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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (34 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Aquello no la consternó lo más mínimo; en cambio pareció quedar fascinada; se inclinó hacia adelante.

—¿Tu secreto? —Mi secreto. Y es un secreto. No te pediré que me jures guardarlo porque sólo hay dos clases de mujeres. Las que lo jurarían pero luego lo contarían alegremente, y las que guardarían un secreto sin jurarlo. ¿Tú de qué clase eres, Fulvia?

—Depende —dijo ésta esbozando una ligera sonrisa—. Creo que pertenezco a las dos clases. Así que no juraré nada. Pero soy leal, Publio Clodio. Si tu secreto no te empequeñece ante mis ojos, lo guardaré. Eres la pareja que yo he elegido, y yo soy leal. Moriría por ti.

—¡No mueras por mí, Fulvia, vive para mí! —le gritó Clodio, que se estaba enamorando con mayor rapidez con que la pelota de corcho de un niño cae por una catarata.

—¡Dímelo! —le pidió ella pronunciando las palabras con furia.

—Mientras estaba en Siria con mi cuñado Rex —empezó a decir Clodio—, me raptó un grupo de árabes esquenitas. ¿Sabes qué son?

—No.

—Son una raza procedente del desierto de Asia, y habían usurpado muchos de los puestos y las propiedades que los griegos de Siria poseían antes de que Tigranes transportase a los griegos hasta Armenia. Cuando Tigranes cayó, los griegos regresaron y se encontraron con que ya no tenían nada. Los árabes esquenitas lo controlaban todo. Y a mí me pareció que aquello era terrible, así que me puse a trabajar para que los griegos fueran restituidos en su lugar y los árabes esquenitas regresaran al desierto.

—Naturalmente —dijo Fulvia haciendo un gesto de asentimiento—. Eso forma parte de tu naturaleza, la lucha en favor de los desposeídos.

—Pero mi recompensa fue que aquella gente del desierto me raptó y me sometió a algo que ningún romano puede tolerar; a algo tan desgraciado y ridículo que si llegase a saberse, yo nunca podría volver a vivir en Roma —dijo amargamente Clodio.

Toda clase de cosas se sucedieron rápidamente por aquella intensa mirada azul oscuro mientras Fulvia pasaba revista a las alternativas.

—¿Y qué te hicieron? —preguntó ella finalmente, perpleja por completo—. No se trataría de violación, sodomía ni brutalidad. Esas cosas se comprenderían y se perdonarían.

—¿Qué sabes tú de sodomía y brutalidad?

Fulvia adoptó un aire presumido.

—Yo lo sé todo, Publio Clodio.

—Bien, pues no fue nada de eso. Me circuncidaron.

—¿Qué has dicho que te hicieron?

—Veo que, a fin de cuentas, no lo sabes todo.

—Esa palabra, por lo menos, no. ¿Qué significa?

—Me cortaron el prepucio.

—¿El qué? —volvió a preguntar ella desvelando nuevas capas de ignorancia.

Clodio suspiró.

—Sería mejor para las vírgenes romanas que las pinturas de las paredes no se concentrasen en Príapo —dijo—. Los hombres no están en erección todo el tiempo.

—¡Eso ya lo sé!

—Pero lo que parece que no sabes es que cuando los hombres no están en erección, el bulbo que hay al final del pene se halla cubierto por una membrana que se llama prepucio —le explicó Clodio, cuya frente se estaba perlando de sudor—. Algunos pueblos tienen la costumbre de cortarlo, dejando así al descubierto de forma permanente el bulbo del final del pene. Eso se llama circuncisión. Los judíos y los egipcios lo hacen, y, por lo visto, los árabes también. Y eso es lo que me hicieron. ¡Me marcaron como a un marginado, como a un no romano!

El rostro de Fulvia parecía un cielo hirviendo, cambiando, dando vueltas.

—¡Oh, mi pobre Clodio! —dijo casi a gritos. Sacó la lengua y se humedeció los labios—. ¡Déjame verlo! —le pidió.

