Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
Pero había algo que le preocupaba más aún: saber que estaba ya venciendo el tiempo para traerse desde Jerusalén la «llave» de la
Scala Dei
que, si Jean de Avallon no había equivocado su descripción, había aparecido hacía poco en el subsuelo de La Roca. Y lo que era más difícil: debía determinar dónde haría reposar aquella reliquia. ¿Sería Chartres el lugar buscado?
Tal como esperaba, en la iglesia abacial del burgo un pequeño comité de recepción aguardaba la entrada del famoso Bernardo. Al frente se encontraba el obispo Bertrand, un varón de buena panza y cabellos cuidadosamente recortados, que vestía una fina capa roja trenzada de filigranas doradas. Junto a él, varios «monjes negros» de Cluny, todos de muy sano aspecto, observaban con desconfianza a aquel «hatajo de místicos muertos de hambre».
Las presentaciones duraron lo justo. Tras encontrarse las dos delegaciones bajo el pórtico norte de la iglesia —uno decorado con toscas imágenes de los doce apóstoles repasadas con pinturas de vivos colores—, sus dos dignatarios se dieron un beso en la mejilla y penetraron en el interior del templo para deliberar a solas. A ninguno de los dos les interesaba enzarzarse en la eterna discusión de Iglesia pobre o Iglesia rica, así que, camuflados por las penumbras del templo, se dejaron llevar por la complicidad a la que éstas invitaban.
—Gracias a Dios que habéis venido, fray Bernardo.
El rostro rosado del obispo perdió su falsa sonrisa nada más dar la espalda a su séquito.
—En verdad pensé que mis oraciones habían sido escuchadas cuando vuestro emisario nos anunció ayer que llegabais a la ciudad.
Fray Bernardo torció el gesto.
—¿Y a qué se debe vuestra inquietud? No pensé que claudicarais tan pronto al ideal cisterciense.
—Oh, no, no —se apresuró a contestar el obispo—. Aunque no comulgue con vuestros ideales ascéticos reconozco que sus monjes tienen más experiencia en los asuntos del espíritu, y ahora me ocupa uno de éstos.
—Vos diréis.
—La semana pasada —se explicó Bertrand— desapareció en la cripta de Nuestra Señora, en esta misma iglesia, el maestro de obras que habíamos contratado para reformarla. Fue un suceso de lo más extraño. Al principio, creímos que había sido un secuestro, pero hace sólo dos días el desgraciado reapareció en el mismo lugar en que se esfumó, ¡cuando el templo estaba completamente cerrado!
—Así que regresó.
—Más o menos. Creemos que fue cosa demoniaca. ¿Qué si no?, pues de lo contrario no entiendo cómo el maestro pudo colarse en la cripta sin forzar la puerta de entrada. ¡Estaba intacta! Lo peor es que reapareció con las facultades completamente trastornadas, y apenas pudimos sacar nada en claro de su desaparición.
—¿Trastornado decís?
El obispo alzó la vista a la bóveda de la iglesia, como si buscara argumentos más sólidos para su explicación.
—Bueno —dudó—, canturreaba necedades sobre un ángel que lo había llevado a las alturas, mostrándole, dijo, la pluralidad de las esferas del cielo. Afirmaba, muy seguro, que Dios había dispuesto las luminarias del cielo como si fueran cubos en una noria, todos atados entre sí, y que todo el mecanismo de esa rueda estaba gobernado gracias a su infinita sabiduría. Y farfulló algo sobre la voluntad de Dios de que lo que haya en el cielo sea imitado en la tierra por los hombres. ¿Comprendéis algo?
—¿De veras dijo eso? —los ojos saltones de Bernardo brillaron de excitación—. ¿Y contó algo más?
—La verdad es que no. Unos calores extrañísimos, que no supimos atajar a tiempo, se apoderaron de él, y murió ayer por la tarde en medio de grandes delirios. Por fortuna, poco después recibíamos al legado anunciando vuestra llegada, y dimos gracias a Dios por enviarnos tan adecuado emisario para desvelar este misterio.
