Las mujeres de César (83 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—¡Bien, éste es un buen comienzo de año! —dijo César mientras caminaba hacia el centro del templo lleno de luz, al tiempo que se arreglaba cuidadosamente los pliegues de la toga.

—¡Es un desgraciado comienzo de año! —dijo bruscamente Silano, cuya sangre le corría tan velozmente por las venas que le hacía desaparecer el dolor del vientre—. ¡Lictor, te ordeno que sofoques los suburbios!

—¡Oh, bobadas! —dijo César con hastío—. Ya tengo aquí la milicia, los mandé formar cuando vi algunas de esas caras entre la multitud. El problema no adquirirá grandes dimensiones ahora que nosotros ya no estamos en la tribuna.

—¡Esto es obra tuya, César! —gruñó Bíbulo.

—Oírte hablar, Pulga, siempre es obra mía.

—¿Queréis mantener el orden, por favor? —voceó Silano—. ¡He convocado al Senado a sesión y quiero orden!

—¿Y no crees que sería mejor que invocases el
senatus consultum ultimum
? —le preguntó Nepote mirando hacia abajo y viendo que todavía tenía el rollo en la mano—. Mejor aún, en cuanto amaine el alboroto ahí afuera, déjame terminar mi asunto ante el pueblo.

—¡Silencio! —dijo Silano intentando atronar con la voz; pero más que un rugido le salió un balido—. ¡El
senatus consultum ultimum
me concede poder, como cónsul que ostenta las
fasces
, para tomar todas las medidas que estime necesarias para proteger a la Res Publica de Roma! —Tragó saliva, y de pronto sintió que necesitaba sentarse. Pero la silla estaba tirada en la plataforma allí abajo, y tuvo que enviar a un sirviente a buscarla. Cuando alguien la desplegó y la puso en el suelo para que se sentase, se derrumbó en ella, gris y sudoroso—. ¡Padres conscriptos, yo le pondré fin a este espantoso asunto de inmediato! —luego añadió—: Marco Calpurnio Bíbulo, tienes la palabra. Ten la amabilidad de explicar ese comentario que le has hecho a Cayo Julio César.

—No tengo que explicar nada, Décimo Silano, es algo que resulta evidente —le dijo Bíbu]o señalando una hinchazón que se le iba poniendo oscura en la mejilla izquierda—. ¡Acuso a Cayo César y a Quinto Metelo Nepote de violencia pública! ¿Quién más tiene algo que ganar si se producen disturbios en el Foro? ¿Quién más querría ver cómo se produce el caos? ¿A los fines de quién sirve todo esto más que a los fines de ellos?

—¡Bíbulo tiene razón! —gritó Catón, tan eufórico por aquella breve crisis que por una vez se olvidó del protocolo de los nombres—. ¿Quién más tendría algo que ganar? ¿Quién más necesita que corra la sangre en el Foro? ¡Se trata de volver a los viejos y buenos tiempos de Cayo Graco, de Livio Druso, de ese asqueroso demagogo de Saturnino! ¡Los dos sois secuaces de Pompeyo!

Gruñidos y ruidos se oyeron por todas partes, porque no había nadie entre los ciento y pico senadores que se hallaban dentro del templo que hubiera votado con César durante aquel fatídico del quinto día de diciembre, cuando cinco hombres fueron condenados a muerte sin un juicio.

—Ni el tribuno de la plebe Nepote ni yo como pretor urbano tenemos nada que ganar con la violencia —dijo César—, y tampoco tenían nada que ganar aquellos de entre los que tiraron las piedras que nosotros conozcamos. —Miró con desprecio a Marco Bíbulo—. De haber transcurrido la asamblea pacíficamente, Pulga, el resultado habría sido una resonante victoria para Nepote. ¿Crees sinceramente que los votantes serios que han venido hoy aquí querrían a un imbécil como Híbrido a cargo de las legiones si se les ofreciera poner en su lugar a Pompeyo Magnus? La violencia empezó cuando Catón y Termo interpusieron el veto, no antes. ¡Utilizar el poder del veto tribunicio para impedir que el pueblo debata leyes en
contio
o para impedirle que emita su voto es una absoluta violación de todo aquello que Roma representa! ¡Yo no le echo la culpa al pueblo por empezar a apedrearnos! ¡Hace meses que no se le reconocen sus derechos en absoluto!

