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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (21 page)

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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64. Cuando estaba embarazada de tres meses de Zoé, padecía unas náuseas espantosas, pero conseguía disimularlo. Como los vómitos me habían hecho adelgazar casi tres kilos, nadie en el teatro imaginaba que estaba embarazada, excepto Bunny, que con su mirada de rayos láser lo adivinó en el instante en que me vio. Solamente nos habíamos visto una vez en Boston, cuando me llamó para darme la increíble noticia de que
La camarera
había ganado el concurso. De inmediato me dijo que aunque mi obra había ganado, había que trabajarla. Me preguntó si estaba dispuesta a reescribir algunas escenas. Yo le dije que sí, que por supuesto, pero supuse que los cambios serían mínimos.

Llegué al Blue Hill una tarde de septiembre. Las semanas anteriores no habían sido fáciles. William no quería que fuera, sobre todo por lo mal que me encontraba. Discutimos durante el desayuno y salí disparada, después de acusarlo de sabotear mi carrera. Me sentí muy mal durante todo el trayecto, pero cuando llegué a la puerta del teatro y vi el escenario, me pareció flotar por la emoción. Ahí lo tenía, justo delante: mi vida como auténtica autora teatral estaba a punto de comenzar. El teatro Blue Hill olía exactamente como debe oler un teatro, con notas superiores de polvo y papel, y notas básicas de palomitas y vino barato. Me apreté el manuscrito contra el pecho y bajé por el pasillo central, para saludar a Bunny.

—¡Alice! ¡Estás embarazada! —dijo—. ¡Enhorabuena! ¿Tienes hambre? —me preguntó, tendiéndome una caja de bollitos Little Debbie.

—¿Cómo lo sabes? Estoy sólo de doce semanas. Ni siquiera se me nota.

—La nariz. La tienes hinchada.

—¿Ah, sí? —dije, tocándomela.

—Nada exagerado. Sólo un poquito de nada. Les pasa a la mayoría de las mujeres, pero no lo notan, porque las membranas se hinchan a lo largo de todo el embarazo y no es nada repentino.

—Oye, preferiría que no se lo dijeras a nadie…

El olor dulce y empalagoso del bollito con crema que Bunny tenía en la mano se me metió en las fosas nasales y tuve que taparme la boca.

—En el vestíbulo, a mano derecha —me indicó.

Salí corriendo por el pasillo y llegué a tiempo al baño para vomitar.

Aquellas semanas de ensayos fueron intensas. Día tras día, me sentaba detrás de Bunny en el teatro oscurecido y ella trataba de ser mi mentora. Al principio, intentaba más que nada que me apartara de los tópicos.

—Sencillamente, no me lo creo, Alice —me decía a menudo, refiriéndose a cualquiera de las escenas—. La gente no habla así en la vida real.

A medida que avanzaban los ensayos, se fue volviendo más dura e insistente, porque para ella estaba claro que la obra no acababa de funcionar. Siguió instándome a buscar los matices y el volumen que en su opinión necesitaban los personajes. Pero yo no estaba de acuerdo. Yo creía que la profundidad estaba ahí y que ella no la veía.

Una semana antes del estreno, la protagonista se marchó. El primer ensayo general fue un desastre; el segundo, un poco mejor, pero de pronto, cuando ya era tarde, vi finalmente
La camarera
con los ojos de Bunny y quedé horrorizada. Bunny tenía razón. La obra era una caricatura, una superficie llamativa y reluciente, con muy poca sustancia debajo. Todo telón, pero sin escenario.

Y ya no había tiempo para cambiar nada. Tuve que abandonar la obra a su suerte. Levantaría vuelo o se estrellaría ella sola.

La noche del estreno fue muy buena. El teatro estaba abarrotado. Recé para que todo se arreglara milagrosamente esa noche y, a juzgar por el entusiasmo de la gente, pareció que sí se arreglaba. William estuvo a mi lado todo el tiempo. Para entonces, yo tenía un poco de barriguita, lo que estimulaba su instinto protector. Su mano era una presencia constante en mi espalda. A la mañana siguiente, el
Portland Press Herald
publicó una crítica muy elogiosa. Toda la compañía lo celebró comiendo langosta en un barco-restaurante. Algunos se emborracharon. Otros (yo) vomitamos. Nadie sabía que aquél sería el único momento de gloria de
La camarera
, pero ¿acaso sospecha alguien que la magia está a punto de acabarse, precisamente cuando la magia se está desplegando?

No diré que William se alegró de que la obra fuera un fracaso, pero sí diré que se sintió feliz de tenerme en casa, lista para recibir al bebé. No llegó al extremo de decirme que ya me lo había advertido, pero cada vez que Bunny me enviaba por correo electrónico otra crítica adversa (no era ella uno de esos directores que no prestan atención a los críticos, sino muy por el contrario, uno de los que creen que cuanto antes lea uno muchas críticas malas, antes quedará inmunizado contra los detractores), a William se le ponía una cara de tristeza que me hacía pensar que se avergonzaba un poco de mí. De algún modo, había hecho suyo mi fracaso público. No tuvo que pedirme que no volviera a escribir, porque yo llegué sola a esa conclusión. Me convencí de que el embarazo era una obra en tres actos, con su planteamiento, su desarrollo y su desenlace. Yo era en esencia una obra de teatro viviente y por el momento tendría que conformarme con eso.

