Las mujeres casadas no hablan de amor (24 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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John Yossarian cambió su foto de perfil.

¿Le gusta caminar en círculos, Investigador 101? A veces caminar en círculos puede ser muy útil.

Supongo que sí, siempre que sea intencional.

He estado imaginando cómo es usted físicamente.

No puedo divulgar esa información; sin embargo, puedo decirle que no soy huterita.

Tiene el pelo castaño.

¿Ah, sí?

Sí, usted diría que es de color ratón, porque le gusta infravalorarse, pero tiene el tipo de pelo que las mujeres envidian.

¡Ahora caigo! Por eso los hombres me miran con lujuria.

Los ojos, posiblemente castaños también. O tal vez avellana. O tal vez azules, o verdes.

Es usted bonita y se lo digo como un cumplido. «Bonita» es lo que está entre «bellísima» y «normal», y según mi experiencia, es lo mejor que se puede ser.
Preferiría ser bellísima.

«Bellísima» dificulta enormemente la evolución hacia el tipo de persona que tiene moral y carácter.

Entonces preferiría ser normal.

¿Normal? ¿Qué puedo decir de eso? ¡Hay tantas cosas en la vida que son una lotería!

¿Eso significa que piensa en mí cuando no estamos chateando?

Sí.

¿En su vida corriente? ¿Cuando está «de paisano»?

Con frecuencia, cuando estoy haciendo algo prosaico, como vaciar el lavavajillas o escuchar la radio, me viene a la cabeza algo que ha dicho usted y entonces sonrío a medias y mi mujer me pregunta cuál es la gracia.

¿Qué le dice?

Que conocí a una mujer en el chat.

No es cierto.

No, pero quizá pronto tenga que decírselo.

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Kelly Cho

Me encanta mandar.

Hace 5 minutos

Caroline Kilborn

¡Cuánto he comido!

Hace 32 minutos

Phil Archer

Limpiando la casa.

Hace 52 minutos

William Buckle

Que alguien me rescate.

Hace 3 horas

—¿Podrías dejar de mirar Facebook cada dos minutos? —pregunta Nedra.

Pongo el teléfono en modo vibración y lo guardo en el bolso.

—Acabo de decirlo, pero lo repetiré para que lo oigas. Tengo grandes noticias. Voy a pedirle a Kate que se case conmigo.

Nedra y yo estamos curioseando en una joyería de College Avenue.

—¿Qué opinas de la piedra de luna? —añade.

—Madre mía —digo.

—¿Has oído lo que acabo de decir?

—Lo he oído.

—¿Y lo único que se te ocurre decir es «madre mía»? Quisiera ver ése, por favor —dice Nedra, mientras señala una piedra de luna ovalada, engarzada en oro de dieciocho quilates.

La vendedora le entrega el anillo y ella se lo prueba.

—Déjame ver —digo, agarrándole el brazo—. No lo entiendo. ¿Hay alguna relación entre las piedras de luna y las lesbianas? ¿Alguna historia sáfica que no conozco?

—¡Por el amor de Dios! —dice Nedra—. No sé para qué te pregunto. No tienes ni idea de joyas. Ahora que lo pienso, nunca llevas joyas y deberías llevarlas, cielo. Te animaría un poco. —Me estudia la cara con preocupación—. ¿Todavía padeces insomnio?

—Estoy tratando de adoptar el look francés sin maquillaje.

—Siento decírtelo, pero el look francés sin maquillaje sólo sienta bien en Francia. Allí la luz es diferente, más suave. Aquí la luz es despiadada.

—¿Por qué quieres casarte ahora? Hace trece años que estáis juntas. Hasta ahora no habías querido casarte. ¿Qué ha cambiado?

Nedra se encoge de hombros.

—No lo sé con seguridad. Me desperté una mañana y me pareció que era el momento de volver más sólida nuestra relación. Es muy raro. No sé si será la edad o qué, tal vez la inminencia de los temidos cincuenta, pero de repente quiero tradición.

—Los temidos cincuenta no son inminentes. Todavía te faltan nueve años. Además, Kate y tú estáis muy bien. Si os casáis, estaréis fastidiadas como el resto de nosotros.

—¿Eso significa que no querrás ser mi dama de honor?

—¿Cómo? ¿Una boda al completo? ¿Con damas de honor y todo? —pregunto.

—¿Os va mal con William? ¿Desde cuándo?

—No nos va mal. Sólo estamos un poco distanciados. Para él ha sido muy estresante. Lo de perder el trabajo.

—Hum. ¿Puedo probarme ése? —pregunta Nedra a la vendedora, señalando un precioso diamante de corte marquesa.

Se pone el anillo en el dedo y lo admira con el brazo extendido.

—Es un poco como el que llevaría Cenicienta, pero me gusta. La cuestión es si le gustará a Kate. Alice, hoy no estás de muy buen humor. Olvidemos que hemos tenido esta conversación. Te diré lo que haremos. Te llamaré mañana y tú me dirás: «Hola, Nedra. ¿Qué hay?» Entonces, yo te anunciaré: «Tengo una noticia. ¡Le he pedido a Kate que se case conmigo!» Y tú dirás: «¡Fantástico! ¡Ya era hora! ¿Cuándo vamos a comprar los vestidos? ¿Me dejarás que te acompañe a elegir la tarta?»

