Las mujeres de César (31 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Clodio había decidido en algún punto al norte del lago Thospitis que, no importaba lo que Lúculo dijera o hiciese, él iba a viajar con Silio. Y cuando —enterado por Sextilio de que Clodio había desertado para confraternizar con un centurión— el general le ordenó que volviese a la cabeza de la marcha, Clodio se negó.

—Dile a mi cuñado —le comunicó al tribuno que enviaron a buscarlo— que estoy contento donde me encuentro. Si me quiere a la cabeza, tendrá que ponerme grilletes.

Respuesta que Lúculo estimó más prudente ignorar. En verdad su personal se alegraba de librarse del quejumbroso y problemático Clodio. De momento no existía ninguna sospecha de que Clodio hubiera tenido parte en el motín de las legiones cilicias, y como los fimbrianos habían limitado su protesta acerca de «aquellas rocas» a una queja oficial transmitida por sus centuriones al mando, no existía sospecha de que fueran a rebelarse.

Quizás nunca hubiera existido un motín por parte de los fimbrianos de no haber sido por el monte Ararat. Durante cincuenta millas el ejército se vio obligado a sufrir el campo de lava fragmentada, luego salió a la hierba de nucvo. ¡Qué dicha! Sólo que de Este a Oeste les bloqueaba el paso una montaña, como nadie había visto nunca otra igual, amenazadoramente elevada. Dieciocho mil pies de nieve sólida, la montaña más terrible y hermosa del mundo, con otro cono, más pequeño pero no menos horripilante, en su costado oriental.

Los fimbrianos dejaron en el suelo los escudos y las lanzas y se quedaron mirando; y lloraron.

Esta vez fue Clodio quien encabezó la delegación ante el general, y no tenía intención de dejarse amilanar.

—Nos negamos rotundamente a dar un paso más —dijo mientras Silio y Cornificio asentían con la cabeza detrás de él.

Cuando Lúculo vio entrar a Bogitaro en la tienda se supo derrotado, pues Bogitaro era el jefe de sus jinetes galacios, un hombre cuya lealtad no podía cuestionar.

—¿Tú eres de la misma opinión, Bogitaro? —le preguntó Lúculo.

—Lo soy, Lucio Licinio. Mis caballos no pueden cruzar una montaña así, y menos después de haber pasado por las rocas. Tienen las patas llenas de magulladuras hasta los corvejones, pierden las herraduras con tanta rapidez que mis herreros no dan abasto, y me estoy quedando sin acero. Por no hablar de que no hemos tenido carbón vegetal desde que salimos de Tigranocerta. Así que tampoco nos queda carbón. Nosotros te seguiríamos a Hades, Lucio Licinio, pero no te seguiremos a esa montaña —dijo Bogitaro.

—Gracias, Bogitaro —dijo Lúculo—. Puedes marcharte. Y vosotros, fimbrianos, podéis marcharos también. Quiero hablar a solas con Publio Clodio.

—¿Significa eso que nos volvemos atrás? —preguntó Silio con recelo.

—Atrás no, Marco Silio, a no ser que quieras más rocas. Giraremos hacia el Oeste en dirección al Arsanias, y encontraremos grano.

Bogitaro ya se había ido; ahora los dos centuriones fimbrianos lo siguieron, de modo que Lúculo se quedó a solas con Clodio…

—¿Hasta qué punto tienes tú que ver con todo esto? —le preguntó Lúculo.

Con los ojos brillantes y jubiloso, Clodio miró al general de arriba abajo con desprecio. ¡Qué aspecto de estar agotado tenía! Ahora no resultaba difícil creer que tuviera cincuenta años. Y la mirada había perdido algo, cierta fijeza fría que le había hecho vencer todas las dificultades. Lo que Clodio veía era un poso de cansancio, y detrás de ello la certidumbre de una derrota.

—¿Que qué he tenido que ver con todo esto? —preguntó; luego se echó a reír—. ¡Mi querido Lúculo, yo soy el responsable! ¿Crees que alguno de esos tipos tiene tanta visión de futuro? ¿O descaro? Todo es obra mía, y de nadie más.

