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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (79 page)

BOOK: Las mujeres de César
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—Yo me he divertido muchísimo, tengo que confesarlo. Sin embargo, nunca lograré nada con Catón ahí voceando a cada momento que interpone el veto.

—Estoy de acuerdo. Te espera un año completamente frustrante. Pero por lo menos cuando te llegue el momento de presentarte a un cargo más elevado, los electores te recordarán con gran cariño. Incluso puede que yo te de mi voto.

Los hermanos Metelo se dirigían al Palatino, pero fueron paseando la corta distancia que los separaba de la
domus publica
por la vía Sacra para acompañar a César.

—¿Debo suponer que vas a volver al frente en Etruria? —le preguntó César a Celer.

—Salgo para allá mañana mismo, al romper el día. Me gustaría pensar que tendré ocasión de pelear contra Catilina, pero nuestro comandante en jefe, Híbrido, quiere que yo mantenga una acción de contención en las fronteras de Picenum. Eso está demasiado lejos como para que Catilina avance hasta allí sin tropezarse antes con algún otro. —Celer le apretó a su hermano la muñeca en un gesto cariñoso—. Ese trozo de la niebla matinal sobre el padre Tíber fue maravilloso, Nepote.

—¿Dices en serio lo de hacer volver a Pompeyo a casa? —le preguntó César.

—En cuanto a la parte práctica no tiene demasiado sentido hacerlo —dijo Nepote hablando en serio—, y estoy dispuesto a confesarte que lo he dicho sobre todo para ver cómo reaccionaba el núcleo irreductible de conservadores. No obstante, si él dejase atrás su ejército y volviera solo a casa podría hacer el viaje en un mes o dos, según lo rápida que le llegase la llamada.

—Para dentro de dos meses incluso Híbrido habrá hecho entrar a Catilina en combate —dijo César.

—Tienes razón, desde luego. Pero después de escuchar hoy a Catón, no estoy seguro de querer pasar un año entero en Roma viendo cómo vetan todo lo que propongo. Tú lo has resumido muy bien al decir que tendré una temporada completamente frustrante.

—Nepote suspiró—. ¡No se puede razonar con Catón! Es imposible convencerlo para que adopte otro punto de vista que no sea el suyo por muy sensato que sea, y nadie es capaz de intimidarle tampoco.

—Dicen que incluso está bien entrenado para el día en que sus colegas tribunos de la plebe se encolericen tanto con él que lo sostengan en el aire sobre el borde del monte Tarpeyo —intervino Celer—. Cuando Catón tenía dos años, Silón, el líder de los marsios, solía sostenerlo en el aire por encima de un montón de rocas afiladas y lo amenazaba con dejarlo caer, pero el pequeño monstruo se limitaba a desafiarlo mientras estaba allí colgado.

—Sí, así es Catón —dijo César sonriendo—. Es una historia cierta, según asegura Servilia. Y ahora, volviendo a tu cargo de tribuno, Nepote. ¿Te interpreto bien? ¿Estás pensando en dimitir? —Más bien en crear un jaleo formidable que obligue al Senado a invocar el
senatus consultum ultimum
en mi contra.

—Machacando con lo de hacer volver a Pompeyo a casa.

—¡0h, no creo yo que eso saque de sus casillas al núcleo de carcas de Catulo, César!

—Exacto.

—No obstante —dijo con aire tímido Nepote—, si yo le propusiera a todo el pueblo un proyecto de ley para quitarse de encima a Híbrido por incompetente y que al mismo tiempo sirviera para traer a casa a nuestro Magnus con el mismo
imperium
y disposiciones que ha tenido en el Este, eso empezaría a hacer temblar los cimientos de esa facción. Y luego, si consiguiera añadir un poco más al proyecto de ley, por ejemplo, que se le permitiera a Magnus conservar su
imperium
y sus ejércitos en Etruria y presentarse para cónsul el año que viene
in absentia
, ¿crees que eso bastaría para causar un revuelo de primera magnitud?

César se echó a reír.

—¡Yo diría que toda Italia se cubriría de nubes!

—Tú tienes fama de abogado meticuloso, pontífice máximo. ¿Estarías dispuesto a ayudarme a elaborar los detalles?

—Quizás.

—Pues tengámoslo en mente sólo por si enero va pasando y nos encontramos con que Híbrido sigue sin poder acabar con el asunto de Catilina. ¡Me gustaría finalizar mi etapa de tribuno de la plebe bajo interdicción!

—Apestarás más que el interior del casco de un legionario, Nepote, pero sólo lo notarán las personas como Catulo y Metelo Escipión.

—Ten en cuenta también, César, que tendrá que ser el pueblo en pleno, lo que significa que yo no puedo convocar la asamblea. Necesitaré por lo menos un pretor para que lo haga.

—Me pregunto en qué pretor estará pensando tu hermano —le preguntó César a Celer.

—Ni idea —dijo Celer con solemnidad.

—Y cuando te veas obligado a huir bajo interdicción, Nepote, te irás al Este a reunirte con Pompeyo Magnus.