Nedra le devuelve el anillo a la vendedora.

—Demasiado llamativo. Soy abogada especialista en divorcios. Necesito algo más discreto.

—Sí, no sería apropiado que su esposa luciera un anillo de compromiso de dos quilates, comprado con los beneficios del fracaso matrimonial ajeno —añado yo.

Nedra me lanza una mirada de odio.

—Lo siento —digo.

—Mira, Alice, es muy simple. He encontrado a la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida. Y ha superado la prueba de la espectacularidad.

—¿Qué prueba es ésa?

—Cuando conocí a Kate, me pareció espectacular. Diez años después, sigue siendo la mujer más espectacular que conozco. Además de ti, claro. ¿No sientes lo mismo por William?

Deseo sentir lo mismo por William.

—¿Por qué no puedo tener yo lo mismo que tú? —pregunta Nedra.

—Puedes, claro que puedes. Es sólo que todo cambia a una velocidad de vértigo en tu vida. No puedo seguirte el ritmo. Y ahora vas a casarte.

—Alice —dice Nedra, mientras me pasa un brazo por los hombros—, esto no cambiará en absoluto nuestra amistad. Tú siempre serás mi mejor amiga. Detesto cuando la gente casada dice que se ha casado con su mejor amigo o su mejor amiga. No hay camino más directo hacia un matrimonio asexuado. Yo no quiero eso. Yo voy a casarme con mi amante.

—Me alegro mucho por ti —entono— y por tu amante. Es una noticia estupenda.

Nedra frunce el ceño.

—Las cosas se arreglarán con William. Estás pasando por una mala racha. La superarás, corazón, te lo prometo. Ahora dime una cosa: ¿por qué no quieres ser mi dama de honor? ¿Te molesta lo de «dama»?

No, no me cuesta nada comportarme como una dama. Lo que me incomoda es la palabra «honor». El honor es algo que perdí en mis dos últimos chats con Investigador 101.

—¿Podría enseñarme el anillo con la esmeralda? —pregunta Nedra.

—Magnífica elección —dice la vendedora, mientras se lo da—. Las esmeraldas simbolizan la esperanza y la fe.

—¡Oh! —exclama Nedra—. Es una preciosidad. Mira, Alice, pruébatelo.

Me pone el anillo en el dedo.

—Le sienta de maravilla —dice la vendedora.

—¿Qué te parece? —pregunta Nedra.

Me parece que la resplandeciente piedra verde tiene todo el aspecto de haber venido en globo aerostático directamente desde Oz hasta Oakland y que es el símbolo perfecto de la refulgente vida de Nedra.

—Espectacular, como Kate. Le encantará —digo con la voz entrecortada.

—Pero ¿a ti te gusta? —pregunta Nedra.

—¿Qué importancia tiene que me guste a mí?

Nedra me quita el anillo del dedo y se lo devuelve a la vendedora con un suspiro.

Mirar a mi mejor amiga mientras lee mis mensajes privados de correo electrónico y mis chats en Facebook no es una actividad a la que suela entregarme con frecuencia. Pero es precisamente lo que he estado haciendo en la última media hora. Finalmente le he confiado a Nedra lo de Investigador 101 y, a juzgar por su expresión de disgusto, empiezo a pensar que no ha sido una buena idea.

Nedra me devuelve el móvil deslizándolo por encima de la mesa de la cocina.

—No me lo puedo creer.

—¿Qué?

—¿Qué demonios estás haciendo, Alice?

—No puedo evitarlo. Tú misma lo has leído. Nuestros chats son como una droga. Me he vuelto adicta.

—Es divertido e ingenioso, no lo niego, ¡pero tú estás casada! ¿Sabes lo que significa «casada»? Significa: «Te quiero y te querré solamente a ti ahora y para siempre.»

—Lo sé. Soy una mala esposa. Por eso te lo he contado. Tienes que aconsejarme qué debo hacer.

—Muy fácil. Tienes que cortar toda comunicación con él. Todavía no ha pasado nada. No has cruzado ningún límite, excepto en tu imaginación. Deja de chatear con ese hombre.

—No puedo dejarlo —digo yo, horrorizada—. Se preocupará. Pensará que me ha pasado algo.

—Te ha pasado algo. Has recuperado la cordura, Alice. Ahora mismo. En este instante.

—No creo que pueda. ¿Crees que puedo retirarme del estudio así como así, sin decir nada?

—Tienes que hacerlo —dice Nedra—. Ya sabes que no soy ninguna puritana. Creo que un poco de flirteo inocente de vez en cuando es bueno para el matrimonio, siempre que después redirijas toda la energía sexual y la devuelvas a tu relación, pero tú has ido bastante más allá del flirteo inocente.

Coge mi teléfono y repasa mis chats.

