Las mujeres casadas no hablan de amor (20 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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En los bajos, no.

—La primera vez es la peor. Después, será cada vez más fácil.

Me da un espejo.

—No necesito ver nada —digo, con lágrimas en los ojos—. Tú acaba de una vez.

—¿Estás segura? —pregunta—. ¿No quieres hacer una pausa?

—¡No! —respondo, casi gritando.

Arquea las cejas, sorprendida.

—Lo siento. Lo que he querido decir es que sigas, por favor, antes de que pierda la calma. Haré un esfuerzo para no llorar.

—No pasa nada si lloras. No serías la primera —dice.

Salgo encantada de la tienda de Hilary, con un cupón del 50 por ciento de descuento para mi próxima depilación, un consejo («No se te ocurra bañarte con sales del mar Muerto en las próximas veinticuatro horas»; no te preocupes, Hilary, no pienso hacerlo), y un secretito sexy que sólo yo conozco. Sonrío a todas las mujeres que me cruzo por la calle, con la sensación de haberme unido a la tribu de las que vamos impecables y nos cuidamos también los bajos. Estoy tan contenta (y tan aliviada por no tener que volver a sufrir esa tortura durante todo un mes) que entro en la librería Green Light Books para mirar revistas, algo que no suelo hacer, porque siempre tengo mucha prisa.

Michelle Williams es portada en
Vogue
. Por lo visto, según
Vogue
, MiWi es la nueva chica de moda. Hay una doble página donde la vemos disfrutando de la noche de Austin; un poco más allá, la adorable MiWi aparece bañándose en Barton Springs y, en la página siguiente, la descubrimos sentada junto a la barra de Fado, bebiendo una cerveza Le Freak de Green Flash. Y aquí está, una hora después, probándose unos preciosos vaqueros ceñidos en Lux Apothetique. ¿No fue ya Michelle la chica de moda hace dos años? ¿Reciclan a las chicas de moda? No me parece justo. ¿No deberían tener una oportunidad otras chicas, como por ejemplo yo?

La noche loca de Alice Buckle, la chica de moda

Desde su conversación al teléfono hasta aparcar en el centro comercial y desafinar como loca en el coche

Cuatro horas con AlBu, un viernes por la noche

18.01 - Atiende el teléfono (algo que más tarde lamentará)

«Sí, claro que quiero ir a ver una película sobre una bella francesa propietaria de una plantación de bananos en El Congo, que al final muere a machetazos a manos de sus antiguos empleados —dice Alice Buckle, esposa y madre de cuarenta y cuatro años, que por desgracia no tiene todavía un cuerpo como para ponerse biquini, aunque acaba de adelgazar cuatro kilos (la verdad es que sesenta kilos a los cuarenta y cuatro años no son lo mismo que sesenta kilos a los veinticuatro)—. No veo la hora de tener detrás a un hombre de piernas extremadamente largas que me clave las rodillas en el respaldo de la butaca durante toda la función», afirma Alice.

18.45 - AlBu, descubierta mientras hiperventila

Alice Buckle, la chica de moda, da cien vueltas por el aparcamiento del centro comercial, mascullando «¡quítate de delante, pedazo de idiota!» a todos los que se le cruzan en busca también de una plaza libre. «¡Al diablo! ¡Aparcaré en zona prohibida! — exclama Alice—. Podría ser peor —ríe alegremente, mientras entra corriendo en el cine—. Podría ser la noche del estreno de Toy Story 8.»

19.20 - Alice Buckle, la chica de moda, se desliza entre un grupo de ancianos con su cuerpo poco apropiado para llevar biquini, hasta llegar al asiento que Nedra, su mejor amiga, le ha guardado.

«Acabas de perderte lo mejor: cuando alistan por la fuerza al hijo de la protagonista en el ejército hutu», dice Nedra.