—¡Hablando de derechos, todo tribuno de la plebe tiene derecho a ejercer su veto según su criterio! —bramó Catón.

—¡Vaya tonto estás hecho, Catón! —le gritó César—. ¿Por qué crees que Sila les quitó el veto a los que son como tú? ¡Porque el veto nunca estuvo pensado para servir a los intereses de unos cuantos hombres que controlan el Senado! ¡Cada vez que tú ladras un veto, insultas la inteligencia de todos esos miles de personas que están ahí afuera, en el Foro, a quienes tú intentas hacerles trampa impidiéndoles que escuchen, con toda tranquilidad, aquellas leyes que se les presentan, con toda tranquilidad, y luego que voten, con toda tranquilidad, en un sentido o en otro!

—¿Tranquilidad? ¡No fue mi veto lo que alteró la tranquilidad, César, fueron tus matones!

—¡Yo nunca me ensuciaría las manos con semejante chusma! —¡No tenías necesidad de hacerlo! Lo único que tuviste que hacer fue dar las órdenes.

—Catón, el pueblo es el soberano —le dijo César haciendo un gran esfuerzo por seguir mostrándose paciente—, no el núcleo irreductible del Senado y unos cuantos tribunos que actúan como portavoces suyos. Tú no sirves a los intereses del pueblo, tú sirves a los intereses de un puñado de senadores que creen que son los amos y que gobiernan un imperio de millones. ¡Tú despojas al pueblo de sus derechos y a esta ciudad de su
dignitas
! ¡Tú me avergüenzas, Catón! ¡Tú avergüenzas a Roma! ¡Tú avergüenzas al pueblo! Incluso avergüenzas a tus amos los
boni
, que se valen de tu ingenuidad y se mofan de tu linaje a tus espaldas! ¿Y tú me llamas a mí secuaz de Pompeyo Magnus? ¡Pues no lo soy! ¡Pero tú, Catón, no eres ni más ni menos que un secuaz de los
boni
!

—¡César tú eres un cáncer en el colectivo de hombres romanos!

—dijo Catón mientras avanzaba a grandes zancadas para detenerse con la cara tan sólo a unas pulgadas de la de César—. ¡Tú eres todo lo que detesto! —Se dio la vuelta hacia el atónito grupo de senadores y les tendió las manos, mientras los arañazos del rostro le conferían, a aquella luz filtrada, el salvajismo de un gato feroz—. ¡Padres conscriptos, este César nos arruinará a todos! ¡Destruirá la República, lo noto en mis huesos! ¡No le escuchéis cuando parlotea acerca del pueblo y de los derechos del pueblo! ¡Escuchadme a mí en su lugar! ¡Sacadlos a él y a su efebo Nepote fuera de Roma, prohibid que se les de el fuego y el agua dentro de los límites de Italia! ¡Yo haré que a César y a Nepote se les acuse del crimen de violencia, haré que sean declarados fuera de la ley!

—¡Escucharte, Catón —dijo Metelo Nepote—, sólo me recuerda que cualquier violencia en el Foro es mejor que permitir que corras a tus anchas y vetes toda reunión, toda propuesta, incluso cualquier palabra! —Y por segunda vez en un mes alguien cogió a Catón con la guardia baja para hacerle cosas en la cara. Metelo Nepote simplemente se acercó a él, puso en su mano hasta la última onza de su persona y abofeteó a Catón con tanta fuerza que los arañazos de Servilia se abrieron y volvieron a sangrar—. ¡No me importa lo que me hagas con ese precioso
senatus consultum ultimum
tuyo de poca monta! —le gritó Nepote a Silano—. ¡Vale la pena morir en el Tullianum sabiendo que le he pegado a Catón!

