Las mujeres de César (76 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—No, tribuno, no lo estoy —respondió Celer con una sólida convicción.

—¿Por qué?

—¡Porque no puedo estar de acuerdo con nada que impida que un tribuno de la plebe ejerza los derechos que le concede la plebe Romana!

Cuando Celer dijo aquello, los partidarios de César elevaron un clamor de aprobación.

—Entonces,
praetor urbanus
—continuó diciendo Rulo—, ¿eres de la opinión de que el
senatus consultum ultimum
que actualmente está en vigencia no puede prohibir el veto de un tribuno en esta Asamblea esta mañana?

—Sí, ésa es mi opinión —gritó Celer.

Al tiempo que la inquietud de la muchedumbre crecía, Otón se acercó a Rulo y a Metelo Celer.

—¡Es Marco Tulio quien tiene razón! —dijo a gritos—. ¡Marco Cicerón es el abogado más grande de nuestro tiempo!

—¡Marco Cicerón es un cagajón! —dijo alguien a voz en grito.

—¡El dictador Cagajón! —gritó otro—. ¡El dictador Cagajón!

—¡Cicerón es un ca-ga-jo-ón, Cicerón es un ca-ga-jo-ón, dictador Ca-ga-jo-ónl

—¡Orden! ¡Orden!

—¡El orden será restaurado cuando a los tribunos de la plebe se les permita ejercer sus derechos sin interferencias por parte del cónsul
senior
! —chilló Rulo, y se acercó al borde de la tribuna y miró hacia abajo, al foso—. ¡
Quirites
, propongo aquí y ahora que promulguemos una ley para investigar a naturaleza del
senatus consultum ultimum
que nuestro cónsul
senior
ha utilizado con efectos tan enérgicos durante los últimos días! ¡Han muerto varios hombres a causa del mismo! ¡Ahora se nos dice que a los tribunos de la plebe no se nos permite ejercer el veto a causa de ese decreto! ¡Ahora se nos dice que los tribunos de la plebe somos una vez más los ceros a la izquierda que éramos bajo la constitución de Sila! ¿Será la debacle de hoy el preludio de otro Sila en la persona de este charlatán defensor de ese
senatus consultum ultimum
? ¡Lo esgrime como si fuera una varita mágica! ¡Plaf! ¡Y los inconvenientes se desvanecen en el aire! Impone un
senatus consultum ultimum
; encadena y amordaza a los hombres a los que no ha dado muerte; acaba con los derechos de los romanos para reunirse con los miembros de su tribu para promulgar leyes o vetarlas. ¡Y prohíbe por entero el proceso judicial! ¡Cinco hombres han muerto sin juicio, a otro hombre se le está juzgando en este momento en el Campo de Marte, y nuestro dictador Cagajón el cónsul
senior
está utilizando su putrefacto
senatus consultum ultimum
para trastornar la justicia y convertirnos a todos en esclavos! ¡Nosotros gobernamos el mundo, pero el dictador Cagajón quiere gobernarnos a nosotros! ¡Tengo derecho a ejercer el veto que me fue concedido por un verdadero congreso de hombres romanos, pero el dictador Cagajón dice que no puedo hacerlo! —De repente se dio la vuelta hacia Cicerón con violencia—. ¿Cuál será tu próxima jugada, dictador Cagajón? ¿Vas a mandarme al Tullianum para que me aplasten el cuello hasta hacérmelo papilla sin un juicio? ¡Sin un juicio, sin un juicio, sin un juicio, SIN UN JUICIO!

Alguien en los Comicios cogió el estribillo y, ante los aterrados ojos de Cicerón, incluso la facción de Catulo se unió al coro:

—Sin un juicio! ¡Sin un juicio! ¡Sin un juicio! —repetían una y otra vez.

