Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
—Hágame un favor, señor Témoin —habló al fin, cuando terminó de barajar aquellas tomas—, trate de averiguar qué demonios es lo que tapan esas manchas. Si está usted en lo cierto, quizá hayamos tenido la mala suerte de tropezarnos con algún instituto científico, un laboratorio de magnetismo o un centro experimental que a la misma hora de nuestro barrido estaba enviando emisiones al espacio que afectaron a nuestros sistemas. Si ése fuera el caso, al menos podríamos entregar las fotos a nuestro cliente, acompañadas de una explicación convincente.
—No, no —el ingeniero mudó por primera vez su rictus temeroso—. Eso no será necesario.
—¿Ah, no?
Monnerie se reclinó en su asiento giratorio, aguardando una explicación que, evidentemente, estaba a punto de llegar.
—El problema es fácil de plantear, señor.
—Le escucho.
—Verá, si sobrepone estas imágenes a un plano de la misma escala de las ciudades con que se corresponden, estoy seguro de que podremos comprobar que las áreas afectadas se ajustan como un guante al lugar donde se levantan sus catedrales.
Monnerie arqueó las cejas, incrédulo, mientras su ingeniero se esforzaba por mostrarse lo más convincente posible.
—¿Lo ve? —insistió Témoin mapa en mano—. En Chartres es la
place de la Cathédrale
el centro del borrón; en París, la
Île-de-France
, en Amiens...
—¿Catedrales? —le interrumpió.
—No hay duda, señor. Compruebe los planos.
—¿Y cómo cree usted que debo entender su afirmación, Témoin?
—Lo ignoro. Le dije que el problema era fácil de plantear, no de resolver.
—Pero tendrá alguna idea al respecto, ¿no es cierto?
Monnerie observó cómo Témoin tomaba por fin asiento frente a su mesa, enjugándose el sudor con un pañuelo color crema y acariciándose su pulcro bigote. No sabía por dónde empezar.
—Le he dado muchas vueltas a esto desde que vimos los resultados de ayer, y sólo he encontrado una excepción a mi teoría, que me deja un tanto desconcertado —el ingeniero hizo una pausa imperceptible para dar más profundidad a sus palabras, y remató—: Dijon. Ahí la anomalía, que se sitúa bastante más al noroeste de la ciudad, se corresponde, curiosamente, con otro enclave religioso llamado Vézelay.
—Vaya... ¿Y eso le dice algo?
—No. ¿Y a usted?
—Lo siento... —titubeó Monnerie—. Ya sólo faltaba que los campanarios afectasen ahora a nuestros satélites.
—No, no, claro. Pero ante esta información creo que la hipótesis de una contraemisión de microondas debe ser descartada. La razón es otra, quizá de índole arquitectónica; algún extraño efecto de absorción de microondas de las piedras, una mala reflexión de las ondas, ¡qué sé yo!
—Entonces, ¿no tiene nada... digamos... sólido?
—Si me permite otra sugerencia, señor, tal vez podría hablar con el cliente que ha encargado al Centro este trabajo y tantearle sobre si esperaba encontrar algo «especial» en las imágenes que nos pidieron.
—¿Y qué le hace pensar que esa gestión pueda aportarnos alguna pista?
—Piénselo. De momento, es lo único que podemos hacer. Sabemos que ningún campo magnético natural es capaz de provocar un efecto como ese, y que lo que aparece en las fotos del satélite lo hemos descubierto porque un cliente nos ha pedido datos específicos de esas ciudades.
Monnerie se mordisqueó el labio inferior, como si algo importante acabara de venírsele a la mente pero supiera que revelarlo podría complicar las cosas. Dejó que todo el peso de su cuerpo se volcara sobre su sillón giratorio, y tras balancearse suavemente, clavó sus ojos en el ingeniero.
—Una cosa más, Témoin, ¿conoce usted una fundación internacional llamada
Les charpentiers
?
—No. ¿Debería?
—Su Consejero Delegado fue quien nos encargó este trabajo hace una semana. El propósito de su fundación es estrictamente histórico: velan por que se conserve el patrimonio artístico de Francia, en especial de la ruta a Compostela, y tienen un especial interés en preservar sus edificios de estilo gótico. Recaudan fondos de mecenas de toda Europa que después invierten en proyectos que creen pueden arrojar más luz sobre los temas históricos que les interesan.
—Vaya... Un esfuerzo notable.
—Lo es. Si le cuento esto es porque al decir usted lo de las catedrales, me ha venido a la mente el nombre de la fundación.
—Claro —sonrió Témoin—. Los carpinteros fueron un gremio particularmente importante en la construcción de los templos góticos. Ellos eran los encargados de hacer los andamios sobre los que se construían los arcos ojivales, y después de retirarlos.
Monnerie asintió.
—Se lo digo precisamente por eso. No creo que sea más que una bonita coincidencia, pero ya que usted tiene esas ideas tan particulares, tal vez esto le diga algo.
