Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
Bernardo dio un par de pasos hasta la mesa del abad, sacándose de entre los pliegues de sus hábitos blancos un pedazo de piedra verdusca, plana por ambos lados y de poco grosor, con una serie de trazados geométricos impresos por ambos lados. Con ceremoniosidad, depositó aquella piedra sobre la mesa y aguardó. El obispo, atónito, tomó la tablilla entre sus manos y tras sopesarla y admirar sus inscripciones sin comprenderlas, interrogó con la mirada al abad.
Bernardo se complació.
—Así es, eminencia —susurró—. Eso que tenéis en vuestras manos forma parte de los planos de Hiram, el fenicio. Es uno de los libros que copió Enoc durante su estancia en los cielos, y que Pierre de Blanchefort consultó antes de venir a veros.
—¿Y vos cómo...? —tartamudeó el obispo.
—¿Cómo lo tengo? —le atajó—. Muy fácil, hermano. Porque hemos rescatado ese secreto de Tierra Santa. Quizás no sepáis que dentro de la cruzada hubo otra cruzada, con una misión más sagrada aún que la de recuperar el Santo Sepulcro. Debíamos rescatar ese fragmento de enseñanza divina, que Dios mostró a Enoc y que los musulmanes protegían con celo desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, legítimamente, ese saber no era de ellos. Mucho antes de que naciera Mahoma y aún Nuestro Señor, los dioses egipcios habían mostrado esas mismas tablas del saber a unos pocos elegidos de su pueblo.
—¿Los dioses egipcios?
Bernardo asintió.
—Allá, otro arquitecto, uno al que en Alejandría venerarían como un dios hasta la llegada de los primeros cristianos, uno al que llamaban Imhotep, recibió unas tablas verdes con la sabiduría necesaria para edificar las pirámides. Con el tiempo, la leyenda terminaría convirtiendo aquellas tablas en el
Libro Esmeralda
de Hermes, que no fue otro que el dios Toth divinizado y llamado «el tres veces grande» para diferenciarlo del Hermes griego.
—Eso es idolatría, abad.
El obispo Bertrand sacudió la cabeza sin comprender algo que chocaba con su rígida formación eclesiástica.
—¿Y Blanchefort? ¿Cómo pudo él...?
—Pierre de Blanchefort —respondió Bernardo— había sido iniciado en ese secreto y era uno de los últimos lectores de las tablas. Llegó aquí tras iniciarse en Vézelay, en nuestra escuela de copistas, donde obtuvo la información necesaria para haceros una propuesta innovadora de acuerdo a un plan magistral divino. Al rechazarla, sin duda despertasteis la codicia de algún enemigo, que decidió acabar con su vida al saber que la Iglesia no protegería su plan. Imaginaos lo que supuso para mí saber de su muerte.
—¿Y por qué no me dijisteis antes que conocíais al maestro Pierre?
—¿De qué os hubiera servido? Ni mis monjes, ni el caballero que me acompaña, saben de ello. Si os lo revelo a vos es porque deseo que seáis consciente de que ahora más que nunca debemos emprender las obras de reforma de la iglesia y frustrar los planes del enemigo que nos ronda. Quizá ninguno de los dos veamos empezar la obra, pero debemos disponerlo todo con tiento.
—¿Y ese enemigo que hizo desaparecer a Blanchefort varios días de la cripta? ¿Qué sabemos de él?
—Si es lo que me temo, eminencia, ese enemigo no es de carne y hueso, ni siquiera es de este mundo. Y esta es su manera de decirnos que no desea que construyamos sobre una tierra que hoy domina.
—¿Podemos hacer algo?
La mirada de pez del obispo se llenó de un terror mal disimulado. Sabía que hablar de un enemigo que no era de este mundo sólo podía referirse al peor de los adversarios posibles. Al Mal en persona.
Fray Bernardo, sereno, sabía qué hacer: ordenar que los planos divinos de Enoc avanzaran hacia Chartres para poner en marcha su plan. Y esos planos, Dios lo sabe bien, debían llegar sin levantar las sospechas de su poderoso oponente.
Desde que salieron de Egipto, éste no había podido hacerse con ellos y destruirlos, pero sabía que lo intentaría a toda costa.
El icono de «mensaje entrante» se iluminó en la pantalla fosforescente del hermano Rogelio a eso de las siete de la tarde, hora egipcia. Desde que los técnicos de IBM viajaran expresamente hasta aquel desolado paraje donde dicen que creció la zarza ardiente que vio Moisés durante el Éxodo, y remontaran cargados de ordenadores los tres mil escalones tallados en roca viva que desembocan en su Santa Casa, el monasterio activo más antiguo del mundo se había convertido también en uno de los mejor informados del planeta.
Rogelio, un varón de tez oscura, barbas acabadas en punta y nariz afilada, era sin duda el artífice del milagro. En enero de 1999 consiguió que lo aceptaran en la comunidad junto a su equipo de cuatro «ciberfrailes», y pocos meses después obtenía de la
Santa Epistasia
—una especie de Vaticano ortodoxo— los fondos necesarios para la adquisición de las computadoras. Ahora las había en todas partes: en el refectorio, en la cocina y, claro está, en la preciosa biblioteca del monasterio.