—Y lo de las legiones cilicias… —dijo Lúculo lentamente.

—Eso también es obra mía. —Clodio rebotó arriba y abajo sobre los dedos de los pies—. Después de esto ya no me querrás a tu lado, así que me marcharé. Cuando llegue a Tarso, mi cuñado Rex ya se encontrará allí.

—Tú no vas a ninguna parte como no sea a compartir el rancho con tus secuaces fimbrianos —le dijo Lúculo mientras sonreía severamente—. Yo soy tu jefe y estoy en posesión del
imperium
proconsular para luchar contra Mitrídates y Tigranes. No te concedo licencia para marcharte, y sin ella no puedes hacerlo. Te quedarás conmigo hasta que verte me haga vomitar.

No era aquélla la respuesta que Clodio quería, ni tampoco la que se esperaba. Le lanzó a Lúculo una mirada furiosa y salió de allí precipitadamente.

Los vientos y las nieves comenzaron cuando Lúculo giró hacia el Oeste, pues la temporada de hacer campañas guerreras había terminado. Lúculo había empleado el plazo de tiempo de que disponía en llegar hasta Ararat, a no más de doscientas millas de Tigranocerta. Cuando llegó al curso del Arsanias, el mayor de los afluentes septentrionales del Éufrates, se encontró con que ya se había cosechado el grano y que el populacho se había dispersado en la huida y había ido a ocultarse en sus casas trogloditas excavadas en la roca de toba llevándose hasta el último fragmento de cualquier tipo de alimento. Puede que Lúculo hubiera sido derrotado por sus propias tropas, pero la adversidad era algo que había llegado a conocer muy bien, y no pensaba detenerse de ninguna manera allí, donde Mitrídates y Tigranes podían encontrarle con toda facilidad cuando llegase la primavera.

Se encaminó hacia Tigranocerta, donde había provisiones y amigos; pero si los fimbrianos pensaban invernar allí, pronto se vieron desilusionados. La ciudad estaba tranquila y parecía satisfecha bajo el hombre que él había puesto para que la gobernase, Lucio Fanio. Después de proveerse de grano y otros alimentos, Lúculo marchó para poner sitio a la ciudad de Nisibis, situada junto al río Mygdonius y enclavada en un país más seco y más llano.

Nisibis cayó una negra y lluviosa noche de noviembre; se consiguió un buen botín y abundancia de bienes. Extáticos, los Fimbrianos se instalaron allí dispuestos a pasar un invierno delicioso en el límite de las nieves perpetuas, y empezaron a considerar a Clodio como una mascota, como un amuleto de la buena suerte. Y cuando se presentó Lucio Fanio menos de un mes después para informar a su comandante de que Tigranocerta estaba una vez más en manos del rey Tigranes, los fimbrianos adornaron con hiedra a Clodio y lo llevaron en hombros por el mercado de Nisibis, atribuyéndole a él su buena fortuna; allí estaban a salvo, y se había evitado el asedio de Tigranocerta.

En abril, cuando el invierno tocaba a su fin y la perspectiva de una nueva campaña contra Tigranes le servía en cierto modo de consuelo, Lúculo se enteró de que había sido despojado de todo excepto de un pequeño título, el de comandante en la guerra contra los dos reyes. Los caballeros se habían servido de la Asamblea Plebeya para quitarle las últimas provincias que estaban a su cargo, Bitinia y el Ponto, y luego le habían privado de las cuatro legiones. Los fimbrianos por fin iban a regresar a casa, y Manio Acilio Glabrio, el nuevo gobernador de Bitinia y el Ponto, sería quien tuvicra las tropas cilicias. El comandante en la guerra contra los dos reyes no tenía ejército con que continuar la lucha. Lo único que le quedaba era su
imperium
.

