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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (12 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¿Y se dejan encerrar sin protestar?

—Por el contrario, son ellos los que les ruegan a sus parientes que los lleven al iglú del que no volverán a salir. Muchas veces los viajeros que llegaban hasta las colonias polares, horrorizados por lo que sucedía en esos iglúes fúnebres, forzaron la entrada para sacar al moribundo y recibieron este reproche: "¿Quién viene a perturbar mi agonía? ¿Es que no puede uno morirse en paz?".

—¿Y ahora hacen lo mismo? —dijo Toby.

—Ya lo ve.

—¿Estará ya muerto el hombre que se encuentra en ese iglú?

—Probablemente todavía esté vivo; dejémoslo en paz para que no nos caigan encima sus parientes; respetemos su voluntad.

Pasaron a otro iglú más grande y mejor iluminado, y después de haberse introducido por el angosto corredor, se encontraron adentro.

Había allí dos mujeres cubiertas con viejas pieles desgarradas y una media docena de niños semidesnudos, ya que adentro reinaba un calor sofocante. Una de las mujeres estaba masticando una par de gruesas botas de piel de morsa que el hielo había endurecido y que ella trataba de volver a ablandar con sus poderosos molares; la otra estaba ocupada en preparar la comida.

Un olor nauseabundo reinaba en aquella pequeña habitación, donde algunos lobos y pescados se pudrían para que sus carnes se volvieran más exquisitas a los paladares esquimales.

—Ya tengo suficiente —dijo Brandok, que se sentía sofocado.

—Estos bravos habitantes del Polo no han dado un paso adelante desde hace un siglo.

Dieron a los pequeños algunos puñados de galletas y volvieron rápidamente al aire libre, donde el marinero del Narval les esperaba junto con los otros viajeros que ya demostraban estar satisfechos con la visita. Un cuarto de hora después volvían a entrar en la galería de la nave, contentos por encontrarse a resguardo del frío y la niebla.

El enorme bloque de hielo no estaba aún completamente deshecho, pero faltaba poco.

Un cartucho cargado de potente explosivo hizo volar lo que quedaba, y hacia las ocho de la mañana el Narval volvía a ponerse en marcha, con una velocidad notable, siendo la llanura completamente lisa.

Durante la jornada continuó su carrera sin notables incidentes y hacia las cinco Brandok señalaba un gran haz de luz que atravesaba la niebla.

—Aquella es la estación de Nettelling —dijo Holker—. Dentro de pocos minutos subiremos al tranvía eléctrico que nos llevará al Polo Norte.

No había transcurrido un cuarto de hora cuando el Narval ingresaba en un inmenso cobertizo iluminado por un gran número de lámparas, donde se movían muchas personas que fácilmente podían tomárselas por animales polares.

Allí se alzaba una alta construcción de madera de la que salían golpes ruidosos, como si una de las máquinas estuviera en funcionamiento.

A lo lejos, en cambio, se divisaba una larga fila de lámparas que proyectaban un haz de luz un poco diferente de la del radium; era un extraño fulgor, como si los hielos echaran chispas.

—¿Qué hay allí abajo? —preguntaron Brandok y Toby.

—El gran túnel que conduce al Polo —respondió Holker—. Una de las más grandes maravillas de nuestro siglo.

—¡Ustedes han construido un túnel que llega al Polo! —exclamó el doctor.

—¿Cómo querían llegar? ¿Con naves? Ustedes saben que hace cien años también se hicieron pruebas desastrosas. La grandiosa idea de llegar al Polo por medio de un túnel se la debemos a un ingeniero compatriota nuestro. Este arranca de la orilla septentrional de este lago, atraviesa las tierras de Baffin, pasa por el estrecho de Lancaster que, como ustedes saben, no se deshiela nunca, ni siquiera en verano, luego atraviesa la isla de Devon, la de Lincoln, la de Ellesmore y la de Grant, y llega al Polo, a los 2°28' de longitud.

—¿De qué está hecho ese túnel? —preguntó Brandok, cuyo asombro no tenía límites.

—Con materiales que se encuentran en el lugar y que no han costado ni un dólar —respondió Holker.

—¿Con hielo? —dijo Toby.

—Precisamente, un material muy barato, mezclado con una pizca de sal para darles a los bloques mayor cohesión. El túnel tiene once pies de ancho, ocho pies de alto, y sus paredes tienen un espesor de dos metros y están construidas con bloques de hielo de dos pies de largo y medio pie de ancho. Su forma es la de un arco perfecto y está iluminado con luz eléctrica para que las paredes no puedan fundirse, como hubiera sucedido con las lámparas de radium.

—¿Cuánto tiempo emplearon para construirlo? —preguntó Toby.

—No más de siete meses, trabajando apenas cuatrocientos obreros. No creo que su costo haya superado los doscientos mil dólares.

—¿Y no se derrite?

