Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
El «cronista oficioso» de la villa alargó la mano para contemplar aquella foto numerada —CAE 990111— y fijarse con detenimiento en el segmento recuadrado que, sin duda, se correspondía con la «colina eterna» de Vézelay.
—¿Ve algo raro? —preguntó Témoin.
—Supongo que se referirá a esta mancha blanca que hay sobre Sainte Madelaine, ¿verdad?
—Así es. La foto fue tomada el pasado día veintitrés, y ésta no fue la única anomalía registrada. En otros cinco lugares surgió algo parecido. Lo curioso es que en todos ellos se levantan construcciones góticas alzadas más o menos en el primer periodo de expansión de ese tipo de arquitectura...
—¿Y qué lugares son ésos?
—Todas son ciudades del norte: Évreux, Bayeux, Chartres, Amiens y Reims.
—¡Hombre! —exclamó Bremen—. ¡Las ciudades de Virgo!
Témoin casi derramó la cerveza sobre el abrigo.
—¿Cómo? —tartamudeó, secándose la espuma con el brazo—, ¿conoce usted algo de la correlación con Virgo?
—¡Y quién no, amigo! —bramó el maestro de nuevo—. Esa idea fue expresada por primera vez en uno de los libros de Louis Charpentier
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y de inmediato adquirió una notable popularidad en ciertos ambientes, digamos, esotéricos. Algo parecido se dijo también de ciertas construcciones de los antiguos egipcios, que las levantaron para imitar estrellas en el firmamento. Sin embargo, lo que Charpentier contó tenía su trampa, ¿sabe?
—¿Su trampa?
—Bueno —sonrió Bremen de oreja a oreja—, en realidad nadie ha caído en ello. Pero cuando Charpentier explica que el plano de Virgo se dibuja sobre el suelo de Francia como un espejo, es precisamente así como debe entenderse.
—No le comprendo.
—Si usted ha estudiado a Charpentier, habrá comprobado cómo sitúa la estrella principal de Virgo, Spica, en relación con la catedral de Reims.
—En efecto, sí —asintió.
—Pues es incorrecto. Entre todas las catedrales, la principal es, desde luego, Chartres. ¿Por qué si no iba Charpentier a dedicarle su obra? ¿No lo entiende aún? El plano de Charpentier ¡debe verse como si fuera el reflejo de un espejo! De esa forma, si usted mira el plano de Charpentier invertido, como un reflejo en un espejo, Spica ya no corresponde a Reims, sino a Chartres. Y despeja otra cuestión: por qué no todas las «estrellas» de Virgo se correspondían con catedrales. Ése era un problema que se daba con las estrellas menores de la constelación. Vistas del revés, en cambio, encajan con ciudades que tienen catedral.
—Espere un momento —dijo Témoin sacándose del interior de la chaqueta un cuaderno de notas, con las tablas de correspondencia entre estrellas y catedrales esbozada por Charpentier—. Lo que usted dice lo cambia todo.
—Así es —asintió Bremen—. Lo que me sorprende es que no se haya dado usted cuenta antes.
—Déjeme modificar la tabla que he elaborado de este asunto.
Témoin, inclinado sobre la mesa, tomó el tosco dibujo de Charpentier y comparándolo con el mapa de Virgo que fotocopió en su casa, sacó rápidamente los nuevos datos. Visto desde esa óptica «inversa», ¡hasta las estrellas menores coincidían con catedrales! Su lista quedó así:
CORRESPONDENCIA «INVERSA»
CATEDRALES—ESTRELLAS DE VIRGO
Catedral gótica — Fecha construcción — Estrella a la que corresponde
Chartres — 1194 — Alfa virginis (Spica)
Reims — 1211 — Zeta virginis
Bayeaux — 1206 — Gamma virginis (Porrima)
Amiens — 1220 — Delta virginis (Minelauva)
Évreux — 1248 — Teta virginis
Coutances — 1218 — Eta virginis
Chalons — 1230 — Tau virginis
Estrasburgo — 1220 — Virginis 109
—He de reconocer que ha logrado sorprenderme, señor Bremen —admitió Témoin sin levantar la vista de su nueva tabla—. Incluso así se salva una aparente contradicción que ya había detectado en Charpentier: que la estrella principal, Spica o Alfa virginis, se correspondiera con Reims, una catedral más moderna que Chartres y no con ésta, que es la primera de su especie.
Bremen asintió satisfecho.
—Pero me queda una pregunta que no sé si podrá responder.
—Usted dirá —repuso el maestro.
—Vézelay queda absolutamente fuera de ese esquema, y sin embargo, como sucede con las catedrales, al ser fotografiada por nuestro satélite mostró también la misma anomalía «energética» que las construcciones de Virgo. ¿Por qué?
La enorme humanidad de Bremen —como Michel solía llamar a alguien cuando era corpulento— se replegó como si tuviera que gestar la respuesta dentro de su estómago. Tomó la jarra de cerveza que tenía delante y apuró la mitad sin respirar, antes de tomar la palabra. El ingeniero aguardó.
—Está bien, querido amigo. Está claro que usted no se ha leído el libro de Charpentier a fondo.
—¿Por qué lo dice?
—Porque de lo contrario habría visto que cita cómo, mucho antes de ponerse en marcha el plano de Virgo, los benedictinos ensayaron algo parecido con las abadías de diversas regiones del país. Aquí, en la Borgoña, si coloca sobre un mapa las siete principales abadías de esta orden, obtendrá una reproducción aproximada de la Osa Mayor, del Gran Carro
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—¿De veras?
