Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
—¡Pero si llevan dos horas reunidos!
Sor Inés protestó enérgicamente ante la encargada de mantenimiento de la Fraternidad Monástica de Jerusalén. Ésta, una rusa de caderas generosas y brazos gruesos como las mismísimas columnas del Partenón, llevaba un buen rato puesta en jarras en medio del pasillo haciendo gala de la más agresiva de sus muecas.
—Lo siento, pero no se puede pasar —gruñó—. Deberá volver con su bandeja de comida a la cocina y calentarla cuando se lo ordenen, hermana.
—¡Tenemos unos horarios! —se quejó sor Inés.
—Deben cumplirse escrupulosamente. Sin embargo, comprenda que ésta es una reunión excepcional. He recibido órdenes precisas de que no puede molestarse al abad bajo ninguna circunstancia. Y eso la incumbe también a usted.
La monjita cedió de mala gana. Dio media vuelta con su fuente llena de alimentos humeantes y, una vez de espaldas a la rusa, refunfuñó algo en voz baja.
—Avíseme entonces. Ya no tengo edad para darme estos paseos en balde.
Sor Cazuelas —así llamaba a la hermana Inés toda la congregación—, descendió a regañadientes los escalones que daban a la cocina del albergue del peregrino de Sainte Madelaine. Situada junto a una de las discretas puertas de entrada a la comunidad, los fogones de sor Inés eran famosos en toda la orden porque desde sus ventanas a ras de calle podía controlarse prácticamente todo lo que sucedía en la plaza de la basílica. Cuando la hermana Cazuelas se contrariaba por algo —que era, por cierto, bastante a menudo—, lo único que parecía calmarla era curiosear por aquellas ventanas y distraerse husmeando las idas y venidas de los turistas que frecuentaban el lugar.
Bien fuera por su enfado, o por su natural propensión al cotilleo, lo cierto es que nada más dejar sobre la encimera de aluminio las viandas recién preparadas para el padre Pierre y su ilustre invitado, sor Inés se dio cuenta de que algo inusual estaba sucediendo allá afuera.
En efecto. En el centro del aparcamiento, junto a la furgoneta de reparto de libros de la tienda que la Fundación tiene dos manzanas más abajo, un hombre de mediana edad y aspecto cuidado examinaba una gran foto plastificada que parecía (qué cosas) en blanco y negro. Aquel varón de aspecto afable debía de llevar un buen rato allí plantado, echando rápidas ojeadas ora a la iglesia ora a aquella tremenda imagen. Al menos, el mismo que ella había perdido discutiendo con sor Perestroika.
Sor Inés, comida por la curiosidad, estiró el cuello por encima de los pucheros. El extranjero —evidentemente debía de serlo, pues su gabardina y su bigote no eran precisamente típicos de la región—, miraba sin inmutarse la imagen que sostenía entre ambas manos, fijándose después en los alerones de las casas de alrededor, como si tratara de encontrar algún paralelismo oculto. Después de un minuto de subes y bajas de cabeza, el forastero, con aire indiferente, introdujo la mano en uno de sus bolsillos y extrajo unos minúsculos binoculares grises que se llevó frente a sus gafas. «Pero ¿qué estará mirando ese tipo?», pensó cada vez más intrigada.
La monjita, que ya casi había olvidado su enfado con la rusa, creyó oír que el extranjero estaba hablando solo, en voz alta. Haciendo verdaderos esfuerzos para alcanzar a escuchar lo que aquel personaje murmuraba, logró incluso adivinar algunas palabras sueltas.
—Juicio Final —barruntó—. Ángel con balanza... Condena de los pecadores...
Y después, algo que la extrañó.
—Cuarenta grados latitud oeste... Novecientos noventa y dos ochocientos diez... Granito... Radioactividad...
Las primeras palabras se referían, sin duda, a las figuras en altorrelieve que decoran el tímpano central que flanquea el acceso al nártex de Sainte Madelaine. Se trata de un conjunto escultórico restaurado a principios de siglo por el célebre arquitecto Viollet-le-Duc, que representa el Juicio Final. En él puede verse a Jesús en majestad, con los brazos extendidos, entre dos grupos de tallas bien diferenciados entre sí: a su derecha, los justos; y a su izquierda, los condenados a los suplicios eternos del espíritu, cuya alma es pesada en una balanza que sostiene un ángel de mirada perdida. Pero ¿y el resto de palabras y cifras? ¿A qué podía estar refiriéndose?
Antes de que sor Inés prestara más atención a lo que murmuraba aquel personaje, la silueta alta y de hombros cargados de François Bremen se pegó a las espaldas del extranjero. «Esta sí es buena», murmuró sor Inés con evidente desagrado. El señor Bremen era bien conocido en la Fundación por encargarse de impartir a la comunidad y a sus numerosos visitantes conferencias ocasionales sobre los más diversos temas. Aunque gustaba decir que él era el «cronista oficial» de Vézelay en realidad se trataba de un profesor jubilado que caía bien a casi todo el mundo... salvo a ella. Le parecía un plasta, un pesado.
