Las puertas templarias (20 page)

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Authors: Javier Sierra

BOOK: Las puertas templarias
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De rodillas, con las manos apoyadas sobre un suelo liso y frío, el templario comenzó a tomar conciencia de su situación. Todo parecía normal, en efecto, pero pronto se dio cuenta de que los muros de sillería del ábside no estaban ya donde los había visto por última vez. Faltaba el altar, y las hornacinas abiertas en el muro, y el sagrario.

¿Dónde estaba ahora?

Cuando, por fin, pudo echar un vistazo a su alrededor con los ojos bien abiertos, Jean descubrió algo terrible. Las toscas paredes de la cripta, el altar y hasta la Virgen negra que presidía el templo, se habían esfumado. Aislado, sin rastro de Gluk o de Felipe, Jean contempló sobrecogido el extraño recinto en el que parecía atrapado. Se encontraba en una estancia amplia, de paredes redondeadas, sin fisuras, puertas, o junturas entre sus bloques inexistentes. Todo parecía hecho de una pieza, como si estuviera preso dentro de una jaula de metal. Allí no había tampoco ni un mal mueble sobre el que echarse, y la luz, un brillo mortecino y constante, parecía surgir de los propios muros que le confinaban.

—¡Salve! —gritó dos veces—. ¿Hay alguien?

Nadie respondió. De hecho, sus palabras ni siquiera sonaron con la fuerza acostumbrada.

Un tanto confundido, Jean de Avallon volvió a vociferar otra vez, con más ímpetu aún, su saludo. Tampoco esta vez obtuvo ningún resultado. Y lo que era peor: comenzaba a ser consciente de que estaba a merced de sus captores, si es que de captores se trataba.

Tiritando, acuclillado y con los nervios visiblemente alterados, el caballero recordó entonces los poderosos hechizos de los druidas. ¿Acaso le había engañado Gluk y confinado a una de aquellas tierras sin tiempo que cantaban los trovadores? ¿Tenía Felipe razón al sospechar del druida y había caído en una emboscada? O aún más, ¿no estaría, por ventura, preso en aquel lugar maldito que los campesinos de la Beauce, alrededor de Chartres, llamaban Magonia, y de donde decían provenían los demonios que aterrorizaban a sus hijas vírgenes y destruían sus cosechas?

Jean trató de calmarse.

Recordó su juramento de lealtad a la orden de los Pobres Caballeros de Cristo junto a la Roca de Abraham, y buscó en los pliegues de sus recuerdos la fórmula para revestirse con la coraza de la fe a la que tan a menudo se refería Bernardo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sin espada o escudo, sin su cota de malla o su maza, tan sólo podía confiar en la fortaleza que entrega Dios a cada hombre para que se enfrente al Mal. Fue al cerrar los ojos y comenzar a formular sus oraciones en aquel espacio vacío, cuando oyó una frase alta y clara que retumbó en su cabeza.

—¿También vos combatiréis a nuestro Dios?

Jean se sobresaltó.

—No temáis —dijo—. Soy Gabriel, el favorito de nuestro Señor.

Una voz metálica, sobria, comenzó a hablarle como si le conociera, expresándose de forma tan contundente y segura que el caballero no se atrevió a interrumpirla.

—Soy aquel que anunció a María que la Semilla del Divino germinaría en su seno, y quien se apareció en sueños a José para que huyeran de Herodes hacia Egipto. ¿Vais a enfrentaros a mí como lo hizo Jacob?
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El templario, aturdido, abrió los ojos tratando de encontrar el lugar de donde provenía aquel torrente de palabras. Fue inútil. Allí, en su jaula sin rejas, no había nadie. Un turbio pensamiento cruzó entonces por su mente: ¿y si estaba muerto? ¿Y si estuviera en la antesala del Paraíso?

De repente, Jean recordó el pasaje bíblico al que parecía aludir aquella voz. Se refería a un episodio en el que el patriarca Jacob creyó morir a manos de un ángel de Yahvé, y aunque le atizó un golpe severo en la articulación del muslo que le dejó cojo, el tenaz hebreo resistió. Es más, Jacob aún vivió lo suficiente para contemplar la Escalera de Yahvé hacia los cielos mientras marchaba camino de Harrán y aunque las escrituras no lo dijeran, tuvo el valor suficiente de ascender por ella y contemplar lo que la mayoría de los mortales sólo admiran tras desprenderse de su cuerpo mortal. ¿Qué quería decirle entonces la voz? ¿Que debía combatirle? ¿Y dónde debía buscarle?

—No, Jean de Avallon, no me busquéis con los ojos del cuerpo —volvió a tronar aquella voz poderosa—. Buscadme con los del alma y me encontraréis.

—No os entiendo —dijo susurrando, como si temiera que el ángel le escuchara.

—¿No sabéis por qué os he traído hasta aquí? ¿Y por qué os he separado de vuestro escudero y del druida?

El caballero no respondió.