Sólo la idea de hacerlo le produjo a Clodio espasmos y agitaciones; se percató entonces de que la circuncisión no produce impotencia, destino al que una permanente languidez desde que estaba en Antioquía parecía haberlo destinado. También descubrió que en ciertos aspectos era un mojigato.

—¡No, decididamente no puedes verlo! —dijo bruscamente.

Pero Fulvia se había arrodillado delante de la silla de él y tenía las manos muy ocupadas en apartarle los pliegues de la toga y en empujar la túnica. Levantó la mirada hacia Clodio con una mezcla de malicia, deleite y desilusión; luego indicó con un gesto de la mano una lámpara de bronce que representaba un enorme, imposible Príapo, con la mecha abultada por la erección.

—Te pareces a ése —dijo Fulvia con una risita—. ¡Quiero vértelo para abajo, no levantado!

Clodio se levantó de la silla de un salto y se arregló la ropa, con los ojos, llenos de pánico, fijos en la puerta por si Sempronia volvía. Pero no regresó, ni al parecer hubo nadie que presenciara cómo la hija de la casa inspeccionaba lo que había de convertirse en sus bienes.

—Para vérmelo en su estado de reposo, tendrás que casarte conmigo —le dijo Clodio.

—¡0h, mi querido Publio Clodio, pues claro que me casaré contigo! —le gritó ella al tiempo que se ponía en pie—. Tu secreto está a salvo conmigo. Si realmente es algo tan deshonroso, nunca podrás mirar a otra mujer, ¿verdad?

—Soy todo tuyo —le dijo Publio Clodio recurriendo en seguida a las lágrimas—. ¡Te adoro, Fulvia! ¡Venero el suelo que pisas! Clodio y Fulvia se casaron a finales de
quintilis
, después de las últimas elecciones. Estas habían estado repletas de sorpresas, empezando por la solicitud de Catilina de presentarse
in absentia
como candidato para el consulado del siguiente año. Pero aunque se retrasó el regreso de Catilina de su provincia, otros hombres procedentes de Africa habían hecho asunto suyo estar en Roma antes de las elecciones. Parecía evidente que el cargo de Catilina como gobernador de Africa se distinguía sólo por la corrupción, y los recaudadores africanos —de impuestos y de otras cosas— que habían acudido a Roma no guardaban en secreto sus intenciones de hacer que juzgaran a Catilina en el momento en que llegase a casa bajo la acusación de extorsión. Así que el cónsul supervisor de las elecciones curules, Volcacio Tulo, había decidido prudentemente rechazar la candidatura
in absentia
de Catilina, basándose para ello en que éste estaba bajo la sombra de un procesamiento.

Luego estalló un escándalo peor. A los candidatos triunfantes para los consulados del año siguiente, Publio Sila y su querido amigo Publio Autronio, se les halló culpables de soborno masivo. La
lex Calpurnia
de Cayo Pisón podía ser un barco que hacía agua en lo referente a sobornos, pero las pruebas contra Publio Sila y Autronio eran tan contundentes que ni siquiera aquella legislación tan poco correcta podía salvarlos. De ahí que la pareja estuviera muy bien dispuesta a declararse culpables y ofreciera llegar a un trato con los cónsules existentes y con los nuevos cónsules electos, Lucio Cotta y Lucio Manlio Torcuato. El resultado de esta astuta jugada fue que se retiraron los cargos a cambio del pago de fuertes multas y de que los dos hombres jurasen que ninguno de ellos se presentaría nunca más como candidato a un cargo público; el que se salieran con la suya fue posible gracias a la ley de sobornos de Cayo Pisón, que contemplaba soluciones como aquélla. Lucio Cotta, que quería que los llevaran a juicio, se puso lívido cuando sus tres colegas votaron que aquellos sinvergüenzas pudieran conservar tanto la soberanía como la residencia, así como también la mayor parte de sus muy inmensas fortunas.