Aunque su función no era, ciertamente, la de estar pendiente del correo entrante, Rogelio abrió de un golpe de ratón el buzón electrónico, cerciorándose de que el mensaje recién llegado estaba dirigido a alguno de los cuarenta religiosos del lugar. Aquella era la vigésima comunicación de la tarde, así que, sin prestarle demasiada atención, hizo clic en el botón de la impresora y aguardó.
La máquina emitió un gruñido familiar.
Una vez en papel reciclado, Rogelio tomó los nueve folios expelidos por la bandeja de la Hewlett Packard y enfiló el camino más corto hacia la sacristía. El destinatario justificaba el paseo. Si sus cálculos no fallaban, el obispo Teodoro debía encontrarse a esa hora en la iglesia de la Transfiguración, el
Katholikón
del lugar, a punto de terminar la última misa del día.
Acertó. El patriarca estaba ya fuera del altar, recogiendo sus enseres y ordenándolos en la habitación contigua a los frescos de San Cipriano del templo. Lucía su habitual porte sereno, como si viviera en un mundo donde todo iba bien y nada escapara al sabio control de Dios.
—Hermosa jornada, ¿verdad, hermano Rogelio?
La amable sonrisa del obispo, apenas visible tras sus pobladas barbas blancas, recibió al monje entre los extáticos efluvios del incienso de sándalo.
—¿Estuviste en misa?
Rogelio meneó la cabeza.
—Vaya, ¿tan pronto te has cansado de cumplir con las obligaciones de nuestra Casa? —la franqueza del obispo Teodoro desarmó al monje. En realidad, bromeaba. Le encantaba hacerlo con los recién llegados o con los monjes de su absoluta confianza; Rogelio pertenecía al segundo grupo—. Ya sé que el ritmo aquí es más lento que en Tesalónica o en París, pero te acostumbrarás. Incluso es posible que descubras que los ordenadores no lo son todo en los días que corren. Por otra parte, ¡Virgen Santa! ¡Dichoso tú que has visto tanto mundo antes de recluirte aquí!
—Sólo llevo un año, eminencia. Aún no puedo quejarme.
—Claro, claro —sonrió de nuevo el obispo—. Déjame quitarme esto antes de atenderte.
La casulla de pedrería con la que había oficiado el rito —una pieza de valor incalculable del siglo XIV—, cayó suavemente sobre un rústico sillón de felpa que desentonaba aún más que las computadoras entre tanto icono cuajado de pan de oro.
—Me traes algo, por supuesto.
El obispo no preguntó. Afirmó.
—Sí. Esto acaba de llegar para vuestra eminencia —reaccionó Rogelio, extendiéndole las páginas que traía bajo el brazo—. Está en francés. Si lo desea, yo puedo...
—¡Ah! Soy capaz de leerlo perfectamente. Aprendí francés traduciendo las cartas de cruzados que tenemos en los archivos. Tal vez sea un francés algo anticuado, pero servirá.
Rogelio enrojeció.
No pretendía subestimar al obispo. En realidad, le hacía gracia que Teodoro, un sesentón de aspecto corpulento enfundado en sus sobrios hábitos ortodoxos, llevara casi toda su vida confinado entre aquellos muros y tuviera una visión tan universal de todo. Santa Catalina era para un hombre de su especie algo así como el
axis mundi
del saber y, desde luego, la mejor escuela de idiomas imaginable. Copto, hebreo, griego clásico, latín, arameo, turco, árabe... Textos de todas las clases seguían estudiándose en aquel templo igual que hacía diez siglos. Quizá por eso, cada vez que caía en manos del patriarca un pedazo de papel, aunque fuera uno recién regurgitado por cualquiera de los nuevos IBM de la sala de ordenadores, lo estudiaba con infinita delicadeza. Casi como si fuera un ejemplar único.
Y aquel e-mail no fue una excepción. Lo tomó sólo con dos dedos y comenzó a leerlo sin darse tiempo a despedir al hermano Rogelio. De hecho, al venerable Teodoro le bastó leer la primera línea —donde dice «asunto»— para mudar repentinamente su gesto beatífico.
—Pero ¿qué significa?
Y siguió leyendo.
—¿Lo acabáis de recibir? —preguntó.
—Hace unos minutos.
—¿Y no ha pasado por las manos de nadie?
—Sólo las mías, eminencia.
Por cosas del respeto debido, Rogelio aguardó de pie a que terminara de leer, fingiendo desinterés. Aparentó meditar frente a un crucifijo de bronce plantado en el centro de la enorme mesa que presidía la sacristía, mientras el obispo comenzaba a dar vueltas y más vueltas a su alrededor, como si orbitara en torno al monje.
—Y bien —finalmente, Teodoro clavó sus ojos de color Egeo en Rogelio, como si quisiera arrancarle una confesión—, ¿no sabes de qué se trata?
—No, eminencia. No lo he leído.