—Os he subido al mismo lugar que antes hollaron hombres santos como Enoc y Ezequiel, o el propio Jacob. Vos me recordáis mucho a este último: sois igual de testarudo que él, igual de torpe con los sentidos del cuerpo y con los sentimientos. Pero, a diferencia de aquél, vos ya sabéis, porque habéis sido iniciado en ello, que incluso otros como Mahoma accedieron a este recinto y gozaron en él de las maravillas de la creación. Os he traído, pues, para revelaros algo de la mayor importancia; algo que deberéis transmitir fielmente después a vuestros semejantes, pero no con palabras sino con Obras.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral del desconcertado templario. Por más que se esforzaba en tratar de localizar la fuente desde donde brotaba la voz, le seguía siendo imposible localizar a su interlocutor.

—¿Tiene que ver lo que decís con la búsqueda de las Puertas de Occidente que me encargó mi señor, el conde de Champaña?

Esta vez, como si intuyera los propósitos de su cautivo, la voz del ángel tardó en responder. Cuando tronó de nuevo, Jean de Avallon sólo escuchó un monosílabo fuerte y directo.

—¡Ved! —dijo.

Aquella palabra se alargó más de la cuenta, como si rebotara en aquellas paredes redondas y se dilatara hasta el infinito. Sobre uno de aquellos muros blancos, justo delante de él, comenzó a brillar un punto luminoso que, de repente, transformó la luz tibia del lugar en oscuridad absoluta.

Lo cierto es que la negrura no llegó a ser total. Según se fueron adaptando sus pupilas, el templario comenzó a distinguir puntos luminosos aquí y allá. Eran luminarias intensas pero de pequeño tamaño, algunas agrupadas formando abanicos de colores que pronto identificó con estrellas. Las había por doquier: sobre su cabeza, a sus lados e incluso bajo sus pies, como si reposara sobre un invisible suelo de cristal.

—¿No os sobrecoge la grandeza de la creación? —dijo el ángel entonces.

—Sí.

—Sabed que cada una de estas estrellas es idéntica a vuestro Sol. En cada una de ellas gravitan otras tierras donde viven hombres como vosotros. No hay un centro del que dependan, porque el centro es Dios mismo. ¿Sabéis?, cada una de esas luminarias está sometida y depende de las otras para todo. Están unidas por corrientes invisibles, como si fueran hermanas que participaran de una misma sangre materna. Éste es un saber —prosiguió Gabriel— del que gozaron muchos pueblos en la antigüedad, y que también mostramos a los profetas. A estancias celestes como éstas van a parar las almas inmortales de los humanos. Los egipcios construyeron para Faraón rutas junto al Nilo para orientarle a su destino eterno. Levantaron pirámides imitando el camino de los cielos, pero reservaron el derecho de transitarlo a sus líderes. Yo os pido algo más generoso: que facilitéis la ruta de la resurrección a todos los creyentes, levantando en el suelo un nuevo umbral para alcanzar los cielos. Mi misión es mostraros cómo construir esas señales, empezando por Ezequiel y el dictado que le hicimos del que fue el primer templo del pueblo elegido, y terminando por ti y los tuyos, a los que enseñaré a levantar las Puertas para el firmamento.

—Los árabes nos dijeron que a Enoc le explicasteis cómo erigir las pirámides.

—No fue a él sino a Imhotep, un arquitecto de Faraón
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, a quien entregamos, como a Ezequiel, los planos de las Puertas para el más allá.

—No os termino de entender.

—Fijaos es aquel grupo de estrellas. Allá, a vuestra diestra. ¿Lo veis?

—¿El que tiene forma de rombo? ¿El que llamamos la constelación de Nuestra Señora?

—Virginis, así es —dijo la voz metálica del ángel—. Sus estrellas marcan la nueva Puerta al más allá, la Puerta de la Virgen. En tiempos de Imhotep ese umbral se encontraba en otro grupo de estrellas, las Tres Marías, que los egipcios identificaron con su dios Osiris. Construyeron Puertas imitando a Osiris junto al desierto, que funcionaron mientras las estrellas siguieron emergiendo por donde estaba previsto, pero que hoy deben ser reconstruidas de acuerdo a un nuevo plan.

—¿Queréis que construya la imagen del cuerpo celeste de Nuestra Señora en la Tierra?

—Así es.

—¿Y cómo? Yo no tengo el libro que entregasteis a Imhotep, a Enoc, o a...

—Lo tendréis —le interrumpió—. Todo a su tiempo. Y cuando llegue a vuestras manos traído de Oriente y Occidente a la vez, sabréis leerlo porque yo os habré enseñado.

—Llevará semanas, tal vez meses —protestó el caballero.

—El tiempo no es un problema aquí. Gluk os lo mostrará.

El templario, con gesto de sorpresa, se encogió de hombros.

—¿Gluk? ¿Y qué tiene que ver Gluk en todo esto?

—Es uno de nuestros iniciados. Son muchos. Los llaman «carpinteros» porque son ellos los que levantan las techumbres de los templos y éstas, como sabéis, representan a los cielos. Son los que conocen el firmamento y sus movimientos, y a ellos deberéis encomendaros para descifrar los libros que os llegarán desde la Puerta de Jerusalén. Leedlos, estudiadlos y ocultadlos hasta que llegue el tiempo en que otros merezcan acceder a ese saber.