Pero no hubo violencia. Como poseían un temperamento volátil, Cayo Pisón y Ahenobarbo en justicia ya debían haber atacado a alguien, pero en lugar de eso estaban allí de pie, pasmados. Quinto Lutacio Catulo los miraba a ellos y a Bíbulo presa de un horror enfermizo, pues al fin comprendía el verdadero alcance de la oposición a la ejecución de los conspiradores. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, levantó la mano derecha hacia Cicerón, que se encontraba sobre la tribuna, y de esta manera le dio una orden muda para que cejase, para que se echase atrás inmediatamente.

Cicerón avanzó hacia adelante con tanta rapidez que estuvo a punto de tropezarse; llevaba las manos extendidas con las palmas hacia afuera para implorar calma y silencio. Cuando el ruido se hubo acallado lo suficiente como para hacerse oír, se humedeció visiblemente los labios con la lengua y tragó saliva.

—¡
Praetor urbanus
—gritó—, acepto tu posición superior como intérprete de la ley! ¡Que se adopte tu opinión! ¡El
senatus consultum ultimum
no alcanza al derecho al veto de los tribunos en un asunto que no tiene que ver con la revuelta de Etruria ni con la conspiración en Roma!

Aunque por mucho que viviera nunca dejaría de pelear, en aquel momento Cicerón sabía que había perdido.

Aturdido y entumecido, aceptó la propuesta de Rulo, al que César había dado instrucciones, para que expusiera lo que tenía que decir, sin ver con claridad por qué le dejaban en paz con tanta ligereza una vez que había cedido. Rulo incluso accedió a prescindir de las discusiones preliminares y del período de diecisiete días de espera estipulado por la
lex Caecilia Didia
. Pero, ¿es que no veían aquellos idiotas de la multitud que si el
senatus
consultum ultimum
no podía prohibir el veto de los tribunos tampoco podía prescindir de
contiones
ni del período de espera que exigía la ley Didia? Oh, sí, desde luego la mano de César se veía en todo aquello. ¿Por qué, si no, iba César a ser juez en la apelación de Rabirio? Pero, ¿qué sería exactamente lo que pretendía César?

—No todo el mundo está en tu contra —dijo Ático mientras subían el Alta Semita hacia la magnífica casa de Ático, justo en lo alto de las cumbres del Quirinal.

—Pero hay demasiados que sí lo están —repuso Cicerón con tristeza—. ¡Oh, Tito, teníamos que deshacernos de esos desgraciados conspiradores!

—Ya lo sé. —Ático se detuvo en un lugar donde una gran extensión de terreno vacío permitía una maravillosa vista del Campo de Marte, la sinuosa curva del Tíber, la llanura Vaticana y la colina que se encontraba detrás—. Si el juicio de Rabirio aún continúa, lo veremos desde aquí.

Pero el espacio cubierto de hierba adyacente a los
saepta
estaba completamente desierto; cualquiera que fuese el destino de Rabirio, ya estaba decidido.

—¿A quién mandaste para que oyera a los dos Césares? —le preguntó Ático.

—A Tirón, disfrazado con una toga.

—Algo arriesgado para Tirón.

—Sí, pero puedo fiarme de él para que me haga un informe exacto, y no puedo decir lo mismo de nadie más que de ti y de él. Y a ti te necesitaba en la Asamblea Popular. —Cicerón emitió un gruñido que tanto podía ser de risa como de pena—. ¡La Asamblea Popular! Vaya parodia.

—Tienes que admitir que César es inteligente.

—¡Ya lo hago! Pero, ¿por qué lo dices ahora, Tito?

—Por la condición que ha puesto de que el castigo de las Centurias se cambie de la pena de muerte al exilio y a una multa. Ahora que no tienen que ver a Rabirio azotado y decapitado, creo que cuando las Centurias voten lo declararán culpable.

Ahora le tocó a Cicerón el turno de detenerse.

—¡Eso no lo harán nunca!