Sor Inés, desde su «escondite», acertó a escuchar únicamente una pequeña parte de la conversación, en la certeza de que si Bremen estaba allí no tardaría en enterarse todo el pueblo de la identidad del visitante. Era evidente que aquel metomentodo no había podido tampoco dominar su curiosidad al ver a tan insólito personaje merodeando por los alrededores de Sainte Madelaine... ¡y mirando los tejados!
—Buenos días, señor —dijo Bremen, levantando su inconfundible boina negra en actitud de saludo.
—Buenos días —respondió el extranjero en perfecto francés, para sorpresa de la monjita.
—Verá usted, llevo un rato mirando cómo examina esa foto, y no he podido evitar preguntarme si es historiador o algo así. Disculpe mi atrevimiento, pero le he visto tan concentrado, que creo debe de estar estudiando nuestra iglesia. No me equivoco, ¿verdad?
Antes de que Témoin pudiera responderle, el anciano remató:
—Yo soy profesor, ¿sabe? Me llamó François Bremen y soy el, digámoslo así, conservador oficioso de este templo.
Sor Inés bufó desde su escondite.
—¿Ah, sí? —el ingeniero tendió su mano al anciano—. Encantado de conocerle. Mi nombre es Michel Témoin, señor. Y lamento decepcionarle, no soy historiador ni nada que se le parezca. Soy ingeniero.
—¿Ingeniero? —aquello pareció sorprenderle—. ¿Y es la primera vez que viene a Vézelay?
—Desde luego. Estaba admirando el pórtico de entrada de la iglesia, que es soberbio.
—Y misterioso —apostilló Bremen.
—¿Misterioso? ¿Qué ve de misterioso en una escena del Apocalipsis?
—Usted, que debe de ser una persona inteligente, ¿de veras no ve nada raro en ese tímpano?
—No —dudó Témoin—. ¿Debería?
—En realidad, casi nadie se fija —suspiró Bremen—. Y es una lástima, créame. Claro que para darse cuenta debería tener una cultura enciclopédica, exenta de prejuicios, y una gran capacidad de observación. Usted ya me entiende.
El «guía oficioso» de Vézelay le brindó un guiño de complicidad que sor Inés no pudo ver y, acto seguido, tomó de la muñeca a Michel arrastrándolo unos pasos hacia delante, como si quisiera mostrarle algún detalle oculto de aquella estructura. La nueva posición de los dos hombres hizo aún más difíciles las improvisadas tareas de espionaje de la religiosa que, ya puesta, no dudó en sacar medio cuerpo por la ventana para intentar seguir la conversación a toda costa.
—Señor Témoin, ¿tiene usted algún interés por la cultura egipcia?
Témoin sacudió la cabeza antes de responder.
—La historia no es lo mío, lo siento.
—Pues es una lástima, porque si usted pudiera comparar esta escena del Juicio Final de Vézelay con lo que nos cuentan los papiros del
Libro de los Muertos
egipcio, vería cuántas similitudes existen entre ambas representaciones. Lo que vemos aquí forma parte, en realidad, de alguna clase de culto egipcio que sobrevivió camuflado en el seno de la doctrina cristiana y que llegó intacto hasta el siglo doce. ¿No le parece extraordinario que un texto de hace más de cuatro mil años, de una cultura dada por muerta hace mucho, haya inspirado una obra como ésta?
—¿Similitudes? Pero señor François —el ingeniero miró divertido al anciano—, ¿cómo va a haber relación entre los antiguos credos egipcios y los constructores de Vézelay? Cuando se comenzó a construir esta iglesia, los últimos faraones llevaban por lo menos mil años bajo tierra.
El profesor se encajó la boina con rudeza y después señaló a la fachada, para pasmo de sor Inés.
—Si hubo relación directa no lo sé, pero que ese tímpano representa una escena del
Libro de los Muertos,
¡eso es seguro! Mire usted —se enervó—, el ángel que sostiene la balanza es casi idéntico al chacal que pesa el alma del faraón y compara su medida con la pluma de Maat, diosa de la justicia. También es el equivalente al dios Toth, dios de la sabiduría, que determinaba si el mortal había adquirido saber y pureza espirituales suficientes para acceder al cielo. Ese detalle, si se toma usted la molestia de comprobarlo, es uno de los fragmentos del
Libro de los Muertos
más conocidos. También es bastante popular el resultado de la prueba: si por ventura la pluma pesara más que el alma, eso significaría que el difunto ha viajado hasta el Más Allá cargado de pecados, y debe ser condenado de inmediato. Entonces se le manda a las fauces de un monstruo terrible, al que llamaban Ammit, que devorará el espíritu inmortal del difunto y le causará la muerte eterna.
—La muerte eterna. Suena terrible, ¿no cree?
