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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (29 page)

BOOK: Las Marismas
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Eva Lind se había quedado dormida en el salón cuando Erlendur se puso el abrigo y el sombrero y miró el reloj. Era medianoche. Cerró la puerta con cuidado para no despertar a su hija, bajó a la calle y se metió en el coche.

Cuando llegó al tanatorio había tres coches de la policía delante, con sus luces intermitentes funcionando. Reconoció el vehículo de Sigurdur Óli y, cuando estaba entrando en el edificio, llegó el médico forense con su coche, que derrapó en la curva. El médico tenía cara de enojo. Erlendur se apresuró por un largo pasillo lleno de policías y se encontró con Sigurdur Óli, que salía del quirófano.

—No se ve nada fuera de lo normal —dijo Sigurdur Óli al ver a Erlendur.

—Cuéntame lo que pasó —le pidio Erlendur entrando en el quirófano.

Las camillas estaban todas vacías y todos los armarios, cerrados. Nada que indicara un robo.

—Había pisadas aquí, por el suelo, pero ahora están casi secas —explicó Sigurdur Óli—. El edificio está conectado a un sistema de alarma que llama a una central de seguridad y desde ahí nos avisaron a nosotros hace unos quince minutos. Parece que quien entró rompió una ventana de la parte trasera e introdujo luego la mano para abrir el cerrojo. Muy simple. Pero en el momento en que puso un pie dentro, las alarmas se dispararon. No habrá tenido mucho tiempo para hacer lo que vino a hacer.

—Seguramente tuvo bastante —dijo Erlendur.

El médico forense ya había llegado y su nerviosismo era evidente.

—¿Quién demonios entra a la fuerza en un tanatorio? —exclamó.

—¿Dónde están los cadáveres de Holberg y Audur? —preguntó Erlendur.

El forense miró a Erlendur.

—¿Tiene esto algo que ver con el asesinato de Holberg? —dijo.

—Es posible —repuso Erlendur—. ¡Rápido, rápido!

—El depósito de cadáveres está ahí detrás —informó el forense.

Le siguieron hasta una puerta.

—¿Esta puerta no suele estar cerrada con llave? —preguntó Sigurdur Óli.

—¿Quién va a robar cadáveres? —susurró el forense, parándose en seco al entrar en la habitación.

—¿Qué ocurre? —inquirió Erlendur.

—La niña no está —dijo el forense como si no creyera lo que veían sus ojos.

Con paso apresurado fue hasta el fondo de la habitación, donde abrió la puerta de un habitáculo y encendió la luz.

—¿Qué? —exclamó Erlendur.

—El ataúd tampoco está —añadió el forense, mientras miraba a Erlendur y Sigurdur Óli alternativamente—. Teníamos un ataúd nuevo para ella. ¿Quién puede haber hecho una cosa semejante? ¿A quién puede ocurrírsele una barbaridad semejante?

—Se llama Einar —dijo Erlendur—. Y no es ninguna barbaridad.

Se dio la vuelta y salió rápidamente del tanatorio con Sigurdur Óli pisándole los talones.

Capítulo 43

Esa noche había poco tráfico en la autovía a Keflavík. Erlendur conducía tan deprisa como le permitía su viejo coche japonés. La lluvia golpeaba los cristales y los limpiaparabrisas no podían con tanta agua. Erlendur recordó la primera vez que fue a ver a Elín, hacía unos pocos días. Parecía que nunca iba a dejar de llover.

Le había dicho a Sigurdur Óli que hablara con la policía de Keflavík para pedirles que estuvieran alerta, así como para asegurarse de que disponían de otros agentes de Reikiavik. Le dijo también que hablara con Katrín, la madre de Einar, para explicarle cómo estaban las cosas. Él iba a ir directamente al cementerio, con la esperanza de encontrar allí a Einar con los restos mortales de Audur. Estaba convencido de que la intención de Einar era volver a enterrar a su hermanastra.

Cuando Erlendur llegó a la puerta del cementerio vio que el coche de Einar estaba allí y que tenía abiertas de par en par la puerta del conductor y una de las puertas traseras. Erlendur apagó el motor, salió del coche y examinó el de Einar. Luego se enderezó y escuchó, pero sólo pudo oír el ruido de la lluvia cayendo sobre la tierra. No había viento y Erlendur escrutó la negrura del cielo. Distinguió a lo lejos una luz encima de la entrada a la iglesia y otra pequeña lucecita junto a la tumba de Audur.