—Efectivamente —convino Nepote—. Así no tendrán el valor de hacer valer la interdicción cuando yo vuelva a casa con el mismísimo Pompeyo Magnus.

Los hermanos Metelo se despidieron cariñosamente de César y siguieron su camino, mientras éste los seguía fijamente con la mirada. ¡Excelentes aliados! El problema era, pensó dando un suspiro al tiempo que entraba por la puerta principal, que uno nunca sabía cuándo podían cambiar las cosas. Los aliados de este mes podían resultar ser los enemigos del mes siguiente. Nunca se sabía.

Julia estaba tranquila. Cuando César la mandó llamar, se abalanzó hacia él y lo abrazó.


Tata
, lo comprendo todo, incluso el motivo por el que no has podido verme durante cinco días. ¡Qué inteligente eres! Has puesto a Cicerón en su sitio de una vez para siempre.

—¿Tú crees? Me parece que la mayoría de las personas no saben lo suficientemente bien cuál es su sitio como para encontrarlo cuando alguien como yo los pone en él.

—Oh —dijo Julia dubitativa.

—¿Y lo de Servilia?

La muchacha se le sentó en las rodillas y empezó a darle besos en las arrugas blancas en forma de abanico.

—¿Qué hay que decir de eso,
tata
? Hablando del sitio de cada cual, yo no soy quién para juzgarte a ti, aunque por lo menos sé cuál es mi sitio. Bruto opina igual que yo. Pensamos continuar como si nada hubiera ocurrido. —Julia se encogió de hombros—. En realidad, no ha ocurrido nada.

—¡Qué pajarito tan prudente tengo en mi nido! —César apretó los brazos; la abrazó con tanta fuerza que la muchacha se vio obligada a jadear para poder respirar—. ¡Julia, ningún padre podría haber pedido nunca una hija como tú! ¡Eres una bendición para mí! No te cambiaría ni por Minerva y Venus juntas.

En toda su vida ella no había sido nunca tan feliz como lo era en aquel momento, pero era un pajarito lo bastante prudente como para no llorar. A los hombres les desagradaban las mujeres que lloraban; preferían las mujeres que reían y les hacían reír a ellos. Ser hombre era dificilísimo: toda esa lucha pública, obligados a pelear con uñas y dientes por todo, con enemigos acechando por todas partes. Una mujer que les diera a los hombres de su vida más gozo que angustia nunca carecería de amor, y Julia era consciente de que a ella nunca le faltaría el amor. No en vano era hija de César; había algunas cosas que Aurelia no podía enseñarle, pero Julia las había aprendido por sí misma.

—Entonces, ¿debo entender que nuestro Bruto no me dará un puñetazo en el ojo cuando me vuelva a ver? —preguntó César con la mejilla apoyada en el cabello de su hija.

—¡Claro que no! Si Bruto tuviera peor concepto de ti por ello, también debería tenerlo de su madre.

—Muy cierto.

—¿Has visto a Servilia durante estos últimos cinco días,
tata
?

—No.

Se hizo un pequeño silencio; Julia se removió e hizo acopio de valor para hablar.

—Junia Tercia es hija tuya.

—Eso creo.

—¡Ojalá yo pudiera conocerla! —No es posible, Julia. Ni siquiera yo la conozco.

—Bruto dice que ha sacado el carácter de su madre.

—Si eso es verdad —dijo César al tiempo que bajaba a Julia de las rodillas y se ponía en pie—, será mejor que no la conozcas.

—¿Cómo puedes estar con alguien que te desagrada?

—¿Con Servilia?

—Sí.

César le dedicó a Julia aquella maravillosa sonrisa suya; los ojos se le arrugaron en los extremos exteriores y borraron aquellos abanicos blancos.

—Si supiera eso, pajarito, sería tan buen padre como buena hija eres tú. ¿Quién sabe? Yo no lo sé. A veces creo que ni los dioses lo comprenden. Puede ser que todos nosotros busquemos alguna clase de realización emocional en otra persona, aunque yo creo que nunca la encontramos. Y nuestros cuerpos tienen exigencias que se contradicen con nuestras mentes, sólo para complicar las cosas. En cuanto a Servilia —César se encogió de hombros con ironía—, ella es mi mal.

Y se fue. Julia se quedó de pie muy quieta durante unos instantes, con el corazón rebosante de felicidad. Aquel día ella había cruzado un puente, el puente que existe entre la niña y la mujer adulta. César le había tendido la mano y la había ayudado a cruzarlo hasta el lado en el que se encontraba él. Le había enseñado a ella lo más profundo de su ser, y de algún modo Julia sabía que su padre no lo había hecho con nadie antes; ni siquiera con la madre de Julia. Cuando por fin se movió, se puso a bailar, y todavía continuaba bailando cuando llegó al vestíbulo que había delante de los aposentos de Aurelia.

—jJulia! ¡Bailar es una vulgaridad!

Así era
avia
, pensó Julia. De repente su abuela le inspiró tanta lástima que Julia le rodeó el cuello con ambos brazos y la besó sonoramente en ambas mejillas. Aurelia se puso muy rígida. ¡Pobre
avia
! ¡Cuánto se había perdido en la vida! No era de extrañar que ella y
tata
se peleasen con tanta regularidad.

