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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

Las once mil vergas (11 page)

BOOK: Las once mil vergas
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La alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de gozo. Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.

El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: “Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro”.

Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el príncipe entró en la tienda con su condenado.

Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro, excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.

En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.

Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés, socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos de leche —pues era una buena ama de cría— abombaban el camisón.

Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.

A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El príncipe tomó un seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.

El tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga, aplicaba rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba sus goces. Golpeaba como un poseído, rayando ese culo sublime, marcando sin ningún respeto los bellos hombros blancos y carnosos, dejando surcos en la espalda. Mony, que ya había trabajado mucho, tardó en llegar al éxtasis y la muda, excitada por la verga, gozó una quincena de veces, mientras él lo hacía una vez.

Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.

El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavía por estremecimientos voluptuosos.

Pero el príncipe le insultó, había encendido un cigarrillo y quemó en diversos lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos signos que ella comprendió de maravilla.

Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.

Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y el miembro del príncipe.

Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.

Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.

El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.

Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.

La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.

La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado inmediatamente.

Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.

Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.

Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.

—Madre sin entrañas —dijo a la muda— su hija quiere mamar, ¿no lo ve?

El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.

—En cuanto a usted —dijo Mony al danés—, tenga cuidado, ha violado a su hija delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.

El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija. Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.

Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.

Durante todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea. Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.

La tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos rusos que deliraban.

Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.

Era una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.

Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño, asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que brotaba a veces de sus ojos verdes.

De vez en cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios imperdonables parecía obscurecer su rostro. Se diría que la inocencia de esta mujer tenía intermitencias criminales.

Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenían más de lo necesario en las heridas.

Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto.

La enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.

De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.

Se ruborizó, pero él la tranquilizó:

—Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no rehuséis mis besos.

En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.

Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara plenamente del espectáculo de su culo.

El le introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas, mientras que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el clítoris. La enfermera gozaba silenciosamente, crispando sus manos en la herida del moribundo, que gemía horriblemente. Expiró en el momento en que Mony descargaba. La enfermera le desalojó inmediatamente y, bajando los pantalones al muerto cuyo miembro estaba duro como el hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre silenciosamente y con el rostro más angelical que nunca.

Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la enculó como un poseso.

Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus senos.

—¡Desgraciada! —exclamó Mony—, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?

—Soy —dijo— la hija de Juan Morneski, el príncipe revolucionario que el infame Gurko envió a morir a Tobolsk.

Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.

Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia durante un pogrom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había comunicado sus intenciones antes de su marcha.

Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.

Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Temerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas ovejitas.

Mony no dejó de estremecerse al oír la declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a Alejandro Obrenovitch.

Ella le escuchó con admiración.

—Ojalá pueda ver un día —exclamó— al Zar defenestrado.

Mony, que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y manifestó su acatamiento a la legítima autocracia: “Os admiro —dijo a la polaca— pero si fuera el Zar, destruiría en bloque a todos los polacos. Esos borrachínes ineptos no paran de fabricar bombas y hacen inhabitable el planeta. Incluso en París, esos sádicos personajes, que aparecen tanto en la Audiencia como en la
Salpétriére
, turban la existencia de los pacíficos ciudadanos.

—Es cierto —dijo la polaca— que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.

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