—Lo harán. ¡Un juicio, Marco, es un juicio! Los hombres de fuera del Senado no poseen una auténtica visión política de los acontecimientos, consideran la política en cuanto que afecta a sus propios pellejos. Así que no tienen ni idea de lo peligroso que habría sido para Roma mantener vivos a esos hombres y someterlos a un juicio en el Foro a plena luz del día. Lo único que ven es cómo sus propios pellejos están amenazados cuando se ejecuta a los ciudadanos, ¡incluso a los que se confiesan a sí mismos traidores!, sin el beneficio de un juicio y una apelación.

—¡Mis acciones han salvado a Roma! ¡He salvado a mi patria!

—Y hay muchísimos que están de acuerdo contigo, Marco, créeme. Espera a que los ánimos se calmen y verás. En este momento los sentimientos están atizados por algunos auténticos expertos, desde César hasta Publio Clodio.

—¿Publio Clodio?

—Oh, sí. Ya lo creo que sí, y mucho. Está haciéndose con muchos seguidores, ¿no lo sabías? Desde luego, se ha especializado en atraerse a los humildes, pero también tiene una considerable influencia entre los negociantes más pequeños. Los recibe en casa y les proporciona muchas ventas; por ejemplo, les compra regalos para los humildes —dijo Ático.

—¡Pero si ni siquiera está en el Senado todavía!

—Lo estará dentro de doce meses.

—El dinero de Fulvia debe serle de gran ayuda.

—En efecto.

—¿Cómo sabes tú tanto de Publio Clodio? ¿Por tu amistad con Clodia? ¿Y por qué eres amigo de Clodia?

—Clodia es una de esas mujeres a las que me gusta llamar vírgenes profesionales —dijo Ático deliberadamente—. Jadean, palpitan y les hacen mohínes a todo hombre que se encuentran, pero cuando un hombre intenta atacar su virtud, salen corriendo y chillando, normalmente hacia un marido que está loco por ellas. Así que prefieren relacionarse íntimamente con hombres que no constituyan un peligro para su virtud: con homosexuales como yo.

Cicerón tragó saliva e intentó en vano no ruborizarse, sin saber adónde mirar. Aquélla era la primera vez que le oía a Ático pronunciar esa palabra, y mucho menos aplicada a él mismo.

—No te sientas apurado, Marco —le dijo Ático al tiempo que soltaba una carcajada—. Hoy no es un día corriente, eso es todo. Olvida que lo he dicho.

Terencia no se anduvo con remilgos, pero las palabras que empleó fueron todas de una variedad que sólo le estaba permitida a las mujeres de su categoría.

—Tú has salvado a tu patria —dijo con voz dura al acabar de hablar.

—No hasta que Catilina sea derrotado en el campo de batalla.

—¿Cómo puedes pensar que no será así?

—¡Bueno, mis ejércitos no dan la impresión de estar haciendo gran cosa de momento! La gota es lo único que Híbrido sigue teniendo en la cabeza, Rex ha encontrado un cómodo alojamiento en Umbría, sólo los dioses saben lo que puede estar haciendo Metelo Crético en Apulia, y Metelo Celer está dedicado con todas sus fuerzas a atizar el fuego de César aquí, en Roma.

—Todo habrá terminado antes de año nuevo, espera y lo verás.

Lo que más deseaba hacer Cicerón era apoyar la cabeza en el muy agradable pecho de su esposa y llorar hasta que le escocieran los ojos, pero eso, a su entender, no le estaba permitido. Así que procuró sujetar el labio que le temblaba y respiró larga y profundamente, incapaz de mirar a Terencia por miedo a que ésta hiciera algún comentario sobre las lágrimas que hacían que a Cicerón le brillasen los ojos.

—¿Te ha informado Tirón? —le preguntó ella.