—Ya...
—Decidme, padre, ¿tiene algún sentido para vos lo que nos contó el cantero?
—Tal vez, eminencia —Bernardo juntó sus manos frente a la boca, en un gesto muy propio de él—. Conducidme a la cripta donde ocurrió lo que me relatáis. Si fue el Diablo o alguno de sus secuaces, a buen seguro que dejó allí sus infectas huellas.
—Seguidme.
El obispo Bertrand levantó ligeramente sus hábitos para caminar mejor, y tras rodear el altar principal, descorrió una tapa de madera bajo la que nacía un estrecho y húmedo tramo de escaleras. La cripta en la que desembocaba era un recinto que debía cubrir más o menos la mitad de la nave central; oscuro como boca de lobo, era de superficie amplia pero de escasa altura. Y al fondo, junto a un pozo y el arcón con las reliquias de san Lubino al lado del sagrario, una magnífica talla de la Virgen con el niño en su regazo presidía el lugar. Un velón enorme iluminaba la estancia sin demasiada generosidad.
—¿Qué clase de obra pensabais hacer aquí, eminencia?
—Queríamos rebajar el suelo y hacer la cripta más cómoda. Colocar unas hileras de bancos y poder oficiar aquí ceremonias de bautismo, funerales... No obstante, el maestro convenció a nuestro capítulo para que derribáramos esta iglesia y comenzáramos otra nueva de acuerdo con un estilo innovador y poco realista, la verdad.
—Comprendo —asintió Bernardo—. ¿Y dónde decís exactamente que reapareció vuestro maestro de obras?
—Junto a Nuestra Señora, padre.
—Lo suponía.
—¿De veras?
El abad se detuvo junto a una columna con el paso de la oración del huerto del viacrucis claveteada sobre ella. Miró de hito en hito a su anfitrión y, poniéndose en jarras, le espetó todo tieso:
—Obispo Bertrand, me sorprende vuestra falta de perspicacia. Todavía no me habéis preguntado qué es lo que me ha traído realmente a vuestro burgo. Apenas he llegado, me habéis enfrentado a un enigma que os preocupa, pero no habéis indagado nada en las causas reales de mi visita. Si con todo obráis de igual manera, jamás solventaréis casos como el que ahora os desvela...
El prelado enrojeció.
—Tenéis razón, padre. Os debo una excusa.
—No importa. Yo os lo diré: deseaba ver
precisamente
este lugar. Vos sabéis que llevo años defendiendo que el culto a Nuestra Señora merece un lugar que hasta ahora le ha sido negado. Nuestra Señora, como madre humana de Dios, es la intermediaria natural entre nosotros y el reino de los cielos, entre la Tierra y Nuestro Señor. Aquel que desee llegar a Dios lo hará más fácilmente a través de su madre piadosa que utilizando otros caminos. Los antiguos pobladores de este lugar, remotos antecesores de los primeros cristianos, ya sabían esto y elevaban sus plegarias a la Madre, ¡antes de que Dios la mandara al mundo!
El obispo aguardó un instante antes de responder.
—Acertáis, fray Bernardo —asintió al fin—. ¿Sabíais que mi predecesor, el obispo Fulberto, vistió con los atributos de la Madre de Dios a la diosa pagana con su hijo en el regazo que veneraban los
carnutiis
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y suprimió el dolmen que éstos habían bajado hasta aquí?
—En el bosque de Claraval, los druidas también veneraban ese tipo de divinidades. Creían que se trataba de Madres Sagradas que engendraron sus vástagos divinos sin contacto carnal alguno, y cuyos santuarios servían de puente natural para hablar con lo Alto. ¿No es esto, acaso, una maravillosa prefiguración de lo que habría de ser Nuestra Señora en este tiempo de luz? ¿No estamos ante una evidente señal profética que anuncia la llegada de la Madre de Dios?