—Eso es imposible, porque comienza en una región donde el termómetro incluso en junio y julio no marca más de tres o cuatro grados bajo cero. De hecho en catorce años que funciona nunca se derrumbó ninguna arcada.

—¿Y quién nos llevará al Polo?

—Un coche eléctrico de dimensiones extraordinarias, que marcha sobre carriles. Aquí, en la estación, hay máquinas y dínamos poderosos y en el Polo hay uno de igual potencia.

—¿El túnel termina en el Polo? —preguntó Brandok.

—No, señor. Los rusos y los ingleses construyeron después otro que parte de la colonia polar y desemboca al norte de Spitzberg. Aquél, de vez en cuando, sufre un derrumbe en la desembocadura, dado que en esa isla el frío no siempre es intenso. Pero las reparaciones son fáciles.

—Brandok —dijo Toby—, ¿qué me dices?

—Que sigo soñando —respondió el joven.

—Bajemos y ocupemos nuestros lugares en el tranvía eléctrico —dijo Holker—. Allí tomaremos el desayuno.

Al extremo del cobertizo había avanzado un coche enorme, de más de veinte metros de largo por dos y medio de ancho, todo cerrado con cristales que parecían tener un espesor extraordinario y defendido por encima con una especie de jaula de acero destinada seguramente a resguardarlo de la caída de algún trozo que pudiera desprenderse de la bóveda del túnel.

Tres lámparas de radium de gran potencia lo iluminaban, o mejor, lo inundaban de luz.

El interior estaba dividido en cinco compartimientos: salón comedor, baños, habitación con camas, sala de juego y de lectura y una pequeña cocina.

Gruesas alfombras de fieltro estaban extendidas en el suelo y pesadas pieles cubrían los catres que servían de camas.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamó Brandok, quitándose el tapado de piel y entrando al salón comedor donde ya se encontraban los viajeros alemanes e ingleses que los habían acompañado en el Narval. ¡Qué dulce tibieza! No se diría que afuera el termómetro marca los veintidós grados bajo cero.

—Y qué elegantes son estos compartimientos —dijo Toby, que ya los había recorrido.

—¿Cuándo llegaremos al Polo, señor Holker? —preguntó Brandok.

—No antes de las nueve de la mañana.

—¿Con el sol?

—Usted habla del sol en esta estación; el sol ya se ha puesto desde hace doce días y en el Polo hoy reina una noche perfecta, incluso en pleno mediodía.

—Sí, es verdad, me olvidaba de que ya estamos en otoño.

—A la mesa, señores míos, e imitemos a nuestros compañeros de viaje.

Se colocaron en una de las seis mesitas que ocupaban el salón y se hicieron servir una comida abundante y suculenta, suministrada por el cocinero del tranvía polar, compuesta en su mayor parte de pescados excelentes, cocinados de distintas maneras, que rociaron con exquisito vino blanco seco de California.

El coche, entretanto, ya había partido a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, penetrando en el túnel polar.

Aquel túnel, formado todo de bloques de hielo cementado con sal, era verdaderamente maravilloso.

Cada cincuenta pasos una lámpara eléctrica de cuatrocientas bujías lo iluminaba, haciendo brillar maravillosamente las paredes, y cada veinte kilómetros había una salida lateral, a través de las cuales se veían casillas de madera habitadas por los vigilantes de la línea.

—¡Espléndida! ¡Espléndida! —repetía Brandok, que se había sentado cerca del conductor fumando un buen habano—. Esta es por cierto la idea más grandiosa concebida por los hombres del 2000.

—Yo también lo creo así, señor Brandok —respondió Holker, que lo había alcanzado, mientras Toby jugaba una partida de whist con dos ingleses.

—¿Y no hay peligro de que alguna vez ocurra una catástrofe? Supongamos que en algún lugar el hielo cede y se deshace por efecto de las presiones o que un pedazo de túnel se rompe. ¿Cómo podría, este coche, lanzado a semejante velocidad, evitar el desastre?

—De un modo muy simple: se detiene —dijo Holker riendo.

—Pero no puede detenerse de golpe; no tendría tiempo.

—Pero el conductor lo podría detener mucho antes si en la línea hubiese una interrupción que pudiera causar un desastre.

—¿De qué modo?

—Adelante de nosotros tenemos una máquina piloto que nos precede cinco kilómetros y que corre con la misma velocidad que nuestro coche.

Brandok lo miró como si no lo hubiese comprendido.

—Mi querido señor —dijo Holker—, los constructores de esta línea han previsto los graves peligros que pueden amenazar a los viajeros justamente a causa de las presiones y la inestabilidad de los hielos, que se encuentran en muchos puntos del océano; por eso han tratado enseguida de evitarlos.

—Algo que me parece difícil.

—Para los hombres del 1900 probablemente sí, pero no para los del 2000 —dijo Holker.

—Pero ¿qué han hecho?

—Hacen que preceda al coche un vagoncito que oficia de piloto.

—¿Vacío?