—¿Conocéis lo que está por llegar? —balbuceó atónito el templario, tratando de encontrar el menor atisbo de duda en su interlocutor.

—¿No lo dije ya? El tiempo no es un problema en el reino en el que ahora estáis.

—¿Qué mostraré para hacer creer a los míos todo lo que me habéis dicho, oh Gabriel?

—No será necesario que les entreguéis nada. Con vuestra determinación será suficiente. No obstante, ya que habéis preguntado por el tiempo que vendrá, os mostraré algo que jamás olvidaréis.

—¿Y podré contarlo?

—Podréis.

ARCHA FOEDERIS
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Epifanía del Señor, Enero de 1129

Toda Francia ardía en un fervor constructivo sin precedentes. Los padres del caballero Andrés de Montbard, y aún sus abuelos, habían visto con sus propios ojos cómo puentes, torres, graneros, y sobre todo capillas, iglesias y catedrales comenzaban a crecer por doquier, como si la piedra tallada generase más piedra tallada y los pueblos necesitaran edificar obras más grandiosas que las de sus vecinos para dar gracias a Dios por el don de la vida.

No fueron muchos los que participaron de la tensa angustia que recorrió la Iglesia a finales del siglo X, justo antes de celebrar el final de 999. Sin embargo, toda la cristiandad, con Francia a la cabeza, participó después de la alegría de los clérigos de saberse vivos y en gracia divina. Finalmente, el severo Padre Eterno había decidido no desatar su furia contra ellos y su infinita piedad se tradujo en un optimismo sin precedentes.

Aquel extraño pero intenso gozo se extendió pronto por todas partes, convirtiéndose en una sensación duradera; las cosas —se pensaba en el campo— estaban a punto de cambiar a mejor. Andrés, el templario menos refinado pero el de corazón más noble, vivió esa sensación de revolución inminente desde su infancia, viendo cómo los cultivos se ampliaban cada vez más y cómo las mujeres no dejaban nunca de estar encintas esperando nuevos hijos con los que poder trabajar esas tierras.

Más tarde, él mismo se casó y tuvo familia, y antes de retirarse a cumplir con su milicia aún pudo ver cómo uno de sus sobrinos, un cierto Bernardo de la Fontaine, despuntó como la mente más lúcida que había conocido jamás. Su capacidad organizativa sedujo de inmediato no sólo a su familia de noble linaje, sino al propio conde de la Champaña, y su determinación estuvo llamada a ser decisiva para reunirle a él y a ocho hombres más para que rescataran de Tierra Santa una reliquia de la que pocos en la cristiandad habían oído hablar.

Así se embarcó Andrés en las Cruzadas y de este modo logró desenterrar del fondo del Templo de Salomón toda una biblioteca en piedra que, si había de creer en la palabra de Bernardo, fue esculpida por el profeta Enoc en persona al dictado de un ángel de Dios.

El momento de entrega de aquella valiosa reliquia, formada por más de trescientas tablas inscritas con misteriosos caracteres geométricos que sólo algunos sabios eran capaces de leer, estaba ya próximo.

Protegida por no menos de treinta soldados, al mando de cinco de los nueve Pobres Caballeros de Cristo convocados por su señor conde, los siete carruajes que desplazaban el equipaje del convoy avanzaban pesadamente sobre sus ejes de madera. Los charcos de barro del camino y lo abrupto de algunos de sus tramos, obligaban a una marcha lenta, pesada, que despertaba la curiosidad de los campesinos que tenían ocasión de pasar a su vera.

—¿Qué creéis que sucederá ahora, que entregamos ya lo que se nos encomendó? ¿Se acabará aquí nuestra misión?

El tono empleado por Gondemar de Anglure, aquel que cayó preso de un éxtasis pentecostal en la Cúpula de la Roca que le abrió la comprensión de otras lenguas, no pudo esconder su desazón al distinguir el nítido perfil de Chartres en el horizonte. El rechoncho guerrero de Montbard, atento a sus quejas, taconeó suavemente los costados del caballo, antes de responder.

—¡Oh, vamos! —gruñó—. ¿No iréis a creer que con entregar las tablas se ha acabado todo? Alguien tendrá que protegerlas a partir de ahora, ¿no creéis?

—¿Protegerlas? —Gondemar se arqueó hacia atrás para escuchar mejor a su compañero.

—Bueno —rectificó—, en realidad habrá que esconderlas para protegernos definitivamente de ellas. Si habéis leído la Biblia sabréis que transportamos una carga ciertamente peligrosa.

—¿Y en qué lugar de la Biblia se citan las tablas de Enoc?

—En ninguno —volvió a gruñir Montbard—. Pero sí se hacen continuas referencias a otras tablas, las de la Ley, que Moisés recibió en el Sinaí y que creo no eran otra cosa que parte de estos mismos libros de Enoc. Ya sabéis lo que ordenó entonces Dios: que se dispusiera un Arca que guardara aquellas tablas, junto a la vara de Moisés, y que nadie que no fuese sacerdote levita se acercara hasta la sagrada caja a riesgo de perder la vida en tan irreverente intento.

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