Las mujeres de César (25 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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«¡Pobre Julia!», había dicho Junia echándose a reír alegremente.

Sin embargo, de nada servía tomarse a mal su destino. Tenía que casarse con Bruto, y ya está.

—¿Has oído la noticia,
tata
? —le preguntó a su padre cuando éste llegó a casa poco después de la hora de la cena.

Ahora que Pompeya vivía allí, la situación era horrible. César nunca dormía en casa, y rara vez comía con ellas; sólo iba de paso. Por eso, el hecho de tener noticias que quizás lo hicieran detenerse para cruzar una palabra o dos era maravilloso; Julia cogió al vuelo la oportunidad.

—¿Noticia? —preguntó César con aire ausente.

—Adivina quién ha venido a verme hoy —dijo ella jubilosa.

Los ojos de su padre lanzaron destellos.

—¿Bruto? —¡Vuelve a adivinar!

—¿Júpiter Óptimo Máximo?

—¡Tonto! Júpiter no es una persona, sólo una idea.

—Entonces, ¿quién? —le preguntó César, que ya empezaba a removerse inquieto; Pompeya estaba en casa; podía oírla moverse en el
tablinum
, del que ahora ella se había apropiado porque César ya nunca trabajaba allí.

—¡Oh,
tata
, por favor, quédate un poco más!

Los grandes ojos azules estaban tensos debido a la ansiedad; el corazón y la conciencia de César le afligieron. Pobre niña, ella era la que más sufría a causa de Pompeya, porque no veía mucho a
tata
.

César suspiró, levantó a la niña en brazos y la llevó hasta una silla; se sentó y puso a Julia sobre sus rodillas.

—¡Te estás haciendo muy alta! —dijo, un poco sorprendido.

—Eso espero.

Julia comenzó a besarle los abanicos blancos que eran los párpados.

—¿Quién ha venido a verte hoy? —le preguntó César quedándose muy quieto.

—Quinto Servilio Cepión.

César giró bruscamente la cabeza de un tirón.

—¿Quién?

—Quinto Servilio Cepión.

—¡Pero si está ejerciendo de cuestor con Cneo Pompeyo!

—No, ya no.

—Julia, el único miembro de esa familia que queda vivo no se encuentra en Roma —le dijo César.

—Me temo que el hombre al que te refieres ya no está vivo —le indicó Julia con suavidad—. Murió en Aenus en enero. Pero hay un nuevo Quinto Servilio Cepión, porque se le nombra en el testamento, y será adoptado formalmente muy pronto.

César ahogó una exclamación. —¿Bruto?

—Sí, Bruto. Dice que a partir de ahora se le conocerá como Quinto Servilio Cepión Bruto en lugar de como Cepión Juniano. El nombre de Bruto es más importante que el de Junio.

—¡Por Júpiter!


Tata
, estás muy impresionado. ¿Por qué?

César se llevó la mano a la cabeza y se dio una bofetada en broma en la mejilla.

—Bien, cómo ibas tú a saberlo: —Luego se echó a reír—. ¡Julia, te casarás con el hombre más rico de Roma! Si Bruto es el heredero de Cepión, entonces esta tercera fortuna que añade a su herencia hace palidecer a las otras dos como cosas insignificantes. Serás más rica que una reina.

—Bruto no me ha dicho nada de eso.

—En realidad es probable que no lo sepa. Tu prometido no es precisamente un joven curioso —dijo César.

—Yo creo que le gusta el dinero.

—¿Acaso no le gusta a todo el mundo? —le preguntó César con un deje de amargura. Se puso en pie y dejó en el sillón a Julia—. En seguida vuelvo —le dijo.

Y salió precipitadamente por la puerta, pasó al comedor y luego, según supuso Julia, entró en su despacho.

A continuación llegó Pompeya con aspecto indignado y miró ofendida a Julia.

—¿Qué pasa? —le preguntó Julia a su madrastra, con la cual de hecho se llevaba bastante bien. Pompeya le servía de entrenamiento para saber tratar a Bruto, aunque a Bruto lo absolvía de la estupidez de Pompeya.

—¡Me ha echado! —dijo Pompeya.

—Será sólo un momento, estoy segura.

Y, desde luego, sólo fue un momento. César se sentó y le escribió una nota a Servilia, a quien no había visto desde mayo del año anterior. Naturalmente, tenía intención de sacar tiempo para verla de nuevo antes de aquel momento —estaban ya en marzo—, pero le había faltado tiempo, pues estaba ocupado friendo otros varios pescados. Qué sorprendente. ¡El joven Bruto resultaba finalmente heredero del Oro de Tolosa!

Decididamente, era hora de mostrarse simpático con la madre del muchacho. Aquél era un compromiso matrimonial que no podía romperse por ningún motivo.