—Quizá —murmuró Bertrand, encogiéndose de hombros ante la oratoria del abad de Claraval—. Pero eso no explica lo que le ha ocurrido a nuestro maestro de obras.
—O sí. Si lo miráis bien, dijo que un ángel se lo llevó a los cielos y le mostró cómo eran esas regiones. Llevo años estudiando esta clase de relatos en los manuscritos que guardamos en mi monasterio, y uno de ellos en particular, un escaso manojo de páginas que rescataron los hombres del conde de Champaña, mi señor, durante la cruzada de Urbano II, cuenta algo parecido a lo que le ha pasado a su cantero.
—Contadme si podéis. ¿También le pasó a otro constructor?
—En cierta medida, así es. La Biblia dice que sólo tres profetas ascendieron en cuerpo y alma a los cielos, además de Nuestra Señora: Enoc, Elías y Ezequiel. El primero escribió las páginas de las que os hablo, y en ellas describió detalladamente una raza de ángeles a la que llamó los «vigilantes», que le arrebataron de entre los suyos en dos ocasiones. La primera de ellas estuvo ausente durante treinta días y treinta noches. Dijo haber viajado en compañía de un ángel al que llamó Pravvel y que le entregó un estilete y unas tablas en las que escribió sin parar hasta completar trescientos sesenta textos. A su regreso, Enoc se trajo con él aquellas preciadas tablas y se sirvió de ellas para formar a los hombres sobre los secretos del cielo.
—Pero las Escrituras no dicen nada de esto... —murmuró el obispo.
—Cierto. Se trata de un libro perdido, que narra cosas terribles, sorprendentes, y que la voluntad de Dios ha querido tener fuera del alcance de los cristianos para no espantarlos.
—¿Espantarlos?
—Sí, eminencia. Por ejemplo con historias como la de la rebelión de Lucifer, al que Enoc, por cierto, llama Semyaza. En el texto del que le hablo, dice que ese tal Semyaza y un grupo de doscientos ángeles más se sublevaron contra Dios, copularon con nuestras mujeres, y engendraron una raza de titanes de aspecto infernal que llegó a sobrevivir incluso al Diluvio. Esos diablos en carne humana recorrieron toda la tierra formando familias que es posible que se hayan perpetuado hasta hoy, y erigieron torres para señalar a los de su estirpe donde podrían reunirse con los suyos.
—¡Válgame Dios!
—Algo de estos gigantes supervivientes dice el
Libro de los Números,
capítulo 13, versículo 33. O
Deuteronomio,
capítulo 2, versículo 11. O
Josué
, capítulo 12, versículo 4...
—¿Y qué otras cosas dice su libro?
—Poco más. Desgraciadamente, son muy escasas las páginas que poseemos, muy delicadas. Aunque, eminencia, para satisfacer su inquietud sobre los hechos ocurridos en su diócesis, debo decirle que los árabes que las entregaron al conde de Champaña le explicaron que Enoc fue un gran constructor y que de aquel viaje se trajo los planos del templo perfecto, dejándolos grabados en piedra.
—Pierre de Blanchefort no dijo nada de un plano antes de morir —reflexionó el obispo.
—Ningún maestro de obras lo hace.
—¿Ninguno? ¿Quiere decir que hubo más de un Enoc?
—Bueno... Ezequiel obtuvo de Dios una visión detallada de cómo deseaba que fuera el Templo, y existe una tradición que cuenta que sus planos llegaron hasta el mismísimo rey David, que los legó después a Salomón. Y esos planos debían ser sólo el principio de un gigantesco plan divino para imitar en el mundo mortal la estructura del mundo celeste. Que vuestro constructor accediera a parte de esa información por cuenta propia sólo puede significar una cosa, eminencia.
El obispo Bertrand tomó las pálidas manos de fray Bernardo entre las suyas. Estaban frías, como si el monje hubiera entrado en uno de aquellos raros arrobos que sufría periódicamente.