65. Ya sé que parece triste decir que mi marido y yo somos simples compañeros de habitación, pero se me ha ocurrido una cosa: ¿y si ése fuera el estado natural de la edad madura del matrimonio? ¿Y si es así como debemos estar? Quizá sea la única manera de estar juntos, en este largo y arduo camino durante el cual criamos a los hijos, tratamos de ahorrar dinero para el retiro y nos hacemos a la idea de que ya no existe eso del retiro y de que tendremos que seguir trabajando hasta el final de nuestras vidas.

66. Hace quince minutos.

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—Mmm… ¡Qué bueno! —dice Caroline.

—Una delicia —dice William.

—¿Es normal que sepa a tierra? —pregunto yo, estudiando mi batido.

—¡Ay, Alice! —ríe Caroline—. Tú siempre dices la verdad.

—No filtra lo que dice —dice William.

—Deberías venir a correr con nosotros —dice Caroline.

—Sí, ¿por qué no vienes? —pregunta William, en un tono terriblemente falso.

—Porque alguien tiene que trabajar —respondo.

—¿Lo ves? No filtra —dice William.

—Bueno… Voy a ducharme y arreglarme, porque esta tarde tengo una segunda entrevista en Tipi. Es sólo para unas prácticas, pero al menos tendré un pie dentro —dice Caroline.

—Espera, ¿qué es Tipi? —pregunto.

—Microcréditos. Es una empresa increíble, Alice. Hace sólo un año que existe y ya ha concedido más de doscientos millones de dólares en créditos a mujeres del Tercer Mundo.

—¿Le has contado a Bunny que te han llamado para una segunda entrevista? ¡Debe de estar encantada!

—No, no se lo he contado a Bunny. Y no creo que se alegrara mucho —dice Caroline—. Pensaría que estoy desperdiciando mi título de informática. Si fuera Paypal, Facebook o Google, entonces se pondría a dar saltos de alegría.

—Eso que dices no parece muy propio de tu madre.

Caroline se encoge de hombros.

—Pero lo es. Es una parte de mi madre que la mayoría de la gente no suele ver. Me voy.

Se mete una fresa en la boca y sale de la cocina.

—Bueno, me alegro por ella. Está tratando de salir adelante —comento.

—¿Con eso quieres decir que yo no? —pregunta William—. He tenido diez entrevistas. Es sólo que no lo cuento.

—¿Has tenido diez entrevistas?

—Sí, y nadie me ha vuelto a llamar.

—¡Oh, William! ¡Dios mío! ¿Diez entrevistas? ¿Por qué no me has dicho nada? Podría haberte ayudado. Esto es horroroso, las cosas están muy mal. No eres sólo tú. Déjame que te ayude. Puedo ayudarte. ¡Por favor!

—No puedes ayudarme en nada.

—Bueno, al menos deja que te apoye. Entre bambalinas. Soy muy buena acompañando en el sentimiento. De hecho, soy de primera…

Me interrumpe.

—No necesito que nadie me acompañe en el sentimiento, Alice. Necesito un plan. Y necesito que me dejes en paz mientras lo preparo. Ya encontraré una solución. Siempre la encuentro.

Llevo mi vaso al fregadero y lo enjuago.

—De acuerdo —digo, al cabo de un momento—. Te contaré lo que pienso hacer. He enviado una carta a la asociación de padres, pidiéndoles que consideren la posibilidad de contratarme a tiempo completo. Seis obras por semestre deberían ser suficientes para un empleo a jornada completa.

—¿Quieres ser profesora de teatro a tiempo completo? —pregunta William.

—Quiero que podamos enviar a nuestros hijos a la universidad.

William se cruza de brazos.

—Caroline tiene razón. Deberías empezar a correr otra vez. Te vendría bien.

—Parece que te llevas muy bien con Caroline.

—Preferiría correr contigo —dice.

Está mintiendo. Me pregunto si a Investigador 101 le gustará correr.

—¿Qué? —pregunta.

—¿Qué… qué?

—Tienes una expresión rara.

Meto el vaso en el lavavajillas y cierro la puerta de un golpe.

—Es la expresión que tengo cuando te dejo en paz para que puedas encontrar la solución.

—Las ocas de California somos inolvidables. Gansos, ánades y patos nos miman. Plumas blancas tan suaves que piden caricias. Cra, cra, cra. Cra, cra, cra.