Segunda parte

DESDE MARZO DEL 73 A. J.C.

HASTA QUINTILIS DEL 65 A. J.C.

El problema con Publio Clodio no era la falta de buena cuna, inteligencia, capacidad, o dinero, sino la falta de orientación, tanto en el sentido de adónde quería ir como en el sentido de que no tenía una firme guía por parte de sus mayores. El instinto le decía que había nacido para ser diferente, pero aquel pensamiento no era una novedad en alguien que provenía de los Claudios patricios. Si de algún clan romano podía decirse que estaba lleno de individualistas, ése era el de los Claudios patricios. Extraño, teniendo en cuenta que de todas las Familias Famosas patricias, la Claudia era la más joven, al haber aparecido casi en la misma época en que el rey Tarquinio el Soberbio fue depuesto por Lucio Junio Bruto y comenzó la era de la República. Desde luego, los Claudios eran sabinos, y los sabinos eran fieros, orgullosos, independientes, indómitos y guerreros; por fuerza tenían que serlo, porque procedían de los Apeninos, al norte y al este del Lacio romano, una zona cruelmente montañosa cuyas bolsas de bondad eran pocas y alejadas unas de otras.

El padre de Clodio había sido aquel Apio Claudio Pulcher que nunca logró recuperar la fortuna de su familia después de que su sobrino, el censor Filipo, lo arrojó del Senado y le confiscó todas las propiedades como castigo por su testaruda lealtad al exiliado Sila. Su madre, la impresionantemente noble Cecilia Metela Baleárica, había muerto al darlo a luz a él, el sexto hijo en seis años: tres varones y tres hembras. Las vicisitudes de la guerra y el hecho de que siempre se encontrase en los lugares y en los momentos inoportunos habían hecho que Apio Claudio senior nunca estuviera en casa, y eso a su vez había hecho que el hermano mayor de Clodio, Apio Claudio
junior
, fuera normalmente la única voz de autoridad que había a mano. Aunque los cinco hermanos que tenía a su cargo eran todos turbulentos, tercos y llenos de cierto afán de causar estragos, el pequeño Publio era el peor de todos. De haber probado una muestra de disciplina, que era inexistente, quizás Publio habría estado menos sujeto a los caprichos que dominaron su infancia; pero como los cinco hermanos mayores lo mimaban de un modo atroz, él hacía exactamente lo que le venía en gana, y a muy temprana edad estaba ya convencido de que de todos los Claudios que habían existido, él era el único diferente.

Aproximadamente en el tiempo en que su padre murió en Macedonia, le dijo al hermano mayor, Apio, que en el futuro él escribiría su nombre a la manera popular, Clodio, y que no utilizaría el
cognomen
de la familia, que era Pulcher. Pulcher significaba hermoso, y era cierto que la mayoría de los Claudio Pulcher eran apuestos y hermosos; el poseedor original del apodo, sin embargo, lo había recibido porque su aspecto era singularmente opuesto a lo hermoso. «¡Qué hermosura!», decía de él la gente. Y con Pulcher se quedó.

Naturalmente, a Publio Clodio se le había permitido popularizar la nueva ortografía de su nombre; ya se había sentado el precedente con sus tres hermanas, la mayor de las cuales era conocida por Claudia la mediana por Clodia y la mas joven por Clodilla. El hermano mayor, Apio, sentía tanta adoración por sus hermanos que nunca podía resistirse a concederle a ninguno de ellos cualquier cosa que quisieran. Por ejemplo, si el adolescente Publio Clodio quería dormir con Clodia y Clodilla porque tenía pesadillas, ¿por qué no permitírselo? ¡Pobrecillos, sin padre y sin madre! Apio, el hermano mayor, se compadecía de ellos. Hecho del cual el hermano pequeño, Publio Clodio, era muy consciente, y del que se aprovechaba sin piedad.

Aproximadamente en la época en que Publio Clodio vistió la
toga virilis
y se hizo hombre oficialmente, el hermano mayor Apio había reparado con brillantez la ruinosa fortuna familiar al casarse con la solterona señora Servilia Cnea; ella había cuidado a otros seis huérfanos nobles, los pertenecientes a las casas de la familia de los Servilio Cepión, Livio Druso y Porcio Catón. La dote que poseía era tan inmensa como su falta de belleza. Pero tenían en común el cuidado de huérfanos, y ella resultó ser muy conveniente para el sentimental hermano mayor, Apio, que con presteza se enamoró de su esposa de treinta y dos años —él tenía veintiuno—, se asentó en una vida de enamorado contento y engendró hijos a una media de uno por año, reviviendo así la tradición de los Claudios.