Le pareció ver que algo se movía.

Creyó reconocer el pequeño ataúd blanco.

Se puso en camino con cautela y fue acercándose silenciosamente al hombre que suponía que era Einar. La luz venía de un farol de gas, que estaba colocado al lado del ataúd sobre la tierra. Erlendur entró lentamente en el círculo de luz y el hombre le vio. Levantó la cabeza y miró a Erlendur a los ojos.

Erlendur había visto fotografías de Holberg cuando era joven y el parecido era evidente. La frente estrecha y de forma ligeramente convexa, las cejas gruesas, poco espacio entre los ojos, los pómulos prominentes en la cara delgada y los dientes algo salientes. La nariz y los labios delgados, la mandíbula ancha y el cuello largo.

Se miraron a los ojos un rato.

—¿Quién eres? —preguntó Einar.

—Me llamo Erlendur. Holberg es mi caso.

—¿Te sorprende que me parezca tanto a él? —le interrogó Einar.

—Hay un cierto parecido —respondio Erlendur.

—Sabes que violó a mi madre —dijo Einar.

—Eso no es culpa tuya —repuso Erlendur.

—Era mi padre.

—Eso tampoco es culpa tuya.

—No deberías haber hecho esto —dijo enérgicamente Einar señalando el ataúd.

—Consideré que lo tenía que hacer —contestó Erlendur—. He descubierto que murió de la misma enfermedad que tu hija.

—Voy a devolverla a su sitio —anunció Einar.

—No hay problema —dijo Erlendur acercándose más al ataúd—. Seguramente querrás que esto esté también en la tumba.

Erlendur extendió la mano con la que cogía el pequeño maletín negro que había guardado en su coche desde que volvió de casa del coleccionista.

—¿Qué es esto? —preguntó Einar.

—La enfermedad —dijo Erlendur.

—No lo entiendo…

—Es una muestra orgánica de Audur. Considero que debe estar junto a ella.

Einar miraba al maletín y a Erlendur alternativamente, inseguro de lo que debía hacer. Erlendur se acercó aún más, hasta llegar al lado del ataúd, que quedó en medio de los dos. Colocó el maletín encima y luego se alejó.

—Quiero que me incineren —dijo repentinamente Einar.

—Tienes toda la vida para arreglar eso —repuso Erlendur.

—Exactamente. Toda la vida —dijo Einar subiendo la voz—. ¿Y qué es toda la vida? ¿Qué es toda la vida cuando se tienen siete años? ¿Puedes aclararme eso? ¿Qué vida es ésa?

—Eso es algo que no te puedo decir —contestó Erlendur—. ¿Llevas la escopeta contigo?

—Hablé con Elín —explicó Einar sin contestar la pregunta de Erlendur—. Supongo que lo sabes. Hablamos de Audur. Mi hermanastra. Conocía su existencia, pero no supe que era mi hermanastra hasta más tarde. Vi cómo la desenterrabais. Entendí muy bien que Elín quisiera atacarte.

—¿Cómo supiste lo de Audur?

—Por la base de datos. Encontré a los que habían muerto de esa variante concreta de la enfermedad. Entonces no sabía que yo era hijo de Holberg y que Audur era mi hermanastra. Eso lo supe más tarde. Supe cómo fui concebido cuando se lo pregunté a mi madre.

Miró a Erlendur.

—Después de descubrir que yo soy portador.

—¿Cómo relacionaste a Holberg con Audur?

—Por la enfermedad. Por esta variante de la enfermedad. El tumor cerebral es muy poco frecuente.

Einar se quedó en silencio un rato y luego siguió con su relato, ordenadamente y sin sentimentalismos, como si se hubiera preparado para dar una explicación exacta de su comportamiento. Subió la voz, hablaba en un tono bajo y monótono que se convirtió incluso alguna vez en un suave susurro. La lluvia seguía cayendo sobre la tierra y sobre el pequeño ataúd, rompiendo el silencio de la noche.

Explicó cómo enfermó su hija inesperadamente cuando tenía cuatro años. Resultó difícil diagnosticar la enfermedad y pasaron varios meses antes de que los médicos llegaran a la conclusión de que se trataba de una rara dolencia neurológica.

Se creía que era una enfermedad hereditaria que existía en ciertas familias, pero lo extraño era que no había antecedentes ni en la familia materna de su hija, ni en la paterna. Los médicos no tenían explicación para ese caso y se inclinaron por algún tipo de mutación.