—¡Vete de Roma, vete con tu amo Pompeyo! —jadeó Silano, impotente para controlar la reunión, para controlar sus propios sentimientos, y para controlar el dolor.

—¡Oh, así pienso hacerlo! —dijo Nepote con desprecio; giró sobre sus talones y salió—. ¡Volveréis a verme! —dijo a voces mientras bajaba ruidosamente la escalera—. ¡Volveré con mi cuñado Pompeyo a mi lado! ¿Quién sabe? ¡Puede que para entonces Catilina esté gobernando Roma y hayáis muerto todos, que es lo que os merecéis, ovejas con el culo lleno de mierda!

Incluso Catón guardó silencio, otra de las togas de su escaso guardarropa estaba empapándose de sangre y echándose a perder sin remedio.

—¿Me necesitas para algo más, cónsul
senior
—le preguntó César a Silano en tono desenfadado—. Parece que los ruidos de la trifulca se están apagando ahí fuera, y aquí no hay nada más que decir, ¿verdad? —Sonrió con frialdad—. Ya se ha dicho demasiado.

—Estás bajo sospecha de incitar a la violencia pública, César —le dijo Silano con voz muy baja—. Mientras el senatus consultum ultimum siga en vigencia, se te prohíbe ejercer en todas las reuniones y en todos los asuntos propios de magistrado. —Miró a Bíbulo—. Te sugiero, Marco Bíbulo, que empieces a preparar el caso para procesar a este hombre de vi hoy mismo.

Lo cual provocó la risa de César.

—¡Silano, Silano, a ver si haces bien las cosas! ¿Cómo va a procesarme esta pulga en su propio tribunal? Tendrá que buscarse a Catón para que le haga el trabajo sucio. ¿Y sabes una cosa, Catón? —le preguntó César suavemente mirando aquellos furiosos ojos grises que le miraban enojadísimos entre los pliegues de la toga—. No tienes la menor oportunidad de ganar el caso. ¡Yo tengo más inteligencia en mi ariete que tú en tu ciudadela! —Se separó la túnica del pecho y agachó la cabeza para hablar por el hueco que había quedado—. ¿No es cierto, ariete? —Dirigió una dulce sonrisa a los refugiados allí reunidos, y luego añadió—: Dice que sí, padres conscriptos. Que tengáis un buen día.

—¡Ésa ha sido una actuación asombrosa, César! —dijo Publio Clodio, que había estado escuchando a escondidas justo fuera del templo—. No tenía ni idea de que pudieras enfadarte tanto.

—Espera hasta que entres en el Senado el año que viene, Clodio, y verás muchas más cosas. Entre Catón y Bíbulo puede que yo nunca vuelva a ser capaz de dominar el genio en la vida. —Se detuvo en la plataforma, en medio de los escombros de las sillas de marfil rotas, y se quedó contemplando el Foro, casi desierto—. Veo que todos los sinvergüenzas se han ido a casa.

—Una vez que la milicia entró en escena perdieron la mayor parte del entusiasmo. —Clodio bajó delante de César por los escalones laterales que quedaban debajo de la estatua ecuestre de Cástor—. Sí que he averiguado una cosa, César. Los había contratado Bíbulo. Ése actúa también como un aficionado del montón incluso para cosas como ésa.

—La noticia no me sorprende.

—Tenía planeado comprometeros a Nepote y a ti. Tendrás que comparecer ante el tribunal de Bíbulo por incitar a la violencia pública, ya lo verás —le dijo Clodio mientras saludaba con la mano a Marco Antonio y a Fulvia, que estaban sentados juntos en la grada de más abajo del plinto de Cayo Mario, Fulvia estaba muy ocupada enjugándole los nudillos de la mano derecha a Marco Antonio con el pañuelo.

—¡0h! ¿No ha sido estupendo? —preguntó Antonio con un ojo tan hinchado que no veía por él.

—¡No, Antonio, no ha sido estupendo! —le contestó César en tono agrio.