Por lo cual Lúculo resolvió mantener en secreto a los fimbrianos la noticia de su licencia definitiva. Aquello que no supieran no podía molestarles. Pero, naturalmente, los fimbrianos ya estaban al corriente de que eran libres de marcharse a casa; Clodio había interceptado las misivas oficiales y había revelado su contenido antes de que llegasen a Lúculo. Inmediatamente detrás de la carta procedente de Roma llegaron cartas desde el Ponto informándole de que el rey Mitrídates había invadido el territorio romano. Después de todo, Glabrio no heredaría las legiones cilicias; habían sido aniquiladas en Zela.

Cuando salieron las órdenes para marchar hacia el Ponto, Clodio fue a ver a Lúculo.

—El ejército se niega a moverse de Nisibis —anunció.

—El ejército marchará hacia el Ponto, Publio Clodio, para rescatar a aquellos compatriotas suyos que aún queden con vida —le aseguró Lúculo.

—¡Ah, pero ya no es tu ejército, ya no tiene que recibir órdenes tuyas! —graznó jubiloso Clodio—. Los fimbrianos han terminado su servicio bajo las águilas, son libres de irse a su casa en cuanto dispongas los documentos de licenciamiento. Cosa que harás aquí, en Nisibis. Así no podrás engañarlos cuando se reparta el botín de esta ciudad.

En ese momento, Lúculo lo comprendió todo. Lanzó un soplido, enseñó los dientes y avanzó hacia Clodio con el asesinato reflejado en los ojos. Clodio se agachó detrás de una mesa y se cercioró de que estaba más cerca de la puerta que Lúculo.

—¡No me pongas un dedo encima! —le advirtió a gritos—. ¡Si me tocas, te lincharán!

Lúculo se detuvo.

—¿Tanto te quieren? —preguntó sin poder creer que incluso unos ignorantes como Silio y el resto de los centuriones fimbrianos pudieran ser tan crédulos.

—Me quieren hasta la muerte; yo soy el Amigo de los Soldados.

—Tú no eres más que una puta, Clodio; te venderías a la escoria de la peor especie que hay en este mundo si eso supusiera que te amaran —le dijo Lúculo mostrando abiertamente el desprecio que sentía por él.

Clodio nunca llegó a comprender por qué se le ocurrió precisamente en aquel momento y en medio de tanta ira. Pero le vino de pronto a la cabeza y lo dijo lleno de júbilo, por despecho.

—¿Crees que yo soy una puta? ¡Pero no una puta tan grande como tu esposa, Lúculo! ¡Mi querida hermanita Clodilla, a quien quiero tanto como te odio a ti! Pero ella sí que es una puta, Lúculo. A lo mejor por eso la quiero tan desesperadamente. Creías que habías sido el primero en poseerla cuando con sólo quince años se casó contigo, ¿verdad? ¡Lúculo el pederasta, el desflorador de niñitas y niñitos! Creíste que habías llegado a Clodilla el primero, ¿eh? ¡Bueno, pues no! —chilló Clodio, tan exaltado que la espuma se le agolpó en las comisuras de los labios.

Lúculo se había puesto blanco.

—¿Qué quieres decir? —preguntó en un susurro.

—¡Quiero decir que yo la tuve primero, grande y poderoso Lucio Licinio Lúculo! ¡Yo la tuve primero, mucho antes que tú! También fui el primero en tener a Clodia. ¡Solíamos dormir juntos, pero hacíamos algo más que dormir! ¡Jugábamos mucho, Lúculo, y el juego se fue haciendo más grande a medida que yo crecía! ¡Las tuve a las dos, las tuve cientos de veces, metía los dedos dentro de ellas y luego también les metía otra cosa! ¡Las chupaba, las mordisqueaba, hacía con ellas cosas que ni siquiera te imaginas! ¿Y quieres saber una cosa? —preguntó riéndose—. ¡Clodilla te tiene por un pobre sustituto de su hermanito!

Había una silla al lado de la mesa que separaba a Clodio del marido de Clodilla; Lúculo de pronto pareció perder toda la vida que había en él y se desplomó sobre la silla, contra ella. Se oía perfectamente que se ahogaba.