Todo lo cual, en realidad, no le concernía a Clodio, cuyo objetivo era, igual que ocho años antes, Catilina. Con la mente convertida en un revoltijo de sueños de venganza, Clodio se impuso sobre los demandantes africanos para ejercer de fiscal en el procesamiento de Catilina. ¡Maravilloso, maravilloso! ¡El justo castigo de Catilina estaba al alcance de su mano justo cuando él, Clodio, acababa de casarse con la muchacha más excitante del mundo! Todas las recompensas le llegaban juntas, y encima Fulvia resultó ser una ardiente partidaria y ayudante, en absoluto la modosa mujercita que se queda en casa que otros hombres que no fueran Clodio quizás hubiesen preferido.

Al principio Clodio trabajó frenéticamente para reunir pruebas y testigos, pero el caso de Catilina era uno de esos asuntos enloquecedores donde nada sucede lo suficientemente de prisa, desde encontrar las pruebas hasta localizar a los testigos. Un viaje a Utica o Hadrumtum duraba dos meses, y la tarea requería muchos viajes a África como aquél. Clodio se ponía nervioso y se sulfuraba, pero entonces Fulvia le decía:

«Piensa un poco, querido Publio. ¿Por qué no seguir arrastrando el caso eternamente? Si no está concluido antes del próximo
quintilis
, entonces a Catilina no se le permitirá, durante dos años seguidos, presentarse al consulado, ¿no es cierto?»

Clodio en seguida vio claro el objetivo de aquel consejo, y aminoró el paso hasta hacerlo semejante al de un caracol africano. Se aseguraría de que Catilina fuera hallado culpable, pero eso no ocurriría hasta al cabo de muchos meses. ¡Brillante!

Entonce tuvo tiempo para pensar en Lúculo, cuya carrera estaba terminando en un desastre. Mediante la
lex Manilia
, Pompeyo había heredado el mando de Lúculo contra Mitrídates y Tigranes, y había procedido a ejercer sus derechos. Lúculo y él se habían reunido en Danala, una remota fortaleza galacia, y se habían peleado tan violentamente que Pompeyo —que hasta entonces había sido reacio a aplastar a Lúculo bajo el peso de su
imperium maius
— emitió formalmente un decreto por el que cualquier acción de Lúculo quedaba fuera de la ley, y luego lo desterró de Asia. Pompeyo volvió a reclutar a los fimbrianos; aunque eran libres de volver por fin a casa, después de todo los fimbrianos no podían enfrentarse a una importante confusión como aquélla. El hecho de servir en las legiones de Pompeyo el Grande era algo que les sonaba bien.

Desterrado en circunstancias terriblemente humillantes, Lúculo volvió a Roma de inmediato y se sentó en el Campo de Marte para aguardar el triunfo que estaba seguro que le concedería el Senado. Pero su sobrino Cayo Memmio, tribuno de la plebe, le dijo a la Cámara que si intentaba concederle a Lúculo un triunfo, se las arreglaría para que se aprobasen en la Asamblea Plebeya las leyes oportunas para negarle a Lúculo cualquier triunfo; el Senado, dijo Memmio, no tenía derecho constitucional para conceder tales beneficios. Catulo, Hortensio y el resto de los
boni
lucharon contra Memmio con uñas y dientes, pero no consiguieron reunir el apoyo suficiente para contrarrestarle; la mayor parte del Senado era de la opinión de que su derecho a otorgar triunfos era más importante que Lúculo, así que, ¿por qué preocuparse por Lúculo y empujar a Memmio a sentar un precedente no deseado?

Lúculo se negó a ceder. Cada día que se reunía el Senado él hacía petición de triunfo. Su querido hermano, Varrón Lúculo, también tenía problemas con Memmio, que intentaba condenarle como culpable de desfalcos ocurridos muchos años antes. De todo lo cual podía deducirse sin temor a equivocarse que Pompeyo se había convertido en un enemigo desagradable de los Lúculos… y de los
boni
. Cuando Lúculo y él se habían reunido en Danala, Lúculo le había acusado de entrometerse para quedarse con todo el mérito por una campaña que en realidad había ganado él, Lúculo. Un insulto mortal para Pompeyo. En cuanto a los
boni
, todavía estaban obstinadamente en contra de aquellos mandos especiales para el Gran Hombre.