19.25 - AlBu se queda dormida como un tronco

21.32 - AlBu, descubierta mientras se mete con el coche en la entrada del vecino, por confundirla con la suya propia

Alice Buckle, la chica de moda, tiene muy mala visión nocturna. El temor a la degeneración macular precoz ensombrece su estado de ánimo, pero se anima cuando escucha
Dance With Me
, de Orleans, en la radio del coche. «¡Me recuerda tanto al colegio! —exclama, y a continuación se echa a llorar—. ¡Todo es tan injusto! ¿Por qué las francesas están tan guapas sin maquillaje? Quizá si todas las americanas dejáramos de maquillarnos, también estaríamos guapas con la cara lavada. Quizá después de unos meses.»

22.51 - AlBu se va a la cama sin desmaquillarse

«Ha sido una noche mágica, pero no voy a mentir: ser una chica es agotador —reconoce Alice mientras se mete en la cama—. Ponte de lado, cariño, estás roncando —dice, mientras le da un golpecito en el hombro a su marido, que se vuelve y le da un lametazo en la cara—. ¡
Jampo
! — exclama Alice, cogiendo en brazos a su perrito—. ¡Creí que eras William! —No le resulta fácil enfadarse con el perro por haber echado a su marido de la cama. ¡Es un animalito tan mono y espiritual! Los dos se acurrucan juntos y, al cabo de unas horas, Alice se despierta y encuentra el bonito regalo que
Jampo
ha dejado en la almohada de su marido.

—Disculpe. ¿Va a comprar esa revista? —me interrumpe una joven dependienta.

—¡Ah, perdón! —Cierro el
Vogue
y le aliso la portada—. ¿Por qué? ¿Quería verla?

Me señala un cartel escrito a mano.

—Está prohibido leer las revistas. Intentamos conservarlas intactas para la gente que quiere comprarlas.

—¿En serio? Entonces, ¿cómo averigua la gente si quiere comprarlas?

—Mirando la portada. La portada informa de todo lo que hay dentro.

Me mira con desprecio y yo dejo la revista en su estante.

—Precisamente por esto están desapareciendo las revistas —comento.

Esa noche, mientras los niños recogen la mesa después de la cena, le digo a William que mi ordenador tiene un problema con las cookies y le pido que venga a ayudarme. Es mentira. Soy perfectamente capaz de eliminar mis cookies.

—Peter te puede ayudar —dice.

—Es fácil, mamá. Abres las preferencias y… —interviene Peter.

—Ya lo he intentado —lo interrumpo—. Es más complicado que eso. William, necesito que le eches un vistazo.

Lo sigo hasta mi estudio y cierro la puerta.

—Es muy sencillo —dice, mientras se dirige a mi escritorio—. Vas a la manzanita y abres…

Me desabrocho los vaqueros y me los quito.

—… las preferencias —termina.

—William —le digo, al tiempo que me quito los pantys.

Se vuelve y se me queda mirando sin decir nada.

—¡Cha-chán!

Tiene una expresión rara. No sé distinguir si está horrorizado o excitado.

—Lo he hecho por ti —digo.

—No es cierto —dice él.

—¿Por quién si no?

¿En qué estaría yo pensando? Esto se está volviendo en mi contra. ¿Acaso el repentino cuidado de la línea del biquini no es uno de los signos más inequívocos de que una mujer está engañando a su marido? Yo no lo engaño, pero flirteo con un hombre que no es mi marido y que acaba de admitir que le produzco placer, lo cual me ha causado placer a mí, lo que a su vez ha determinado un repentino resurgimiento de mi libido, que me ha llevado a depilarme los bajos por primera vez en mi vida. ¿Cuenta eso como engaño? ¿Será posible que mi marido lo sepa?

William hace un ruido extraño desde el fondo de la garganta.

—Lo has hecho por ti. Reconócelo.

Empiezo a temblar. Un poco, nada más.

—Ven aquí, Alice.

Dudo.

—Ahora —susurra.

A continuación, tenemos la sesión de sexo más caliente de los últimos meses.

