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Authors: Betina González

Tags: #Drama

Las poseídas (13 page)

BOOK: Las poseídas
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La abuela Fontes me vio luchar con sus muebles sin decir nada. Había un brillo paciente en sus ojos; esa paciencia que señala a las personas que saben dejar pasar los preliminares para que el placer del final sea absoluto.

—Vos debés ser Cruz. Felisa me dijo que por ahí venías. Está indispuesta, ¿sabés?

Que usara una palabra tan protocolar y a la vez tan vulgar me tranquilizó. Además de su acento indefinible, de eses arrastradas, que hacía pensar en alguna provincia de fronteras.

—¿Está acostada?

—¿Acostada? Ojalá. Yo creo que hace días que no duerme. Quién sabe qué habrá tomado esta vez. La oigo caminar por la pieza todo el tiempo. Pero pronto va a llegar mi yerno y se va a encargar de todo esto. Yo ya no estoy para criar chicas rebeldes. Con las mías ya cumplí mi cuota.

—¿La puedo ver?

—Si te animás… No creo que ella quiera. Mirá. —Se corrió un poco la trenza hasta descubrirse la oreja izquierda: en donde se unía a su cara había un moretón—. Esto fue antes de ayer. Me dio con el puño cerrado. Celia era igual. Yo creo que esas cosas van y vienen en los genes, ¿viste? Debe ser inevitable. Aparecen y desaparecen en las generaciones de la familia cuando menos te lo esperás.

—¿Celia?

—Mi otra hija. Se murió muy joven, la pobre. Un día se nos escapó y, chau, apareció ahogada en la pileta de un vecino. Las cosas que no hicimos para ayudarla. Pero ella se metía en todos los líos que podía, desde chica. Al principio eran nada más que travesuras, después cosas mucho más serias. Me acuerdo que ya de chica le rompió la nariz a un compañero del jardín. Otra vez la agarramos con el perro de un vecino, le había clavado las orejas al piso. Los psicólogos no sirvieron nunca para nada con ella, igual que con Felisa. Vera, en cambio, siempre fue un ángel. Yo nunca entendía cómo las dos podían ser tan distintas.

No sé si fue el olor a la fruta, el moretón en la piel de esa mujer o lo que acababa de decir pero sentí que finalmente me hundía. No en la blancura del sillón o en el aire pesado de esa casa: me hundía hacia mí misma.

El asco a mí siempre me daba en la piel. Era como una urticaria que me había entrenado para mantenerme alejada de la gente, especialmente de los adultos o de lo que lo demás llamaban simplemente «familia». ¿En qué momento López se había convencido de que podía pasar ilesa entra esa gente y sus frutas, entre esa gente y su colección de cucharitas de plata, entre esa gente y sus biografías? Creo que esa vez el detonante fueron las naranjas. No podía verlas desde el sillón, pero estaba segura de que ya debían estar llenas de moho. ¿Cómo podía esa mujer sentarse tan cómodamente en su living a oler frutas podridas? Tenía que haber algo premeditado en eso. La vi comprando naranjas, eligiéndolas con cuidado, hundiendo la yema de los dedos en la carne de sus víctimas. Sí, seguramente era una persona con método. Volvía a la casa y las ordenaba en el plato de la cocina. Después se sentaba frente a su obra, esperando, con los codos sobre la mesa y los ojos fijos en la piel de la fruta, que se iba oscureciendo, primero con timidez, después con desesperación mientras ella cada día se inclinaba un poco más sobre el plato, la punta de la nariz hundida en esa acritud que ya era una masa de gases y de pulpa.

Ella seguía hablando. De sus sacrificios. De cuánto se había dedicado a la maternidad. De cómo había luchado por criar bien a sus hijas. Y ahora a su nieta. Supe que nada de lo que ella dijera me iba a servir para acercarme más a Felisa. Ya no la escuchaba. En cambio, no podía dejar de mirarla. Quiero decir: era una mujer que usaba botas de bombero y ostentaba su largo pelo envejecido. Era difícil imaginarla en actividades tan comunes como ir a la verdulería, tender una cama o llevar a su nieta a la plaza a comer algodón de azúcar. El ardor me subió por el pecho hasta la cara. Sentí que me temblaba la mejilla izquierda. Era ella o yo. La única forma de calmar esa picazón hubiera sido arañarme o sacudir a esa mujer, clavarle una de las cucharitas en la garganta. Por suerte, López intervino. Se puso de pie sin avisar y dijo:

—Estoy segura de que a mí sí me va a recibir.

«Recibir», dijo López, como si ver a Felisa fuera cuestión de pedir una audiencia. Mi mano izquierda se cerró hasta hundir las uñas en la palma. La abuela Fontes tragó saliva y tardó en contestar.

—Si vos lo decís. Subí, nomás. Es la primera pieza a la izquierda de las escaleras.

Me sorprendió encontrar la puerta abierta. Imaginaba que estaría cerrada con llave. Todavía creía que Felisa era una víctima, si no de sus espíritus, al menos de su genealogía.