El hermano mayor, Apio, también había conseguido colocar extremadamente bien a sus tres hermanas sin dote; Claudia fue destinada a Quinto Marcio Rex, que pronto sería cónsul; Clodia, a su primo carnal, Quinto Cecilio Metelo Celer —que era también hermanastro de la esposa de Pompeyo, Mucia Tercia—; y Clodilla, al gran Lúculo, que le triplicaba la edad. Tres hombres enormemente acaudalados y prestigiosos, dos de los cuales tenían edad suficiente para haber cimentado el poder familiar; y luego estaba Celer; que no necesitaba hacerlo porque era el nieto mayor de Metelo Baleárico, y nieto del distinguido Craso el Orador. Todo lo cual había tenido particularmente buenos resultados para el joven Publio Clodio, pues Rex no había logrado engendrar un hijo varón en Claudia, ni siquiera al cabo de varios años de matrimonio; por ello Publio Clodio esperaba convertirse en el heredero de Rex. A la edad de dieciséis años Publio Clodio se esforzó por ganarse el
tirocinium fori
y llevar a cabo el aprendizaje de abogado y político aspirante en el Foro Romano; luego pasó un año en las plazas de armas de Capua jugando a los soldados, y regresó a la vida del Foro a los dieciocho años. Como se sentía pletórico y lleno de vida, y era consciente de que las muchachas lo encontraban extremadamente atractivo, Clodio buscó una conquista femenina que encajase con la idea que tenía de sí mismo como alguien especial, idea que iba en aumento a pasos agigantados. Así concibió una pasión por Fabia, que era una virgen vestal. Poner los ojos en una vestal era algo que estaba muy mal visto, y ésa era precisamente la clase de aventura que Clodio quería. En la castidad de cada vestal residía la suerte de Roma; la mayoría de los hombres retrocedían horrorizados ante la idea de seducir a una vestal. Pero Publio Clodio no.

Nadie pedía ni esperaba que las vírgenes vestales llevaran una vida de clausura. Se les permitía salir a fiestas siempre y cuando el pontífice máximo y la vestal jefe dieran su aprobación al lugar de reunión y a la compañía, y asistían a todos los banquetes sacerdotales como iguales a los sacerdotes y augures. Se les permitía tener visitantes masculinos en las partes públicas de la
domus publica
, la casa propiedad del Estado que ellas compartían con el pontífice máximo, aunque se requería la presencia de alguien que hiciese de carabina. Las vestales tampoco eran pobres precisamente. Era una gran cosa para una familia tener en sus filas a una vestal, así que aquellas familias que no necesitaban a las muchachas para cimentar alianzas mediante el matrimonio las entregaban al Estado como vestales. La mayoría llegaba con excelentes dotes; pero si no disponían de dinero, el propio Estado se hacía cargo de la dote.

Fabia, que también contaba dieciocho años de edad, era hermosa, de carácter dulce, alegre y sólo un poco estúpida. El blanco perfecto para Publio Clodio, a quien le entusiasmaba hacer travesuras de las que hacen que la gente se ponga muy rígida con ofendida desaprobación. ¡Cortejar a una vestal era una enorme travesura! No es que Clodio tuviera intención de desflorar de hecho a Fabia, porque eso tendría repercusiones legales en las que estaba en juego su propio y muy querido pellejo. En realidad lo único que quería era ver a Fabia consumiéndose de amor y deseo hacia él.

El problema empezó cuando descubrió que tenía un rival por el afecto de Fabia: Lucio Sergio Catilina. Alto, moreno, apuesto, gallardo, encantador… y peligroso. Los encantos de Clodio eran considerables, pero no alcanzaban el mismo nivel que los de Catilina; por una parte carecía de aquella estatura y aquel físico imponentes, y tampoco irradiaba un poder amenazador. Oh, sí, Catilina era un rival formidable. Corrían muchos rumores sobre su persona, rumores nunca probados, rumores atractivos y malignos. Todo el mundo sabía que había hecho su fortuna durante las proscripciones de Sila, condenando no sólo a su cuñado —que fue ejecutado—, sino también a su hermano —que fue desterrado—. Se decía que había asesinado a su esposa de aquel tiempo, aunque si lo había hecho, nadie intentó nunca hacerle responsable del crimen. Y, lo peor de todo, se decía que había asesinado a su propio hijo cuando su actual esposa, la bella y acaudalada Orestila, se negaba a casarse con un hombre que ya tenía un hijo. Que el hijo de Catilina había muerto y que luego Catilina se había casado con Orestila era algo que todos sabían. Pero, ¿había asesinado él al pobre muchacho? Nadie podía decirlo con certeza. La falta de confirmación, sin embargo, no impedía que hubiera muchas especulaciones.

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