—«Una guerra en la que parte de uno mismo piensa que ha sobrepasado un límite que no debía sobrepasar, mientras la otra parte cree que ese límite estaba pidiendo que lo sobrepasaran.» Alice, eso ya no es inocente.

Cuando la oigo leer en voz alta las palabras de Investigador 101, me estremezco, pero de gusto. Y aunque sé que Nedra tiene toda la razón, también sé que soy incapaz de renunciar a él. Todavía no. Así, sin una despedida. O sin averiguar cuáles son sus intenciones, si es que tiene alguna intención.

—Tienes razón —miento—. Tienes toda la razón.

—Bien —dice Nedra, suavizando el tono—. Entonces, ¿dejarás de chatear con él? ¿Te retirarás del estudio?

—Sí —digo, mientras los ojos se me empiezan a llenar de lágrimas.

—Oh, Alice, por favor… No puede ser tan malo.

—Es que me sentía muy sola. No me daba cuenta de lo sola que me sentía hasta que empezamos a comunicarnos por correo. Él me escucha. Me hace preguntas. Me pregunta cosas importantes y presta atención a mis respuestas —digo, rompiendo repentinamente a llorar.

Nedra alarga el brazo por encima de la mesa y me coge de la mano.

—¿Quieres que te diga las cosas como son, cielo? Sí, es cierto. William a veces se comporta como un idiota. Sí, tiene defectos. Sí, es posible que estéis pasando por una época difícil. Pero esto… —Coge mi teléfono móvil y lo agita en el aire—. Esto no es real. Lo sabes, ¿verdad?

Asiento.

—¿Me dejarás que os envíe a una estupenda consejera matrimonial? Es fantástica. Ha ayudado a muchos de mis clientes a salvar su relación.

—¿Envías a tus clientes a una consejera matrimonial?

—Cuando creo que su relación lo merece, sí.

Después, por la tarde, sentada en las gradas del campo de deportes del colegio, mientras finjo que presto atención al partido de voleibol de Zoé —cada cinco minutos grito «¡Vamos, Troyanas!», y ella levanta la vista hacia las gradas y me fulmina con la mirada—, pienso en mi relación con William. Parte de la culpa de mi infidelidad emocional es suya, por ser tan poco comunicativo. Quiero estar con alguien que me escuche, con alguien que me diga: «Empieza por el principio, cuéntamelo todo y no te saltes nada.»

—Hola, Alice. —Jude se sienta pesadamente a mi lado—. Zoé está jugando muy bien.

Miro cómo observa a Zoé y no puedo evitar sentirme un poco celosa. ¡Hace tanto tiempo que nadie me mira así! Recuerdo la sensación de cuando era adolescente: la absoluta certeza de que el chico no controlaba su mirada, sino que la controlaba yo, por el mero hecho de existir. No era preciso decir ninguna palabra. Una mirada no requería traducción. Su significado era evidente. «No puedo dejar de contemplarte. Ojalá pudiera, pero no puedo, no puedo, no puedo.»

—Tienes que dejar de perseguirla, Jude.

—¿Quieres unos Tic-Tac? —Me deposita tres caramelitos minúsculos en la palma de la mano—. No puedo evitarlo —dice.

¿No le he dicho lo mismo a su madre hace menos de una hora?

—Jude, cielo, te conozco desde que eras un bebé, así que créeme, que te lo digo con todo mi cariño: olvídate de ella.

—Ojalá pudiera —responde.

Zoé levanta la vista a las gradas y se queda con la boca abierta cuando nos ve juntos.

—¡Arriba las Troyanas! ¡Vamos, Zoé! ¡Buen remate! —grito.

—Zoé no es rematadora. Es colocadora —dice Jude.

—¡Buena colocación, Zoé! —grito y vuelvo a sentarme.

Jude resopla.

—Me va a matar —digo.

—Sí —confirma Jude, mientras las mejillas de Zoé se sonrojan de vergüenza.

—Tengo una noticia —le digo a William por la noche.

—Espera un momento a que termine con las cebollas. ¿Has preparado las zanahorias, Caroline? —pregunta William.

—Se me había olvidado —contesta ella, corriendo al frigorífico—. ¿Cómo las quieres? ¿En dados o en juliana?

—En dados. Alice, quítate de en medio, por favor. Estás bloqueando el acceso al fregadero.

—Tengo una noticia —repito—. Sobre Nedra y Kate.

—No hay nada como el olor a cebolla caramelizada —dice William, colocando el cazo bajo la nariz de Caroline.

—¡Mmm! —dice ella.

Pienso en el modo en que Jude miraba a Zoé: con tanto anhelo, con tanto deseo, exactamente del mismo modo en que mi marido contempla un montoncito de cebollas mustias.

—¿Cuánto estragón? —pregunta William.

—¿Dos cucharaditas, una cucharada sopera? No me acuerdo —responde Caroline—. Aunque quizá no sea estragón, sino mejorana. Míralo en la web.

Lanzo un suspiro y cojo mi portátil. William me mira.

—No te vayas. Quiero oír tu noticia, pero antes tengo que ver la receta.

Le hago un exagerado gesto con el pulgar hacia arriba y me voy al cuarto de estar.

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