—Sí, señor Brandok, pero unido al coche por medio de un cable eléctrico. Suponga ahora que el vagoncito, comparable por su armamento de hilos eléctricos a los tentáculos de que se sirven los peces ciegos para avanzar en las profundidades tenebrosas o en las cavernas submarinas, choca con un obstáculo cualquiera y cae en alguna rajadura abierta en los bancos de hielo que sostienen el túnel; inmediatamente el choque es transmitido, por medio de las conexiones eléctricas, al conductor de nuestro vehículo, el cual, alarmado por un timbre, se apresura a detenerse. Es así como se evita cualquier peligro. Se avisa enseguida a los hombres encargados de reparar el túnel, éstos se trasladan al sitio donde ocurrió el derrumbe o la rotura y solucionan el problema. Puede viajar tranquilamente, señor Brandok, y también dormir, sin temer desastre alguno.

—Es un medio ingenioso —dijo el joven.

—Y, sobre todo, seguro —respondió Holker—. Señor Brandok, vayamos a acostarnos. El tiempo pasará más pronto y cuando volvamos a abrir los ojos estaremos entre los anarquistas de la colonia polar.

X
LA COLONIA POLAR

Una sacudida más bien brusca, seguida de un tintineo de campanillas eléctricas y de unas voces más bien agudas, despertó al día siguiente por la mañana a los viajeros, haciendo que bajaran precipitadamente de sus cómodos catres.

El coche, después de una carrera velocísima que había durado toda la noche, había llegado a la estación ferroviaria del Polo Norte y se había detenido debajo de un larguísimo cobertizo de madera, cerrado en un extremo por gigantescas puertas de vidrio e iluminado por un gran número de lámparas eléctricas.

Muchas personas, bastante barbudas, envueltas en pieles de oso blanco, se habían reunido alrededor del tranvía hablando distintas lenguas: español, ruso, inglés, alemán e incluso italiano.

Casi todos fumaban enormes pipas de porcelana, echando al aire verdaderas nubes de humo.

—Estamos en el Polo, amigos míos —dijo Holker tomando el equipaje.

—¿Y quiénes son esos hombres que nos miran de reojo? —preguntó Toby.

—Anarquistas peligrosos, provenientes de todos los países del mundo y condenados a terminar aquí sus vidas.

—¡Qué triste existencia deben llevar entre estas nieves y estas tinieblas!

—Menos de lo que usted cree, tío —respondió Holker—. Cada jefe de familia tiene una cabaña de madera suministrada por su gobierno, bien calefaccionada con lámparas de radium. Pasan sus vidas cazando y pescando y no hacen malos negocios con el tráfico de pieles. Y, además, de vez en cuando, reciben víveres y tabaco. Únicamente están prohibidos los licores.

—¿Y nunca se rebelan?

—Los gobiernos mantienen aquí dos docenas de bomberos para tenerlos a raya y el agua siempre está dentro de las bombas. Ya les dije cuáles son los efectos del agua y qué espanto les produce a todos.

—¿Y son muchos los anarquistas que están aquí?

—Un millar, y casi todos tienen con ellos una compañera.

—¿Y los hijos que nacen?

—Se los manda a Europa y a América a estudiar y educarse para hacer de ellos ciudadanos laboriosos. Vamos al hotel "Genio Polar": es el único que hay y no estaremos mal allí.

Salieron del cobertizo y se encontraron ante varios trineos tirados por perros esquimales guiados por hombres que parecían osos marinos.

Subieron a uno y partieron a la carrera a través de las calles del pueblo, que estaban cubiertas por una inmensa capa de nieve.

Aquellas calles eran amplias, iluminadas por lámparas eléctricas, pues desde hacía algunos días había comenzado la noche polar, y estaban flanqueadas por casas de madera de un solo piso, semisepultadas en la nieve.

Enormes montañas de hielo se elevaban alrededor del poblado y reflejaban la luz de las lámparas con un efecto maravilloso. Parecía como si esas casas estuviesen incrustadas en diamantes gigantescos. Aunque el frío era tan intenso que hacía dolorosa la respiración, muchos habitantes paseaban por las calles conversando animadamente, como si se encontrasen en un bulevar de París o en una Ringstrasse de Berlín o Viena.

El trineo, que era tirado por una docena de perros de pelo larguísimo, cruza de zorro y lobo, atravesó, siempre corriendo, distintas calles, levantando en torno de los viajeros una espesa nevisca, que casi inmediatamente se condensaba volviendo a caer bajo la forma de finas agujas de hielo, y se detuvo finalmente delante de una casa más grande que las otras, pero de un solo piso ella también, con su entrada protegida por una galería de vidrio con muchas puertas con el objeto de impedir la dispersión del calor.

—El hotel del "Genio Polar" —dijo Holker.

—¿El dueño de ella también es un anarquista? —preguntó Toby.

—Un terrible nihilista ruso que treinta años atrás arrojó una bomba contra Alejo III, el emperador de Rusia.

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