Les informaron que la enfermedad se alojaba en el cerebro de la niña y que podía causarle la muerte en pocos años. Ahí empezó un calvario que Einar dijo no poder describir.

—¿Tienes hijos? —le preguntó a Erlendur.

—Dos, chico y chica —contestó él.

—Nosotros sólo la teníamos a ella —dijo Einar—. Nos separamos cuando murió. No quedaba nada que pudiera mantenernos unidos, excepto la pena, los recuerdos y la lucha en los hospitales. Cuando todo acabó, fue como si se hubieran terminado también nuestras vidas. Ya no quedaba nada.

Einar se calló y cerró los ojos. El agua de la lluvia le resbalaba por la cara.

—Yo fui uno de los primeros trabajadores de la nueva empresa —siguió diciendo—. Cuando se obtuvieron los permisos para organizar la base de datos y empezamos a trabajar en ella, fue como si volviera a nacer. No podía conformarme con las palabras de los médicos. Tenía que buscar una explicación. Volvió a despertarse mi interés. Tenía que averiguar cómo la enfermedad había llegado a atacar a mi hija. Los datos sanitarios están ligados a otro archivo de base genealógica y ambos se pueden juntar si se sabe lo que se está buscando y si se dispone del código secreto. Entonces se puede descubrir de dónde procede la enfermedad y se puede rastrear por todo el árbol genealógico. Incluso se pueden conocer las excepciones. Excepciones como yo. Y como Audur.

—Hablé con Karitas, del Centro de Secuenciación Genética —dijo Erlendur, intentando entablar una conversación con Einar—. Me describió cómo les engañaste. Para nosotros, todo esto es tan nuevo que no se entiende muy bien qué se puede hacer con toda esa información acumulada. Ni lo que contiene, ni lo que se puede sacar de ella.

—Yo sospechaba todo eso. Los médicos de mi hija tenían su teoría sobre la enfermedad y sobre su origen hereditario. Al principio, pensé que quizá yo era un hijo adoptado, y ojalá hubiera sido así. Luego empecé a sospechar de mi madre. Con engaños, logré convencerla para que me diera una muestra de su sangre, que hice analizar. Hice lo mismo con mi padre. No encontré nada. Lo encontré en mi propia sangre.

—Pero ¿tú no tienes ninguno de los síntomas?

—Apenas —dijo Einar—. Casi he perdido la audición de un oído. Tengo un tumor, junto al nervio auditivo. Benigno. Y manchas en la piel.

—¿Manchas de café?

—Te has informado. Podría haber enfermado a causa de una mutación. Pero me parecía poco probable. Finalmente conseguí los nombres de algunos hombres que podrían haber sido amantes de mi madre. Holberg era uno de ellos. Mamá me dijo enseguida toda la verdad, cuando le expuse mis sospechas. Me explicó que nos había ocultado siempre lo de la violación para que nunca tuviera que sufrir por mis orígenes. ¿Sufrir? Todo lo contrario. Soy el hijo pequeño —añadió.

—Lo sé —dijo Erlendur.

—¡Vaya noticias! —gritó Einar en el silencio de la noche—. Yo no era hijo de mi padre; mi verdadero padre era el violador de mi madre; yo era el hijo de un violador; mi padre me había transmitido un gen dañino que apenas me ha tocado, pero que ha matado a mi hija. Tenía una hermanastra que murió de lo mismo. Aún no he logrado entenderlo del todo, de asimilarlo. Cuando mi madre me contó lo de Holberg, sentí tanta rabia que perdí el control. Era un hombre asqueroso.

—Empezaste por llamarle por teléfono.

—Quería oír su voz. ¿Acaso no desean todos los huérfanos de padre poder encontrarse con él? —dijo Einar sonriendo ligeramente.

—Aunque sólo sea una vez.

Capítulo 44

La lluvia había ido aminorando poco a poco y finalmente cesó. El farol iluminaba con su luz amarillenta la tierra y el reguero de agua de lluvia que bajaba por un caminito. Estaban inmóviles, uno frente al otro, mirándose a los ojos, con el pequeño ataúd en medio.

—Se sorprendería al verte —dijo Erlendur.

Sabía que la policía iba camino del cementerio y quería aprovechar el tiempo que le quedaba de estar a solas con Einar antes de que aparecieran los agentes. También sabía que quizás Einar iba armado. No había visto la escopeta, pero no se podía descartar que la llevara escondida. Einar tenía una mano dentro del abrigo.

