y Brandok vieron alzarse en la nevada costa de aquella bahía, cien años antes apenas frecuentada por algunos balleneros y por cazadores de focas, edificios imponentes, que eran hoteles destinados a acoger en la estación veraniega a los europeos ricos.

El frío había hecho huir a los hoteleros y a sus huéspedes. Pero habían quedado, en cambio, dos o tres docenas de pescadores de bacalao y algunos guardianes encargados de la vigilancia de los hoteles.

Holker averiguó si el navío volador inglés había llegado y obtuvo una respuesta negativa. Veinticuatro horas antes un violento ciclón se había desencadenado en el Atlántico septentrional y probablemente había obligado al navío aéreo a refugiarse en algún puerto de Noruega.

Era probable por lo tanto que no pudiera llegar ni aun al día siguiente, porque el cielo estaba muy cargado y el viento era violentísimo.

—Nosotros ya no tenemos apuro —dijo Brandok—. Aquí hace menos frío que en el Polo.

—Pero no hay hoteles abiertos en esta estación —respondió Holker—. Estaremos obligados a quedarnos en la sala de la estación o pedir asilo a alguna familia de pescadores.

—Por nosotros no importa —declaró Toby.

No fue difícil ponerse de acuerdo con una familia mediante una modesta compensación. La casa estaba muy limpia, dado que sus propietarios eran noruegos, bien calefaccionada y provista de víveres.

—Aquí estaremos bien —dijo Brandok.

—Y tendremos mucha carne —observó Holker—, lo que al día de hoy no se puede encontrar en todo el continente.

—¿Carne de oso? —preguntó Toby.

—Hace más de cincuenta años que los osos desaparecieron —respondió Holker—. También en las regiones polares los animales salvajes se han vuelto rarísimos. Aquí, en cambio, se crían muchos renos que después son exportados a Rusia y a Noruega. A pesar de los largos inviernos y las fuertes nevadas, esos animales consiguen encontrar con qué alimentarse, buscando los líquenes sepultados bajo el hielo.

—¿Y en verano esta gran isla está poblada? —preguntó Toby.

—Es una estación de primer orden, mi querido señor. Nunca llegan menos de cinco o seis mil personas.

—En nuestro tiempo bastaba con las montañas.

—Ésas sirven para los modestos burgueses.

—La línea polar debe hacer buenos negocios en esa estación.

—Los viajeros acuden al Polo de a millones.

—¿Y estos pescadores qué hacen aquí?

—Esperan el paso de los grandes cardúmenes de bacalao. ¿Saben que esos excelentes peces ya no frecuentan las costas de Terranova?

—¿También ellos sintieron la necesidad de novedades?

—Eso parece —respondió Holker—. Desde hace más de sesenta años no se dejan ver en las costas canadienses. Ahora frecuentan estos parajes, donde se dejan pescar fácilmente.

—¿Todavía se pescan con lanzas?

—Esas son reliquias. Hoy las gigantescas naves dotadas de motores de una potencia extraordinaria vienen aquí y arrojan redes de cinco o seis millas de largo que son rápidamente remolcadas a tierra. Bastan pocos días para poner fin a la estación de pesca, mientras que hace cien años duraba cuatro meses.

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