—Oh, sí. Los dos Césares han pronunciado una sentencia de muerte sobre Rabirio después de la más lamentable exhibición de fanatismo de toda la historia de Roma. A Labieno se le permitió ponerse agresivo; incluso llevó actores que tenían puestas máscaras de Saturnino y de su tío Quinto, que salieron bien parados después del juicio, como vestales en lugar de como los traidores que fueron. ¡E hizo que los hijos de Quinto, ambos de más de cuarenta años, salieran allí llorando como niños pequeños porque Cayo Rabirio les había dejado sin su
tata
! El público aullaba de compasión y les arrojaba flores. No resulta nada sorprendente, fue una actuación muy brillante. Los dos Césares se sabían la jerga al dedillo:

»¡Ve, lictor, átale las manos! ¡Ve, lictor, átalo a la estaca y azótalo! ¡Ve, lictor, amárralo a un árbol seco!» ¡Puaf!

—Pero Rabirio apeló, ¿no?

—Desde luego.

—Y mañana se celebrará la apelación en las Centurias. Según Glaucia, he oído, pero se limitará a una vista solamente por falta de testigos y de pruebas. —Terencia emitió un bufido—. ¡Si eso por sí mismo no consigue decirle al jurado en qué gran montón de tonterías consiste toda la acusación en sí, entonces desespero de la inteligencia romana!

—Yo ya desesperé de eso hace tiempo —dijo Cicerón con ironía. Se puso en pie, se sentía muy viejo—. Si me excusas, querida mía, preferiría no comer. No tengo hambre. Se acerca la puesta del sol, así que será mejor que vaya a ver a Cayo Rabirio. Yo me encargaré de su defensa.

—¿Con Hortensio?

—Y con Lucio Cotta, espero. Él constituye un útil primer ayudante, y además trabaja especialmente bien en compañía de Hortensio.

—Tú hablarás el último, naturalmente.

—Naturalmente. Una hora y media sería suficiente, si Lucio Cotta y Hortensio acceden a hablar menos de una hora cada uno.

Pero cuando Cicerón vio al hombre condenado en su lujosa residencia, parecida a una fortaleza, situada en las Carinae, descubrió que Cayo Rabirio tenía en la cabeza otras ideas para su defensa.

El día había agotado al viejo; temblaba y parpadeaba, legañoso, mientras instalaba a Cicerón en un cómodo sillón en su enorme y deslumbrante atrio. El cónsul
senior
miraba a su alrededor como un paleto rústico el primer día de su estancia en Roma, preguntándose si él podría permitirse adoptar aquella clase de decoración en su nueva casa cuando encontrase el dinero suficiente para comprarse una; la habitación pedía a gritos que la copiasen en la residencia de un consular, aunque quizá no con tanta ostentación. El techo estaba cubierto de estrellas doradas tachonadas de brillantes piedras preciosas, las paredes estaban forradas de paneles de oro auténtico, las columnas también estaban cubiertas de paneles de oro, e incluso el alargado y poco profundo
impluvium
estaba alicatado con baldosas cuadradas de oro.

—Te gusta mi atrio, ¿eh? —le preguntó Cayo Rabirio con cara de lagarto.

—Muchísimo —dijo Cicerón.

—Lástima que yo no reciba huéspedes, ¿eh?

—Una gran lástima. Aunque comprendo por qué vives en una fortaleza.

—Recibir huéspedes es un delpilfarro de dinero. Yo pongo mi fortuna en las paredes, que es más seguro que ponerla en un banco viviendo como vivo en una fortaleza.

—¿Y no intentan los esclavos pelar las paredes?

—Sólo si les apetece ser crucificados.

—Sí, supongo que eso les hace desistir.

El viejo apretó ambas manos alrededor de la cabeza de león que remataba ambos brazos dorados del sillón dorado que ocupaba.

—Me encanta el oro —dijo—. Tiene un color muy bonito.

—Sí, en efecto.

—Así que quieres dirigir mi defensa, ¿eh?

—Sí.

—¿Y cuánto vas a cobrarme por eso? Cicerón tuvo en la punta de la lengua decir que una lámina de oro de diez por diez iría divinamente, gracias, pero en lugar de eso sonrió y dijo:

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