Las paredes de la habitación estaban llenas de pósters. Había una reproducción de la tapa de
Psychoheaven
, músicos en distintos escenarios, seguramente ingleses que yo no conocía, chicos y chicas de labios muy rojos y piel muy blanca confundidos con sus cables y sus instrumentos. Una de las paredes estaba dominada por la cara de un cantante parado frente a un micrófono antiguo que le tapaba la boca. El rímel le chorreaba desde los ojos hasta el mentón creando dos falsas comisuras que resaltaban la ausencia de sus labios. A un costado, reconocí a Ian Curtis sentado sobre el pasto, reducido a la extrañeza de sus anteojos negros, de policía. Sobre la ventana, que estaba cubierta por una cortina de pana azul, había una bailarina clásica descalza, acostada sobre una alfombra roja. La foto mostraba en primer plano sus pies llenos de callos. En la otra pared, Felisa había pegado el póster de
Chelsea Girls
con su chica abierta de piernas. Era la primera vez que yo lo veía. No tenía idea de quién era Warhol o de que en realidad se trataba de una película, pero esa chica con la puerta de su hotel vagina tragándoselo todo me pareció alucinante. Igual que sus brazos en cruz, que construían la pose perfecta para exhibir su cuerpo lleno de huéspedes: la mujer que retorcía un trapo a la altura de los ovarios, dos o tres celebridades saludando desde el estómago y, en el medio, lo que me pareció un corazón deforme, como de arcilla, lleno de venas y protuberancias con dos puños levantados.

No había un solo espacio libre en esas paredes. En comparación, el resto de la habitación era bastante sobrio. Había un estante con unos pocos libros (recuerdo sólo
Aurora Leigh
), una cama chica, un equipo de música, y un escritorio de metal con una silla giratoria como las de las oficinas. El piso era de linóleo gris con manchas azules. Todo el cuarto olía a sahumerios y a porro, un olor que yo recién había aprendido a identificar gracias a los primeros recitales al aire libre que organizaba la ciudad: un olor a picnics contestatarios, a gente que jugaba a empujarse, a escupir y a golpear a sus amigos.

Al abrir la puerta, me di cuenta de que había un disco girando a volumen muy bajo, una música que hacía pensar en una estación de subte, en una campana de plomo, en las horas de la madrugada. Desde un rincón, un velador llenaba las fotos de amarillo. Felisa estaba sentada sobre la cama, la espalda apoyada en la pared, la cabeza a la altura de dos músicos rubios. Estaba mucho más flaca; sus tetas, ya de por sí inexistentes, se perdían en la tela del camisón. Al verme, ni siquiera cambió de posición: estaba concentrada en la consola de uno de esos juegos que enloquecían a las chicas de la primaria. Era un juego de plataforma en el que vos eras un gorila que se tragaba bolsas llenas de monedas. También saltabas para esquivar proyectiles y escupías bolas de fuego. Si ganabas, al final vomitabas todo tu tesoro en una pila, te convertías en un príncipe hipermusculoso y una corte de animales te coronaba en un palacio.

—Voy por el nivel cinco —aclaró Felisa sin levantar la vista de la pantalla y moviendo los dedos a toda velocidad—. Es la primera vez que paso el precipicio.

Su voz sonaba asmática, como si no la hubiera usado en días. Me senté a su lado en la cama. Ella tenía puesto un camisón blanco, de batista casi transparente. Las piernas las tenía envueltas en una frazada. El pelo le tapaba la mitad de la cara pero igual pude ver su ojo izquierdo lleno de venas enrojecidas.

—¿Qué te dijo mi abuela?

—Nada. Que estabas enferma.

—Te contó lo del perro, ¿no? Ésa le encanta. Es una fija.

—Sí. Me habló de tu mamá y de Celia —dije el nombre bajando la voz, sin saber si estaba autorizada a usarlo.

—¿De Celia? ¿Y ella qué sabe? Cree que todo lo que me pasa tiene una explicación «científica». Si la dejás, hasta te habla de platos voladores. No es por la edad, ¿eh? No, si en eso es como Vera, la pinche vieja no envejece nunca. Siempre fue así ella. Mandada a hacer para las mentiras. Pero ya se van a arrepentir, vas a ver. Todos.

El gorila en el visor intentó un salto extremo. Tenía que atravesar una trampa llena de estacas. No lo logró. Cayó de panza y murió empalado. Para mí, parte del atractivo del juego era ver cómo te retorcías mientras del piso surgía una lápida con R.I.P escrito en letras góticas y sonaba la marcha fúnebre en versión de maquinita.

—Te toca a vos.

Felisa me pasó el juego y fue a dar vuelta el disco. Cuando saltó por encima de mis piernas, el olor a sahumerio y a porro desapareció, reemplazado por otro, que me era mucho más familiar. Por un momento pensé que era yo y estuve a punto de levantarme de un salto de la cama. Pero no. No era yo la que olía a sangre estancada. Apreté
play
y miré disimuladamente el hueco que el cuerpo de Felisa había dejado sobre las sábanas: en donde había estado sentada había una mancha todavía húmeda, hasta pude distinguir dos centros radiantes mucho más oscuros, casi color cobre, que se iban destiñendo en todo el espectro del rojo hasta llegar al rosado de los bordes.