—¿Coincidencia? ¿Es usted de los que creen que Dios juega a los dados, profesor?
Sus mandíbulas se tensaron antes de proseguir.
—Mire,
monsieur
Monnerie, no pensaba decirle esto, pero acaba de darme una buena razón para hacerlo. Anoche, al regresar a casa y tratar de encontrar algún sentido a las anomalías fotografiadas por el «ojo», reuní toda la documentación que tenía a mano sobre catedrales. Me dormí después de las dos. No fue mucho lo que encontré, es cierto, pero había varias ediciones baratas de libros que me llamaron la atención. Sobre todo uno.
—¿Y bien?
—Se titulaba
Les mystères de la Cathedrale de Chartres
y había sido escrito, agárrese, por un tal Louis Charpentier —Témoin tomó aire—. Lo entiende, ¿verdad? «Luis el Carpintero», sin duda un seudónimo propio de un maestro constructor medieval.
—Otra coincidencia, naturalmente.
—O quizá no. Verá, en ese libro se explica que si se traza, en un determinado orden, una línea que una todas las poblaciones con catedrales que
precisamente
hemos estado fotografiando hoy, obtendríamos algo parecido a si dibujáramos el plano de la constelación de Virgo sobre el mapa de Francia. ¿No le parece extraño?
Monnerie se reclinó sobre su butaca arrugando el entrecejo. Observó sin decir una palabra cómo el ingeniero tomó un pedazo de papel y dibujó sobre él una especie de rombo, en cuyos vértices situó la numeración de algunas estrellas de Virgo.
—Imagínese que esto es Virgo...
—Bien.
—Ahora, si une Reims con Amiens al norte, y con Chartres al sur; y ésta con Évreux y Bayeaux, y Bayeaux con Amiens, ¿ve cómo lo que se obtiene es la misma figura geométrica?
Jacques Monnerie levantó la vista de los dibujos y clavó sus ojos en el ingeniero.
—Usted es un científico, mi querido amigo. Dígame: ¿adónde cree que le va a llevar una afirmación de esa naturaleza?
—De momento, a ninguna parte —reconoció—. Pero ¿sabe lo mejor?, en ese libro, el tal Charpentier explica que todas las ubicaciones religiosas que han aparecido distorsionadas en nuestras fotos están consagradas a Nuestra Señora y fueron construidas alrededor de las mismas fechas del siglo doce.
—No entiendo qué importancia puede tener...
—Muy fácil: si todas se levantaron en años consecutivos, era porque debían obedecer a un gigantesco proyecto elaborado por maestros de obras que parecen salidos de ninguna parte, y que dispusieron de fondos sorprendentemente abundantes en una época de fuerte recesión económica. —Y añadió guiñando un ojo—: Creo, señor, que aquí se esconde un enigma de primera magnitud. Ayer sólo era una sospecha, pero hoy estoy plenamente convencido de ello. Es más, si estoy en lo cierto, debería usted concertar una cita con ese Consejero y pedirle algunas explicaciones.
Fue suficiente para Monnerie. Por su mentalidad estricta y formación religiosa severa, las repentinas divagaciones de su ingeniero amenazaban con sacarle de sus casillas. ¿Edificios del siglo XII que emiten algo parecido a microondas que distorsionan las lecturas de un satélite? ¿Un tal Charpentier que habla de un plano de Virgo trazado sobre media Francia y unos
charpentiers
que subvencionan a una agencia espacial para que tome imágenes de los lugares que configuran ese diseño? El profesor, bien empotrado en su butaca, cruzó los dedos con fuerza. Los apretó tanto, que todas sus puntas palidecieron debido a la falta de riego sanguíneo. Después, tratando de contenerse, zanjó aquella charla.
—Eso es una locura, Témoin. Es evidente que tenemos un problema con el ERS, pero se trata de algo estrictamente técnico que no es de la incumbencia de nuestro cliente. El resto de factores que usted apunta no obedecen más que a un curioso cúmulo de coincidencias, condicionadas por lecturas que, créame, no debería hacer alguien de su talla.
—Como usted diga, señor. Pero insisto que...
—Basta, Témoin —le atajó secamente el profesor—. Sus especulaciones han llegado demasiado lejos. Si en las próximas horas no tengo sobre mi mesa una explicación racional a estos errores, me veré obligado a depurar responsabilidades. Lo ha comprendido, ¿verdad?
—Desde luego, señor.
Pasaba del mediodía cuando el teléfono del despacho de Michel Témoin tronó junto a su oído. El ingeniero lo escuchó sin inmutarse, y rendido como estaba sobre un montón anárquico de papeles, fotografías y libros, dejó que sonara un par de veces más antes de descolgarlo con desgana. Sólo cuando el tercer timbrazo se le clavó entre las sienes, el ingeniero se dio cuenta de que había pasado toda la maldita noche trabajando en las fotos del ERS-1.
—Allò?