55

58. El planeta de los simios.

59. No mucho. Bueno, casi nunca. No acabo de verle sentido. Tenemos que convivir de todos modos, así que ¿para qué? Además, ¿quién tiene energía para eso? Antes sí, los primeros años. Tuvimos nuestra peor discusión antes de casarnos y fue porque yo quería invitar a Helen a la boda. Le dije a William que sería un buen gesto de reconciliación, que probablemente ella no vendría, pero que invitarla era lo correcto, sobre todo porque invitábamos a casi todos nuestros colegas de Peavy Patterson. Cuando me dijo que no tenía intención de invitar a la boda a una mujer que me había llamado «zorra» y que parecía odiarlo con vehemencia, le recordé que técnicamente yo era «la otra» cuando me llamó eso tan feo y que no podíamos culparla por odiarnos. ¿No había llegado el momento de olvidar y perdonar? Cuando dije eso, él me respondió que yo podía permitirme ser generosa porque había ganado. Me puse tan furiosa cuando oí eso que me quité del dedo el anillo de compromiso y lo tiré por la ventana.

Pero no era una sortija cualquiera, comprada en las rebajas, sino el anillo de compromiso de mi madre, que había pertenecido a su familia durante muchos años y que su abuela había traído de Irlanda. No valía mucho. Era sólo un diamante pequeño con dos esmeraldas diminutas a los lados. Lo que no tenía precio era la historia del anillo y el hecho de que mi padre se lo había dado a William para que él me lo diera a mí. Tenía una frase grabada por dentro, algo terriblemente sensiblero que probablemente caía en la cursilería y que no puedo recordar. Lo único que recuerdo es la palabra «corazón».

El problema es que íbamos en el coche cuando tiré el anillo por la ventana. Acabábamos de salir de la casa de mi padre y estábamos pasando junto al parque del centro de Brockton, cuando William hizo ese comentario de que yo había «ganado». Sólo quise asustarlo. Arrojé el anillo al parque por la ventana y seguimos adelante, ambos en estado de choque. Poco después, volvimos atrás e intentamos localizar el punto donde lo había arrojado y, aunque inspeccionamos metódicamente la hierba, no lo encontramos. Yo estaba destrozada. Ambos culpábamos secretamente al otro. Él me culpaba a mí, lógicamente, por haber tirado el anillo. Y yo lo culpaba a él de ser frío e insensible. La pérdida del anillo nos afectó profundamente a los dos. Haber perdido o, en mi caso, haber tirado algo tan valioso, cuando ni siquiera habíamos empezado nuestra vida juntos, nos pareció quizá un mal augurio.

No me sentí capaz de contarle la verdad a mi padre, así que le mentimos y le dijimos que habían entrado ladrones y nos lo habían robado. Incluso teníamos planeado qué decir si preguntaba por qué no lo llevaba puesto cuando entraron los ladrones. Íbamos a decirle que me lo había quitado porque me había aplicado una mascarilla facial y no quería que la pasta verde y pegajosa se metiera en la delicada filigrana del engaste, porque después habría tenido que limpiarla con un palillo de dientes o con otro instrumento similar. Desde entonces he aprendido que cuando mientes, no hay que dar demasiados detalles. Los detalles son los que te delatan.

60. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un descenso en tres pasos por el paladar, para tocar en el tercero de los dientes. Lo. Li. Ta.

61. Dedos largos y finos. Palmas grandes. Cutículas que nunca había que echar para atrás. En el radiocasete sonaba Chet Baker y él cortaba pimientos para la ensalada. Miré esas manos y pensé: «Voy a tener los hijos de este hombre.»

62. Escribí: «Eso no nos pasará nunca, nunca jamás. William y yo siempre lo hablamos todo. Nunca tendremos ese problema.» Y no, ya no es cierto.

63. En el jardín del edificio de apartamentos de mi primo Henry, en North End, con vistas al puerto de Boston. Fue por la noche. El aire olía a mar y a ajo. Nuestras alianzas de boda fueron sobrias y sencillas, lo que nos pareció lo más adecuado después del desastre con el anillo de compromiso. Si mi padre se molestó por lo del anillo, no dijo nada. De hecho, dijo muy poco esa noche, abrumado como estaba por la emoción. Más o menos cada cinco minutos, antes de que empezara la ceremonia, me daba una palmadita en el hombro y hacía un vigoroso gesto afirmativo. Cuando llegó el momento de entregar a la novia, me condujo hasta la pérgola, me levantó el velo y me dio un beso en la mejilla.