Cualquiera podía haber esperado que la esposa de Lúculo, Clodilla, fuera a visitar a éste a su lujosa villa en la colina Pincia, cerca del
pomerium
, pero no lo hizo. A los veinticinco años, ahora era toda una mujer de mundo; tenía la fortuna de Lúculo a su disposición y nadie, excepto su hermano mayor, Apio, supervisaba sus actividades. Tenía muchos amantes, por lo que su reputación no era precisamente respetable.

Dos meses después del regreso de Lúculo, Publio Clodio y Fulvia fueron a visitarla, aunque no con la intención de llevar a cabo una reconciliación. En cambio Clodio le explicó a su hermana pequeña —mientras Fulvia escuchaba con avidez— lo que él le había dicho a Lúculo en Nisibis: que Clodia, Clodilla y él habían hecho algo más que limitarse a dormir juntos. A Clodilla le pareció que aquello era una buena broma.

—¿Quieres que él vuelva? —le preguntó Clodio.

—¿Quién, Lúculo? —Los ojos grandes y oscuros de Clodilla se abrieron mucho y lanzaron destellos—. ¡No, no quiero que vuelva! ¡Es un viejo, ya era viejo cuando se casó conmigo hace diez años… y yo tenía que atiborrarle de mosca hispánica para conseguir que se le empinase!

—Entonces, ¿por qué no vas a verle a la colina Pincia y le dices que quieres divorciarte de él? —Clodio puso cara de bueno—. Si te apetece un poco de venganza, podrías confirmarle lo que yo le dije en Nisibis, aunque a lo mejor decide hacer público el asunto, cosa que podría resultar difícil para ti. Estoy dispuesto a aceptar la parte que me toque del ultraje, y Clodia también. Pero si tú no estás dispuesta, los dos lo comprenderemos.

—¿Dispuesta? —chilló Clodilla—. ¡Me encantaría que difundiera la historia! Lo único que tenemos que hacer es negarlo en medio de muchas lágrimas y de protestas de inocencia. La gente no sabrá qué creer. Todo el mundo se da cuenta de cómo están las cosas ahora entre Lúculo y tú. Los que están de su parte creerán la versión de los hechos que de Lúculo. Los que estén de nuestra parte, como nuestro hermano Apio, nos creerán terriblemente injuriados. Y la mayoría no sabrá a qué carta quedarse.

—Sé tú la primera en pedir el divorcio —le recomendó Clodio— Así, aunque él también se divorcie de ti, no podrá despojarte de una buena parte de su riqueza. No tienes dote en la que apoyarte.

—Qué inteligente eres —ronroneó Clodilla. —Siempre podrías volver a casarte —intervino Fulvia.

La morena y hechicera cara de su cuñada se contrajo y se volvió malévola.

—iYo no! —gruñó—. ¡Un marido ya ha sido demasiado! ¡Muchas gracias, pero quiero manejar mi propio destino! Ha sido un gozo tener a Lúculo en el Este, y he ahorrado a escondidas para el futuro una jugosa fortuna a sus expensas. Aunque, desde luego, me resulta atractiva la idea de ser la primera en pedir el divorcio. Apio puede negociar un acuerdo que me de lo suficiente para el resto de mi vida.

Fulvia soltó una risita de júbilo.

—¡Eso sembrará la discordia en Roma!

Y, desde luego, sembró la discordia en Roma. Aunque Clodilla se divorció de Lúculo, éste luego se divorció públicamente de ella haciendo que uno de sus clientes importantes leyera su proclamación desde la tribuna. Los motivos que tenía, dijo, no eran solamente que Clodilla hubiera cometido adulterio con muchos hombres durante su ausencia; también había mantenido relaciones incestuosas con su hermano Publio Clodio y con su hermana Clodia.

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