—Sería más conveniente para mí que vinieras tú a mi casa en el futuro —le dijo Servilia a César mientras entraba decidida en las habitaciones que él tenía en el Vicus Patricii inferior.

—¡No es tu casa, Servilia, es la casa de Silano, y ese pobre infeliz tiene ya bastantes problemas encima, de manera que no voy a obligarle a mirar cómo le invado la casa para copular con su esposa! —respondió César con brusquedad—. Me gustó hacerle eso a Catón, pero no estoy dispuesto a hacérselo a Silano. ¡Para ser una gran dama patricia, Servilia, a veces tienes la misma ética que un mocoso callejero de Subura! —Como gustes —dijo Servilia al tiempo que tomaba asiento.

Para César aquella reacción fue significativa; puede que le desagradase Servilia, pero después de tanto tiempo ahora ya la conocía bien, y el hecho de que ella optase por sentarse completamente vestida en lugar de quedarse de pie para desnudarse le dijo a César que aquella mujer no estaba tan segura del terreno que pisaba como aparentaba, como su actitud sugería. Así que él también se sentó en una silla desde la que podía observarla y en la cual ella podía verlo desde la cabeza hasta los pies. César adoptó una pose grácil y curul, con el pie izquierdo hacia atrás y el derecho extendido, el brazo izquierdo colgando a lo largo del respaldo de la silla, la mano derecha reposando en el regazo, el rostro sereno, pero con el mentón levantado.

—En justicia, debería estrangularte —le dijo César tras una pausa.

—Silano creía que me cortarías en pedazos y me echarías a los lobos.

—¿Ah, sí? Eso es interesante.

—Oh, se puso por completo de tu parte! ¡Hay que ver cómo hacéis piña los hombres unos con otros! ¡En realidad incluso tuvo la temeridad de enfadarse conmigo porque, aunque no comprendo bien por qué, la carta que te escribí le obligó a votar favorablemente sobre la ejecución de los conspiradores! Una tontería como no había oído nunca otra!

—Tú te consideras una experta política, querida, pero la verdad es que eres una ignorante. No puedes observar nunca la política senatorial en acción, y hay una inmensa diferencia entre la política senatorial y la política de los comicios. Supongo que los hombres recorren su vida pública conscientes de que antes o después llevarán puestos un par de cuernos, pero ningún hombre espera lucir los cuernos en el Senado durante un debate crucial —le dijo César con dureza—. ¡Pues claro que le obligaste a votar la ejecución! De haber votado conmigo, toda la Cámara habría dado por supuesto que él era mi alcahuete. Silano no es un hombre que goce de buena salud, pero es orgulloso. ¿Por qué crees que guardó silencio cuando le informaste de lo que había entre nosotros? ¿Una nota leída por medio Senado, y precisamente por la mitad más importante? Desde luego se la frotaste por la nariz, ¿no?

—Veo que tú estás tan de su parte como lo está él de la tuya.

César lanzó un explosivo suspiro y volvió los ojos hacia el techo.

—De la única parte de la que yo estoy, Servilia, es de la mía.

—¡Ya lo creo!

Se hizo el silencio; César lo rompió.

—Nuestros hijos nos aventajan en madurez. Se lo han tomado muy bien y con mucha sensatez.

—¿Ah, sí? —comentó Servilia con indiferencia. —¿No has hablado de ello con Bruto?

—No desde el día en que ocurrió todo y Catón llegó para informar a Bruto de que su madre era una marrana. «Ramera» es la palabra que utilizó, en realidad. —Sonrió pensando en lo ocurrido—. Le hice la cara picadillo, al muy idiota.

—¡Ah, ésa es la respuesta! La próxima vez que vea a Catón debo decirle que le acompaño en el sentimiento. Yo también he probado tus garras.

—Pero sólo en lugares que no se exhiben en público.

—Ya comprendo que debo estar agradecido por esas pequeñas mercedes.

Servilia se inclinó hacia adelante con avidez.

—¿Estaba horrible Catón? ¿Lo he señalado gravemente?

—De una forma espantosa. Parecía que le hubiera atacado una arpía. —César esbozó una sonrisa—. Pensándolo bien, «arpía» es una palabra que te va mejor que «marrana» o «ramera». No obstante, no te felicites a ti misma demasiado. Catón tiene buena piel, así que con el tiempo las marcas desaparecerán.

—A ti tampoco te quedan cicatrices con facilidad.

—Porque Catón y yo tenemos el mismo tipo de piel. La experiencia de la guerra le enseña a un hombre qué es lo que permanecerá y qué es lo que desaparecerá. —Dejó escapar otro suspiro—. ¿Qué voy a hacer contigo, Servilia?

—Quizás hacer esa pregunta sea como ponerte el zapato izquierdo en el pie derecho, César. Puede que la iniciativa me corresponda tomarla a mí, y no a ti.

Aquello provocó que César soltara una risita entre dientes.

—Eso es una tontería —dijo con suavidad.

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