—Allá vas, preciosa —dijo.

Entonces yo empecé a llorar y seguí llorando durante toda la ceremonia, lo que comprensiblemente fue un poco desalentador para William.

—Todo saldrá bien —me decía, moviendo solamente los labios, mientras el sacerdote recitaba su parte.

—Ya lo sé —le decía yo todo el tiempo. No lloraba porque me estuviera casando, sino porque toda mi historia con mi padre se resumía en esas tres palabras perfectamente elegidas. Mi padre pudo decir algo en apariencia muy prosaico, precisamente porque nuestra vida juntos había sido todo lo contrario.

56

¿Has leído el artículo que aconseja a todo el mundo comer más queso, Alice?

¿Por qué pasas de mis mensajes, Alice?

¡Alice!

Lo siento, papá. Fin de curso. Demasiado ocupada para chatear. Demasiado ocupada para leer. Demasiado ocupada para comer.

Me preocupa que no comas suficiente queso. Las mujeres de tu edad necesitan proteínas y calcio. Espero que no te estés volviendo vegana en California.

Mi ingesta de queso no debe preocuparte, créeme.

Novedad. Me parece que estoy enamorado.

¿¿¿Qué??? ¿¿¿De quién???

Conchita.

¿Conchita Martínez, nuestra vecina Conchita, la madre de Jeff, con el que salí y al que dejé plantado en el último año de colegio?

¡Sí! La misma. Recuerda con cariño. Jeff no. Guarda rencor.

¿Por qué hablas de repente como un indio en una película de vaqueros? ¿Os veis mucho?

Todas las noches. Su casa o la mía. Mayormente la mía, porque Jeff todavía vive con ella. Perdedor.

¡Papá! ¡Me alegro tanto por ti!

Yo también me alegro por ti. Felizmente casada todos estos años. Muy orgulloso.

Todo nos ha salido bien.

Pero hazme un favor. Come un poco de brie. Me da miedo que te caigas y te rompas. Eres una flor delicada.

57

John Yossarian

Hablar sin rodeos es una virtud infravalorada.

Hace 23 minutos

Me preocupa estar convirtiéndome en un problema para usted, Investigador 101.

¿Por qué lo dice, Casada 22?

No lo ofendo lo suficiente.

No puedo estar más de acuerdo.

Muy bien. Haré lo posible para ofenderlo más en el futuro, porque según antonimos.com, el antónimo de «ofender» es «complacer», y no me gustaría complacerlo sin darme cuenta.

Nadie es responsable del modo en que los demás perciben sus actos.

Complacerlo nunca ha sido mi intención.

¿Ésa es su idea de hablar sin rodeos, Casada 22? Es rara, ¿sabe?, la manera en que nuestras conversaciones siguen y siguen. Es como un río. Todo el tiempo nos zambullimos y nos sumergimos, y cuando salimos a la superficie, descubrimos a veces que nos hemos apartado varios kilómetros del punto en el que nos encontrábamos la última vez que hablamos. Pero no importa. Sigue siendo el mismo río. Le doy un golpecito en el hombro y usted se vuelve. Me llama y yo contesto. Siento mucho que haya perdido su anillo de compromiso. Parece una experiencia muy traumática. ¿Le ha contado la verdad a su padre?

No, y lo lamento.

¿Por qué no se lo dice ahora?

Han pasado demasiados años. ¿Para qué? Solamente le haría daño.

¿Sabía que, según sinonimos.net, la definición de «problema» es «un estado de dificultad que necesita ser resuelto»?

¿Ésa es su idea de hablar sin rodeos, Investigador 101?

Después de comunicarme con usted durante todas estas semanas, Casada 22, puedo decirle sin la menor sombra de duda que necesita una solución.

No puedo estar más de acuerdo.

También puedo decir (pero de manera menos categórica, para no asustarla) que me gustaría ser su solución.

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