Tenía que ser una mancha de días. Recuerdo que pensé eso, que la imaginé sentada en la misma posición, insomne, mientras nosotras en la escuela nos preocupábamos por la prueba de física o el último chisme sobre la hermana Silvia. La vi sentada en su cama, sin moverse, intentando distraer lo que pasaba en su cabeza con el mono y sus conquistas, desconectada de todo y de todos, hasta de los ciclos de su propio cuerpo.

Pensé todo eso mientras intentaba mantener al gorila en su batalla contra un ejército de avispas. Giré un poco la cabeza sin dejar de apretar las teclas. Felisa estaba inclinada sobre el tocadiscos. No tenía puesta ropa interior. Su camisón tenía una mancha gemela a la altura del culo.

Me concentré en el juego y logré pasar a una sección en la que había que cruzar un estanque saltando de piedra en piedra. Felisa volvió a la cama pero esta vez se sentó a mi lado, lo cual me obligó a correrme hacia la pared. Lo hice en un solo movimiento, sin dejar de mirar la pantalla. Quiero decir que me senté sobre su sangre sin pensarlo, con total naturalidad. El escalofrío de saberlo (no la sangre en sí) atravesó la tela de mi uniforme y el algodón de mi bombacha. Sentí que me humedecía.

Estuvimos un rato así. Yo jugando, ella dándome indicaciones cada vez más espaciadas. Cuando logré pasar el nivel tres, vi que se había quedado dormida. Ni siquiera se había deslizado hasta la almohada, que ya era un bollo aplastado a nuestras espaldas. Se había quedado dormida con la cabeza apoyada en la pared, como las personas que después de una jornada de trabajo se desploman en los trenes o en los colectivos.

Me quedé mirándola hasta que se acabó la canción. Tenía los labios entreabiertos y los ojos fruncidos. El pelo le caía hacia atrás y dejaba al descubierto la cicatriz, que ahora se revelaba como una serie de muescas. La probé con mi mano izquierda y cada uno de mis dedos encontró una hendidura. Solamente la ilusión de completitud del ojo la transformaba en una línea, cuando en realidad eran puntos o tajos individuales. Me pareció que las marcas tenían menos relieve, que se habían vuelto más rosadas en esos días. Pero tal vez fuera la luz del velador.

Salí de la cama con cuidado de no despertarla. Antes de cerrar la puerta, me detuve tratando de absorberlo todo: los músicos desconocidos, las películas que no había visto, las drogas que ya no probaría. Felisa respiraba un sueño lleno de quejas. Bajé las escaleras sin hacer ruido. Abajo no me esperaba nadie. A la abuela Fontes se la habría tragado la blancura.

Caminé varias cuadras sin saber adónde iba. Di unas vueltas por el barrio, no hacia mi casa sino hacia el colegio. Eran las primeras horas de la tarde y lloviznaba. Aunque llevaba un paraguas en mi mochila, ni siquiera se me ocurrió abrirlo. Caminaba para pensar, tratando de concentrarme en Felisa y no en López, que muy adentro de mí seguía intentando entender qué era exactamente lo que había sentido. López siempre se estaba interrogando. Era una especialista. Creía que si realizaba un relevamiento exhaustivo de sus reacciones, flujos y alborotos estaría más preparada para la vida.

Al llegar a una esquina, vi que alguien había dejado un televisor en el pasto junto a unas bolsas de basura. Desde la vereda de enfrente, me entretuve un rato arrojando piedritas, perfeccionando la rajadura en la pantalla hasta crear una mueca más honda y oscura. Me aburrí pronto: en poco tiempo, mi puntería había mejorado demasiado.

Cuando me faltaban unas cuadras para llegar al Santa Clara, alguien me agarró del brazo a la altura del codo. Eran dos chicos rubios vestidos con camperas infladas que les llegaban hasta las rodillas. También llevaban paraguas negros. Me preguntaron si iba a la clase de gimnasia. Les dije que no, pero ellos insistieron en escoltarme hasta la puerta del colegio.

No me costó mucho reconocer a los hermanos de Marisol. Debían de ser los dos más chicos. Calculé que no me podían llevar más de tres años. Tenían la misma nariz respingada (y pensar que tantas acusaban a la Reina de cirugía plástica) y la misma voz que ella. Yo nunca me había detenido a pensar que las voces también pueden heredarse y me pareció raro que los dos varones hablaran exactamente igual que su hermana menor. Aunque tal vez no fuera el mismo timbre sino la misma entonación, el mismo arrastre de las palabras, como si no estuvieran seguros de su efecto sobre el mundo, como si los Arguibel hablaran con la sospecha de que el lenguaje era un trámite que no servía para nada.

Sin preguntarme nada más, los hermanos se colocaron uno a cada lado, lo cual hacía casi imposible que camináramos sin que ellos enredaran los picos de sus paraguas y sin que yo tuviera que inclinarme hacia alguno de los dos. Les hice ver lo estúpido de la situación. El mayor (como buenos Ángeles de la Guarda, ni siquiera habían juzgado necesario presentarse) dijo:

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