¿«…patos nos miman»? ¿«Plumas… que piden caricias»? ¿En qué estaría yo pensando? Estoy entre bastidores, a un lado del escenario de la Escuela Primaria Kentwood, y me arrepiento de haber decidido que las ocas hagan una parodia de la canción
California Girls
de Katy Perry como número final de
La telaraña de Carlota
. Las pelucas de color lila que conseguí en la tienda de disfraces les dan cierto aire de putillas (lo mismo que los saltitos y los meneos de las caderas), y a juzgar por la cara de envidia de Wilbur, Carlota y el resto del elenco, es evidente que he llegado demasiado lejos en mi intento de compensar a las ocas por su falta de diálogo. ¡Me pareció una idea tan genial, a las tres de la mañana, mientras tonteaba en YouTube e intentaba convencerme de que Katy Perry desnuda, con nada excepto una nube para cubrirse el trasero, era todo un símbolo del pos-posfeminismo!

Empiezo a pensar en excusas para marcharme antes de que termine la función. Por alguna razón, todas las que se me ocurren tienen que ver con los dientes: Estaba comiendo un caramelo y se me ha soltado una funda; estaba comiendo una rosquilla y se me clavó un trozo de corteza en la encía.

Oigo parloteos y susurros entre los padres, mientras las ocas llegan al final de su número, que consiste en alinearse como coristas, agarradas unas a otras por la cintura, y enviar seductores besitos al público. Terminan por fin la canción y menean un poco los culitos. Entre aplausos poco entusiastas, abandonan el escenario. ¡Dios mío! ¡Madre mía! Helicopmama tenía razón. Llevo demasiado tiempo haciendo esto. Después, veo al chico que hizo de Wilbur, con un ramo de claveles en las manos. A continuación, me empujan al escenario, donde me depositan el ramo entre los brazos. Me vuelvo hacia el público y veo un mar de caras desaprobadoras, con tres excepciones: las madres de las tres ocas. Una de ellas es la señora Norman, que parece haberme perdonado por acusarla de ser una fumeta.

—Bueno,
La telaraña de Carlota
—digo—. ¡Siempre una gran favorita! ¿Verdad que la Carlota de este año ha estado estupenda? Quizá piensen que
La telaraña de Carlota
no es del todo adecuada, porque Carlota muere al final y todo eso; pero según mi experiencia, el teatro es un lugar seguro para experimentar con asuntos difíciles, como la muerte… y lo que se siente… Lo que se siente con la muerte.

Se siente exactamente lo que ahora.

—Quiero agradecerles el haberme confiado a sus hijos. No siempre es fácil ser profesora de teatro. La vida no es justa. No somos todos iguales. Algunos tienen que hacer papeles pequeños. Y alguien tiene que ser la estrella. Ya sé que vivimos en una época en la que intentamos fingir que no es así.

Los padres guardan las cámaras de vídeo y empiezan a marcharse.

—Tratamos de proteger a nuestros hijos de las decepciones. Intentamos que no vean algunas cosas antes de tiempo. Pero tenemos que ser realistas. En el mundo hay cosas malas, sobre todo en internet. Sin ir más lejos, mi hijo, el otro día… Lo que pretendo decir es que no podemos dejarlos que vean una película y pasarles rápido las escenas de miedo, ¿no creen?

El auditorio ya está medio vacío. La señora Norman me saluda con la mano desde la primera fila.

—Bueno, gracias a todos por venir. Que tengan muy felices vacaciones. Nos vemos el año que viene.

—¿Cuándo estará listo el DVD? —pregunta la señora Norman—. ¡Estamos tan orgullosos de Carisa! ¿Quién iba a decirnos que era tan buena bailarina? Me gustaría encargar tres copias.

—¿Qué DVD? —pregunto.

—¡El de la obra! —responde ella—. La habrá hecho grabar por un profesional, supongo.

Seguro que no habla en serio.

—He visto a muchos padres que grababan la función. Estoy segura de que cualquiera de ellos le enviará con mucho gusto una copia, si se la pide.

Niega con gesto grave.

—Carisa, ve a buscar la mochila. Te esperaré fuera.

Las dos miramos alejarse a Carisa, que se marcha pavoneándose.

—Las pelucas fueron un error. Lo siento.

—¿Qué dice? ¡Las ocas han acaparado todas las miradas! —dice la señora Norman—. Las pelucas fueron un gran acierto. Y la canción también.

—¿No cree que fue un poco… de chicas mayores?

La señora Norman se encoge de hombros.

—Las cosas han cambiado mucho. Ahora ocho es lo que antes trece. Las niñas de cuarto curso ya tienen pecho. Carisa ya me está pidiendo un sujetador. Los fabrican en tallas muy pequeñas, ¿sabe? Diminutos, con relleno, ¡monísimos! Verá, quería disculparme por lo que pasó la otra semana. Me cogió por sorpresa. Quería darle las gracias. Le estoy muy agradecida por haber hecho lo que hizo.

¡Por fin un poco de gratitud!

—No hay de qué. Estoy segura de que cualquier madre, en mi lugar, habría hecho lo mismo.

—¿Dónde nos encontramos, entonces? Ya sé que es mejor resolver estas cosas fuera de la escuela.

—Aquí estamos muy bien —digo, en el auditorio vacío—. No nos oye nadie.

—¿Quiere dármela ahora? ¿La lleva encima? ¿En el bolso? —señala el bolso que tengo colgado en bandolera—. ¡Fantástico!

Tiende la mano y en seguida la retira.

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