—Te despido, ya no estás a mi servicio, Amigo de los Soldados, porque ha llegado la hora de vomitar. ¡Te maldigo! ¡Vete a Cilicia con Rex!

Después de una despedida bañada en lágrimas de Silio y Cornificio, Clodio se marchó. Desde luego los centuriones fimbrianos cargaron a su amigo de regalos, algunos muy preciosos, todos útiles. Se marchó al trote a lomos de un exquisito y pequeño caballo, con un séquito de sirvientes sobre monturas igual de buenas y con varias docenas de mulas que transportaban el botín. Creyendo que iba a avanzar en una dirección poco peligrosa, rechazó la oferta de una escolta que le hizo Silio.

Todo fue bien hasta que cruzó el Éufrates en Zeugma, pues su destino era Cilicia Pedia y luego Tarso. Pero entre las fértiles llanuras del río de Cilicia Pedia y él se alzaban las montañas Amano, una cordillera costera insignificante después de los macizos que Clodio había cruzado recientemente sufriendo grandes penalidades; no les dio importancia, las consideró dignas de desdén. Hasta que una pandilla de bandoleros árabes le asaltó cuando bajaba por un barranco seco y le robaron todos los regalos, las bolsas de dinero y los maravillosos corceles. Clodio acabó su viaje solo y a lomos de una mula, aunque los árabes —que lo encontraron terriblemente divertido— le habían dejado unas cuantas monedas, las suficientcs para que pudiese acabar el viaje hasta Tarso.

¡Y allí se encontró con que su cuñado Rcx no había llegado todavía! Clodio ocupó varios de los aposentos del palacio del gobernador y se sentó a revisar su lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo… y ahora los árabes. Los árabes también se las pagarían.

Estaban a finales de
quintilis
cuando Quinto Marcio Rex y sus tres legiones nuevas llegaron a Tarso. Había viajado con Glabrio hasta el Helesponto, y luego había elegido marchar a través de Anatolia en lugar de navegar cerca de la costa, tristemente famosa por los piratas. En Licaonia, según le contó a un ávido Clodio, había recibido una súplica de ayuda nada menos que de Lúculo, que había logrado mover a los fimbrianos cuando ya había partido el Amigo de los Soldados, y había puesto dirección al Ponto. En Talaura, ya bien adelante en su trayecto, a Lúculo le había atacado un yerno de Tigranes llamado Mitrídates, de modo que se enteró de que los dos reyes avanzaban hacia él rápidamente.

—¿Y quieres creer que tuvo la temeridad de enviarme a mí un mensaje pidiendo ayuda? —preguntó Rex.

—Es tu cuñado también —dijo Clodio con malicia.

—Es persona
non grata
en Roma, así que me negué, naturalmente. También le había pedido ayuda a Glabrio, creo, pero imagino que por ese lado también recibió una negativa por respuesta. Lo último que he oído es que iba de retirada y que tenía intención de regresar a Nisibis.

—Pues nunca llegó allí —le comunicó Clodio, que estaba mejor informado sobre el final de la marcha de Lúculo que de los acontecimientos de Talaura—. Cuando llegó al cruce de Samosata, los fimbrianos se le plantaron. Lo último que he oído decir en Tarso es que ahora se dirige a Capadocia, y que desde allí tiene pensado ir a Pérgamo.

Naturalmente, Clodio se había enterado al leer la correspondencia de Lúculo de que Pompeyo el Grande había recibido un
imperium
ilimitado para limpiar de piratas el mar Medio, así que dejó el tema de Lúculo y abordó el de Pompeyo.

—¿Y qué tienes que hacer tú para ayudar al detestable Pompeyo Magnus a barrer a los piratas? —preguntó.

Quinto Marcio Rex arrugó la nariz.

—Nada, por lo visto. Las aguas cilicias están bajo el mando de nuestro mutuo cuñado el hermano de Celer, tu primo Nepote, que apenas tiene edad suficiente para estar en el Senado. Yo he de ocuparme de mi provincia y quitarme del medio.

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