—¿Y no sientes curiosidad?
—Sí... claro.
—¿Crees en las profecías? ¿Que existen personas que, en determinadas circunstancias, son iluminadas por Dios Nuestro Señor y se muestran capaces de vislumbrar el futuro?
Extraña pregunta, pensó el monje.
—Creo, eminencia —respondió al fin—. Nuestra Biblia habla mucho de ellos.
—Y también de las señales que precederán al Juicio Final...
—Así es —tembló.
—Pues ésta, hermano, es una de ellas.
Teodoro blandió amenazadoramente los folios en el aire, agitándolos como si fueran parte de un abanico. El hermano Rogelio, impresionado por la certeza del patriarca, todavía pudo reunir saliva para preguntar algo más.
—¿Puede decirme de qué se trata, eminencia?
—No, si antes no traes contigo al hermano Basilio —replicó—. Necesito que él también escuche lo que voy a decir.
El monje, mudo de asombro, no lo dudó. Inclinó la cabeza en señal de sumisión absoluta y desapareció corriendo hacia el edificio de los libros.
Basilio era el sabio por excelencia de Santa Catalina. Siendo el mayor de todos los religiosos del lugar, ya con la espalda corva y sin cabellos que poder esconder bajo su cofia negra, el buen hombre llevaba más de cinco décadas ejerciendo como máximo responsable de la biblioteca. A él se le debía, por ejemplo, el último inventario de volúmenes de 1989, la decisión de prohibir absolutamente la entrada a turistas y curiosos a sus salas de lectura, y la responsabilidad de velar por la preservación de la colección de manuscritos más importante del mundo después de la del Vaticano.
Vivía enclaustrado entre pilas de volúmenes que casi tocaban al techo, justo en el lado opuesto del perímetro del convento. Apenas salía para atender los oficios religiosos más importantes y su aislamiento voluntario le había hecho ganarse una merecida fama de asceta arisco e iluminado. Rogelio, pues, no tuvo demasiadas dificultades en localizarlo en su
scriptorium
y en sentarlo frente al obispo en cuestión de minutos.
—Es de vital importancia que me acompañe —le aseguró.
A esas horas, los cielos del Sinaí se habían teñido ya de rojo y el escaso horizonte visible intramuros había dejado de temblar bajo el efecto del sofocante calor de la jornada Al llegar al
Katholikón,
Teodoro aguardaba impaciente.
—¿Recordáis el manuscrito de Juan de Jerusalén, hermano Basilio?
Aquella pregunta a bocajarro dejo lívido al bibliotecario. La máxima autoridad de la diócesis más pequeña del mundo se dirigió al anciano en tono respetuoso.
—Os referís sin duda al autor de
El Protocolo
.
—En efecto —el patriarca asintió—, de
El Protocolo secreto de las profecías
[20]
. ¿A quién si no?
—Ya nadie habla de él, eminencia.
—Yo sí. Y tengo buenas razones para creer que el espíritu de Juan de Jerusalén está a punto de regresar entre nosotros.
—¿Regresar?
Basilio resopló ante la cara de circunstancias de Rogelio, que parecía no entender nada de aquel cruce de palabras.
—Lo poco que sé de ese manuscrito —prosiguió el obispo— es que en la biblioteca custodiamos una de las seis únicas copias que existen de él. La tradición dice que fue escrito por Juan de Jerusalén en persona que es, a su vez, uno de los ocho fundadores de la Orden del Temple. Muchos creemos todavía, como sabrá, que alguien muy cercano a él lo robó antes de que muriera y lo escondió en este monasterio hacia 1120.
—¿Y lo habéis leído?
—Contiene visiones terribles y precisas de la situación del mundo antes del año 2000 y aún de después. No obstante, nuestra copia viene precedida de una advertencia clara: hasta el «día de la señal» nadie comprenderá totalmente el sentido global de la obra.
—Ya sabéis mucho, eminencia —dijo Basilio—. Todo lo que afirmáis es correcto.
—Pero las dudas del apóstol Tomás inundan mi corazón, hermano. ¿Sabemos acaso cuál será la señal a la que se refiere el texto?
—No exactamente.
—¿Ni cuándo llegará?
—Tampoco.
Las preguntas del obispo no sorprendieron al bibliotecario, que se apresuró a matizar su respuesta.
—Juan de Jerusalén, querido Teodoro, escondió una clave para descifrar ese misterio en el capítulo 34 de sus profecías, aunque dudo mucho que sea algo que pueda descifrarse a la ligera.
—Ya, ya —sacudió sus barbas Teodoro, haciendo aspavientos con los brazos—. ¿Y recuerda lo que dice ese capítulo?
Basilio dudó un segundo antes de cerrar los ojos en señal de asentimiento. Después, sin dejar que el obispo o el joven monje le interrumpieran, juntó lentamente las manos frente a su barbilla despejada y comenzó a susurrar una retahíla de extraños versos en francés, pronunciados con acusado acento copto.
Ambos se miraron sorprendidos ante la prodigiosa memoria del anciano bibliotecario.