—Bíbulo piensa hacer procesar a César bajo la
lex Plautia de vi
: su propio tribunal, nada menos —dijo Clodio—. César y Nepote cargaron con la culpa. —Sonrió —. No es ninguna sorpresa, en realidad, siendo Silano el cónsul que tiene las
fasces
. Me imagino que no eres muy popular en ese barrio, si tenemos en cuenta que… —Y se puso a tararear una conocida cancioncilla acerca de un marido ofendido y con el corazón destrozado.

—¡Oh, venid a casa conmigo, todo el grupo! —dijo César riendo entre dientes al tiempo que le daba un cachete en los nudillos a Antonio y otro en la mano a Fulvia—. No podéis estar aquí sentados como ladrones barriobajeros hasta que la milicia os detenga, y en cualquier momento esos héroes que siguen deambulando por el interior del templo de Cástor van a asomar la nariz para olfatear el aire. Ya me han acusado de confraternizar con rufianes, pero si me ven con vosotros me mandarán hacer el equipaje para el destierro inmediatamente. Y como no soy cuñado de Pompeyo, tendré que ir a unirme a Catilina.

Y, desde luego, durante el breve trayecto hasta la residencia del pontífice máximo —sólo cuestión de momentos— el equilibrio de César se recuperó. Cuando hubo acompañado a sus disolutos invitados a una parte de la
domus publica
que Fulvia no conocía ni mucho menos tan bien como conocía las habitaciones de Pompeya, ya estaba listo para enfrentarse al desastre y para echarle por tierra todos los planes a Bíbulo.

Al día siguiente al amanecer el nuevo
praetor urbanus
se instaló en su tribunal, con sus seis lictores —que ya lo consideraban como el mejor y el más generoso de los magistrados— de pie a un lado con las
fasces
plantadas en el suelo como lanzas, la mesa y la silla curul de César dispuestas a su gusto, y un pequeño grupo de escribas y mensajeros esperando órdenes. Puesto que el pretor urbano se ocupaba de los preliminares de todo litigio civil, y también de solicitudes de procesamientos por acusaciones criminales, varios litigantes potenciales y abogados se habían apiñado ya en torno al tribunal; en el momento en que César indicó que abría la jornada, una docena de personas arremetieron hacia adelante para pelearse por ser los primeros en ser atendidos, pues Roma no era un lugar donde la gente hiciera cola de un modo ordenado y se contentasen con aguardar su turno. Y César tampoco intentó poner orden en aquel insistente clamor. Eligió la voz que más gritaba, le hizo señas para que se acercase y se preparó para escuchar.

Antes de que pudieran pronunciarse más que unas cuantas palabras, los lictores consulares aparecieron con las
fasces
, pero sin el cónsul.

—Cayo Julio César —dijo el jefe de los lictores de Silano mientras sus once compañeros empujaban a la pequeña multitud para que se alejasen del tribunal—, se te ha prohibido ejercer bajo el
senatus consultum ultimum
que sigue vigente. Por favor, desiste en este momento de todos los asuntos pretorianos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el abogado que había estado a punto de exponer su caso ante César: no era un abogado prominente, sino simplemente uno de los cientos que pululaban por el Foro en busca de asuntos—. ¡Yo necesito al pretor urbano!

—El cónsul
senior
ha designado a Quinto Tulio Cicerón para que asuma los deberes de pretor urbano —dijo el lictor, al que no le había gustado aquella interrupción. —

—iPero yo no quiero a Quinto Cicerón, quiero a Cayo César! El es el pretor urbano, y no pierde el tiempo ni vacila sin saber cómo actuar, como suelen hacer la mayoría de los pretores de Roma! ¡Quiero que mi caso se resuelva esta mañana, no el mes que viene o el año que viene!

El apiñamiento en torno al tribunal iba creciendo ahora a pasos agigantados, pues a los asiduos del Foro les había atraído la súbita presencia de tantos lictores y de aquel enojado individuo que protestaba.

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