—Y lo es —asintió François—. El abad Suger, que terminó de levantar estos muros en 1144, era consciente de eso y fabricó este templo como si fuera una «máquina para la inmortalidad». Igual que los egipcios decoraban las tumbas de sus seres queridos con escenas del
Libro de los Muertos
para guiarles en su tránsito al Más Allá, este abad erigió un templo similar que sirviera de guía a toda su feligresía en el tránsito que todos, antes o después, tendrían que emprender.
Michel arqueó las cejas asombrado.
—Así que no cree ni una palabra de lo que le digo, ¿no es eso?
—No, no —le atajó—. Siento una tremenda curiosidad por lo que usted cuenta, señor Bremen. Veamos, ha dicho que este lugar funcionaba como una máquina.
—Así es.
—Pero toda máquina se compone de un mecanismo, de unas piezas. ¿Dónde están?
—Acompáñeme al interior y le explicaré cómo funciona.
—¿Cómo funciona? ¿Tiene usted las instrucciones o algo así? —sonrió burlón.
—Digamos que sí, señor Témoin. Esta iglesia se levantó con tal precisión, y reacciona de manera tan especial en fechas muy concretas, que a veces me parece estar visitando el interior de un mecanismo de relojería.
—Bien, eso me interesa.
—Ya lo creo.
Sor Inés vio impotente cómo Bremen y el extraño ascendían las escaleras de acceso al templo, perdiéndose en su interior a través del pequeño portal situado a la derecha de la fachada principal.
Intrigada por las alusiones a una «máquina» y por comentarios que nunca antes había oído brotar de sus labios, la inquieta cocinera a punto estuvo de abandonar sus fogones y pasearse disimuladamente cerca de aquellos dos hombres, pero sor Perestroika frustró —una vez más— sus planes.
—¿Qué hace ahí holgazaneando? —le reprochó nada más entrar en la cocina y ver a sor Inés estirada cuan larga era entre la encimera y la ventana del fregadero.
—Revisaba el cierre de las ventanas —se excusó.
—Está bien, el padre Pierre ha solicitado que le subamos el almuerzo en cuanto podamos. Comerá con su invitado en el despacho.
—¿En el despacho? —se extrañó Inés.
—Sí. Y de inmediato. No haga esperar a los padres, que ya sabe cómo se ponen.
Así que ambas monjas tomaron las bandejas de comida, llevándolas diligentemente al piso superior.
El salón donde el padre Pierre despachaba con su invitado estaba literalmente sepultado bajo montañas de papeles que amenazaban con venirse abajo. Montones de correspondencia por abrir, revistas a las que la Fundación estaba suscrita y que el padre deseaba ver antes de que fueran archivadas, y torres de informes y libros para documentar un ensayo sobre san Bernardo que el monje nunca terminaba, dibujaban un paisaje frenético.
Su otra pasión, la radiestesia, también se dejaba notar en su estudio. Una vitrina con una colección de péndulos de todos los tamaños y tipos lucía sobre una de las columnas. Los había de todas clases: desde los que llevaban incorporada una pequeña urna donde incluir el «testigo» —esto es, un pedazo de la tela, tierra o material que se deseaba encontrar—, hasta los más sencillos, más parecidos a plomadas de arquitecto que a ningún otro artilugio. Eran de metal, madera, cristal y hasta cuarzo. El padre Pierre los coleccionaba desde hacía años y se sentía orgulloso de emplearlos siempre que la ocasión lo requiriese. No en vano, muchos en la Fraternidad le llamaban mosén zahorí.
Frente a él, impasible, un joven sacerdote ortodoxo recién llegado de Egipto observaba aquel caos con mirada indiferente. No llegaba a encajar lo de los péndulos.
—A ver si he entendido bien —puntualizó Pierre, sacándole del ensimismamiento—, usted ha venido expresamente desde el Sinaí porque dice que algo extraordinario está sucediendo en nuestra iglesia.
—Así es —afirmó con un gesto de cabeza el ortodoxo.
—¿Y de qué clase de fenómeno estaríamos hablando, padre? ¿Rogelio, me dijo?
—En efecto.
—¿Y bien, padre Rogelio?
—Tenemos razones para creer que una fuerza maligna está a punto de despertarse bajo su iglesia. No se trata de algo que deba tomarse a la ligera. De hecho, sabemos que las actividades de ciertas sectas satánicas se han incrementado notablemente en las últimas semanas en la zona, ¿no es cierto?
El padre Pierre asintió con desdén, quitándole hierro al asunto.
—¡Vamos! ¡Vamos! —agitó las manos haciendo un vistoso aspaviento—. Se trata de gamberros a los que les gusta entrar en los cementerios de noche, hacer pintadas blasfemas y poco más. Eso pasa en todas partes.
—¿Y han profanado Vézelay?
—¡Dios Santo! ¡Claro que no!
—No lo tome a broma, padre Pierre —sentenció Rogelio con gesto severo—, pero lo que está ocurriendo es sólo el preámbulo de un fenómeno cíclico que terminará afectando a este y otros lugares de Francia. La última vez que esta fuerza estuvo tan activa como hoy fue hace ocho siglos, y entonces se la controló gracias a que se construyeron iglesias como ésta para neutralizarla.