—su saludo sonó poco convincente. Era evidente que, al otro lado, el anónimo interlocutor se lo estaba pensando dos veces antes de continuar.
—¿Es usted el señor Témoin? —dijo por fin.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—¿Michel Témoin Graffin? —insistió.
—Sí.
La voz tosió levemente, como si aclarara su garganta para transmitir algo importante.
—Le llamo de parte del profesor Jacques Monnerie —dijo—. Soy Pierre D’Orcet, abogado laboralista y representante legal de la empresa para la que usted trabaja. Tengo sobre mi mesa la copia de un expediente que el director del CNES ha cursado contra usted esta misma mañana. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?
Témoin tragó saliva.
—No, no tengo ni la menor idea.
—Está bien, se lo explicaré. Según la carta que obra en nuestro poder, se le acusa de haber cometido una serie de negligencias graves en el transcurso de la supervisión del programa
European Remote Sensing Satellite.
También dice que sus ideas extravagantes sobre la causa de los errores cometidos han impedido al equipo técnico del proyecto solventarlos con la rapidez necesaria. Le llamo, pues, para informarle de que se le va a convocar a una vista oral ante el Consejo de Administración del CNES en breve. Va a tener que dar explicaciones convincentes de su trabajo si no quiere verse metido en un buen lío.
«¡Será cabrón!» La noticia despertó de golpe al ingeniero, y como si acabara de recordar un mal sueño, pronto lo vio todo claro:
meteor man
le había lanzado a los leones para proteger su propia piel. «Me quiere como cabeza de turco, el muy hijo de...»
—También debo informarle —continuó D’Orcet con su acento impecable y su estudiada prosa jurídica— de que debe usted desalojar su despacho en las próximas horas y no incorporarse a su puesto de trabajo en tanto no se determinen sus responsabilidades. Esta misma mañana recibirá un sobre con la confirmación por escrito de lo que le acabo de comunicar, con instrucciones precisas para su inmediato cumplimiento.
—¿Debo dejar mi puesto de trabajo hoy mismo? —titubeó.
—Es lo más conveniente para usted, señor Témoin. Créame.
El ingeniero no replicó. Con una frialdad que le costó fingir, tanteó al abogado acerca del tiempo que tardaría el mensajero en traerle aquel sobre y colgó con suavidad el teléfono. Atónito, descompuesto, permaneció unos instantes sin saber qué hacer. La sola posibilidad de quedarse sin trabajo y tener que llevar sobre sus hombros el peso de un expediente laboral le paralizaba de terror.
Y además, D’Orcet. Témoin, como todo el personal del CNES, había oído hablar alguna vez de él. Sabía, como todos, lo mucho que le gustaba aplicar a sus adversarios técnicas de cazador, y era consciente de que aquel picapleitos siempre se las ingeniaba para quedarse con la mejor pieza de la «montería». Era un maestro de las leyes. Astuto, ágil y despiadado, echarle encima a semejante bestia de la abogacía era lo más parecido a condenarle de antemano a perder hasta la camisa.
«Explicaciones, pero ¿qué explicaciones voy a dar al Consejo?», se lamentó en voz baja, hundiendo el rostro entre sus manos regordetas.
Lo primero que le pasó por la mente en cuanto se serenó fue llamar al teléfono directo de Monnerie, pero se contuvo. Aunque era probable que aquella rata pretenciosa no estuviera esa mañana detrás de su mesa de caoba —era un cobarde reconocido—, enseguida se percató de que enfrentarse directamente a él contribuiría a aportar nuevos y contundentes argumentos legales contra su causa. Después, hizo un cálculo aproximado del tiempo y la forma en la que podría atrincherarse en su despacho, resistiendo la orden de desahucio provisional que le llegaría de un momento a otro. Tras meditarlo mejor, también desechó esa idea. Por último, y una vez con los requerimientos de D’Orcet en sus manos, donde se le daba un plazo de diez días para presentar sus alegaciones ante el Consejo, decidió que lo mejor sería tomarse un respiro y pensar bien cómo podría convencer a sus superiores de que él no tuvo nada que ver en los «fallos» del satélite.
Así pues, al filo de las tres de la tarde, antes de que la mayor parte de sus compañeros regresaran del almuerzo, Michel Témoin abandonó el Edificio C del Centro Espacial de Toulouse rumbo a ninguna parte. Sólo se llevó consigo una caja de cartón con algunos papeles personales, su agenda y la correspondencia de los últimos días.
Una escueta nota a su secretaria lo decía todo: «Volveré más tarde». La nota quedó pegada en el monitor de su ordenador.
También dejó las carpetas con asuntos pendientes cuidadosamente apiladas en una bandejita de alambre, recogió lo poco que tenía encima de su escritorio —fotos del ERS incluidas—, y tras poner algo de orden en su cartera de mano y en la caja, bajó hasta el aparcamiento y se dispuso a atravesar el complejo de seguridad de la agencia espacial rumbo al exterior.