—Tendrías que haberle visto la cara —dijo Einar—. Era como si hubiera visto un fantasma del pasado, y ese fantasma era él mismo.

Holberg abrió la puerta y se quedó mirando al joven que había llamado al timbre. Nunca lo había visto antes y, sin embargo, reconoció su cara enseguida.

—Hola, papá —dijo Einar con sorna.

No podía disimular su enfado.

—¿Quién eres? —preguntó Holberg sorprendido.

—Tu hijo, claro —respondio Einar.

—¿Qué significa esto? ¿Me has estado llamando? Déjame en paz. No te conozco de nada. Es evidente que no estás bien de la cabeza.

Tenían una estatura similar, pero lo que más sorprendio a Einar fue el aspecto viejo y frágil de Holberg. Cuando hablaba se oía un estertor que venía del fondo de su garganta, seguramente a causa de sus muchos años de fumador. Tenía la cara desmejorada, y ojeras oscuras bajo los ojos. El pelo gris y sucio se le pegaba a la cabeza y tenía la piel arrugada. Sus dedos eran amarillentos. Iba algo encorvado, con una mirada incolora y apagada.

Holberg quiso cerrar la puerta, pero Einar era más fuerte y lo empujó hacia dentro con la puerta, entró y cerró tras él. Enseguida notó el olor. Como a caballos, pero más desagradable.

—¿Qué guardas aquí? —preguntó.

—Lárgate inmediatamente.

Holberg lo gritó con voz de pito, al tiempo que iba desplazándose hacia atrás, hacia el fondo del salón.

—Tengo todo el derecho a estar aquí—dijo Einar mirando a su alrededor—. Soy tu hijo. El hijo perdido. ¿Puedo hacerte una pregunta, papá? ¿Violaste a más mujeres además de a mi madre?

—¡Llamaré a la policía!

El sonido de su garganta se hacía más audible cuanto más se excitaba.

—Sí, ya es hora de llamar a la policía —dijo Einar, y Holberg vaciló.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—No tienes ni idea de lo que ha pasado, y tampoco te importa. No te podría importar menos. ¿No estoy en lo cierto?

—Tu cara… —dijo Holberg sin terminar la frase.

Con sus ojos incoloros observó a Einar durante largo rato, hasta que empezó a entender lo que éste había dicho. Que era su hijo. Einar sintió su desconcierto. Notó cómo se quedaba pensando en lo que le había dicho.

—Nunca he violado a nadie en toda mi vida —exclamó Holberg finalmente—. Todo eso es una maldita mentira. Me dijeron que tenía una hija en Keflavík, su madre me denunció por violación, pero nunca pudo probar nada. Nunca me juzgaron.

—¿Sabes qué le pasó a esa hija tuya?

—Creo que murió joven. Nunca estuve en contacto con ella ni con su madre. Tienes que entender eso. ¡Me denunció por violación!

—¿Estás al tanto de alguna muerte infantil en tu familia? —preguntó Einar.

—¿De qué me hablas?

—¿Se han muerto niños en tu familia?

—¿Qué está pasando aquí?

—Yo sé de algunos casos desde principios de siglo. Uno fue el de la muerte de tu hermana.

Holberg miró fijamente a Einar.

—¿Qué sabes tú de mi familia? —preguntó—. ¿Cómo?

—Tu hermano. Veinte años mayor que tú. Murió hace unos quince años. Perdió a una hija joven en 1941. Tú tenías once años. Erais dos hermanos, nacidos con ese lapso de tiempo entre los dos.

Holberg no dijo nada y Einar siguió.

—La enfermedad tenía que desaparecer contigo. Tú tenías que ser el último portador. Eras el último de la fila. Soltero. Sin hijos. Sin familia. Pero eras un violador. Un asqueroso, maldito violador de mierda.

Einar se calló y miró con odio a Holberg.

—Y ahora soy yo el último portador.

—¿De qué me estás hablando?

—Audur heredó la enfermedad de ti. Mi hija la heredó de mí. Así de sencillo. Lo he estudiado en la base de datos. No ha habido más casos de esta enfermedad desde que Audur murió, aparte de mi hija. Somos los últimos.

Einar se acercó un paso y cogió un pesado cenicero, lo balanceó en sus manos.

—Y aquí termina la historia.

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