—¿Qué? —le interrogó—. ¿Qué puede significar?
—Que el maestro de obras estuvo realmente en los cielos y accedió a los planos de Enoc. Y alguien que hubiera visto esos planos, eminencia, es justo lo que hemos venido a buscar aquí.
No hacía falta ser demasiado perspicaz para saber que Jacques Monnerie no estaba de buen humor. Cuando eso sucedía, la atmósfera de su despacho se hacía irrespirable; apenas entraba luz a través de los cristales tintados de su despacho, y su mesa, habitualmente ordenada, se llenaba de montañas caóticas de papeles y virutas de lápiz por todas partes.
Y ése era, exactamente, el desolador panorama que Michel Témoin, simulando apatía, tenía frente a sí.
—¡Imposible! —exclamó el profesor al examinar las imágenes del ERS-1—. ¡Imposible! ¡Imposible! —repitió—. No han podido fallar los sistemas otra vez, ¡y justo en los mismos lugares que ayer! ¿No comprende que esto es estadísticamente inaceptable?
El ingeniero, de pie, tembló. Aunque sabía que su director era un hombre de temperamento incontrolado, jamás le había visto sumido en aquella extraña mezcla de abatimiento y cólera a la vez. Lo peor era que las imágenes procesadas por Zeus no dejaban margen para la duda: las tomas del satélite presentaban claras deficiencias en zonas geográficas muy concretas.
—Si usted me lo permite —apuró Témoin tras un incómodo silencio—, tal vez lo mejor sea explicarle al cliente que contrató este servicio lo que hemos encontrado. A fin de cuentas, profesor, no deja de ser extraño que justo los lugares que le interesaba fotografiar sean los que nos han dado problemas.
—Usted no lo entiende, ¿verdad?
—¿Entender?
Meteor man
se llevó la mano izquierda a la frente, como si quisiera secarse un sudor que aún no había aflorado.
—Nuestro cliente es, en realidad, una sociedad filantrópica que ha donado casi treinta millones de dólares a esta institución durante el último año para que hagamos bien nuestro trabajo. Estas manchas —dijo señalando una de las fotos— ponen en evidencia que no somos capaces de hacerlo. Nuestro fracaso nos arrastrará a una catástrofe administrativa sin precedentes. Lo comprende, ¿verdad?
Su rostro afilado enrojeció.
—Pero, señor, yo no creo que el error sea atribuible a nuestra tecnología. Más bien debe tratarse de algo ajeno al ERS.
—¿Ajeno? ¿Qué quiere usted decir?
Témoin sabía que no tendría otra oportunidad como aquella para convencer a
meteor man,
así que decidió jugar fuerte.
—Piense que es la segunda vez que repetimos el proceso, y los píxels en blanco están situados, como usted ha visto,
exactamente
en las mismas coordenadas que ayer. ¿No le parece significativo?
Monnerie se inclinó de nuevo sobre una de las imágenes.
—¿Un defecto en la antena? —murmuró.
El ingeniero negó con la cabeza. La toma seleccionada —la CAE 992610— mostraba la inconfundible línea recta que traza la
rue Libergier
hasta el corazón mismo de Reims, y que debía desembocar frente al pórtico principal de su catedral gótica. Sin embargo, en lugar de ésta lo único que podía verse era uno de aquellos malditos borrones.
El profesor se pellizcó la mejilla suavemente tratando de convencerse de lo que tenía frente a los ojos. Repasó una vez más cada una de las imágenes servidas por el ERS y propinó un buen puñetazo a la mesa. Impresas sobre papel fotográfico y acompañadas de una serie de dígitos que indicaban las coordenadas y altitud desde donde fueron tomadas. Las fotos impresionaban por su extraordinaria nitidez. Y lo que mostraban era, sin duda, lo más extraño que había visto en sus treinta y cinco años de carrera.