—¡Naturalmente!
—¿Y eso qué sentido tiene?
—¿Sentido? —replicó Bremen—. Eso, amigo mío, es algo que a usted le corresponde encontrar. Yo sólo le puedo dar algunas indicaciones a título personal, porque si lo que quiere es saber por qué su satélite ha fotografiado en blanco esos lugares, ¡no tengo ni la más remota idea!
—¿Qué indicaciones?
El profesor apuró de otro largo, pausado y asfixiante trago el resto de su cerveza, antes de responder.
—Bueno. Tal vez debería usted hablar con el padre Pierre. Vive aquí mismo, y es la persona que más sabe de estas cosas. Yo aprendí con él que, a veces, la Tierra es capaz de descargar su fuerza sobre el entorno en forma de radiaciones, corrientes electromagnéticas y fuerzas que pueden parecer sobrenaturales. Si logra convencerle de que hable con usted y le dice algo de interés, llámeme luego, ¿de acuerdo?
Témoin le miró de hito en hito.
—¿No viene conmigo?
Disposición de las abadías del Cister que imitan la Osa Mayor
—¡Oh, no! El padre y yo tenemos ciertas diferencias, y si le acompaño dudo que le atienda demasiado bien.
—Es una lástima. Es usted la segunda persona que me ha hablado de él hoy.
Y entregándole una tarjeta, Bremen desapareció.
Gluk llegó a las puertas de Chartres justo antes del ocaso. La del norte, una enorme barrera de encina con remaches de cobre, estaba siendo arrastrada en esos precisos momentos por cuatro fornidos centinelas. Como todos los atardeceres, cada uno de los umbrales de acceso al burgo era sellado durante la noche por razones de segundad. Por estar demasiado cerca de las rutas comerciales más importantes del Atlántico, las calles de la tranquila Chartres recibían la visita de hordas de saqueadores que aprovechaban las horas de oscuridad para sus tropelías.
Gluk, pues, alcanzó el portal por los pelos. El viajero, con sus ropas amarilleadas por el polvo y el frío, apretó el paso gesticulando a los guardias para que se detuvieran. Aunque por su indumentaria era evidente que se trataba de un extranjero, éstos debieron de pensar que un hombre solo no suponía amenaza alguna para la plaza y aguardaron a que el visitante se refugiara dentro de la ciudad. En cuanto entró, los centinelas le reconocieron de inmediato. Aquel era el druida de los bosques de Champaña.
Los guardias se extrañaron. Hacía mucho que no se le veía pisando sus calles, y no eran pocos los rumores que circulaban sobre su más que probable muerte a manos de algún salteador de caminos. Pero aquello no eran más que habladurías. Y Gluk, entre otras virtudes, las suscitaba por decenas.
Al druida, además, se le conocía bien en toda la región por sus habilidades como curandero. Cada vez que pasaba por Chartres, la mitad del burgo acudía a él para que les librara de males de cuerpo y espíritu a cambio de alguna modesta limosna. Las más de las veces el pago no pasaba de ser una hortaliza, algo de harina o un saco de esparto, y en el mejor de los casos una cena caliente y una cama bajo techo. Jamás cobró ningún dinero; gastaba o consumía todo lo que tenía, y partía en cuanto se daba cuenta de que allí ya no era necesario.
Pero aquel druida en concreto tenía otra rara habilidad: hablaba con las piedras. Nadie sabía cómo, pero lo hacía. Interpretaba sus «deseos» con sólo acercarse a ellas y ya desde su adolescencia era requerido por clérigos y artesanos para marcar los lugares sobre los que habrían de erigirse capillas o ermitorios y para que pactara con el
genius loci
, el «espíritu» del lugar. De hecho, era ese don lo que le permitía seguir ejerciendo su oficio más o menos abiertamente. Trabajaba así: preguntaba siempre a qué santo iba a ser encomendada la nueva obra que se deseaba levantar, y después pedía que le dejasen a solas en el lugar durante tres días y tres noches. Ningún sacerdote vio nunca a qué se dedicaba durante ese tiempo, pero las malas lenguas aseguraban que plantaba su vara aquí y allá, oraba, y miraba cómo las estrellas pasaban por encima. Sabía leer, escribir, hacer números y hasta escribir música, un don ciertamente extraño para un habitante de los bosques. Y cuando estudiaba el lugar donde iba a levantarse una iglesia, anotaba las medidas de sus cimientos rigurosamente, las dibujaba sobre el papel, trazaba líneas entre los diversos puntos de sus planos y daba después su sabio diagnóstico. «Las piedras y las estrellas —solía decir— deben estar en estrecha comunicación para que el templo funcione. —Y añadía muy seguro de sí—: Dios creó el mundo para que fuera un reflejo de los cielos, y sus templos una recreación de sus estrellas.»
Nadie supo nunca dónde vivía, ni si tenía o no una familia que alimentar. En la Borgoña o en la Champaña se creía que su irrupción era señal evidente de algún cambio por venir; a veces la muerte de un noble, otras un cambio de obispo y las más el anuncio de un giro en la suerte de las cosechas o la advertencia que marcaba el inicio de una gran sequía o una epidemia. No es que fuera exactamente así, pero Gluk callaba.
Hasta el obispo Bertrand sabía bien del druida y de sus métodos. Y lo toleraba porque, en cierta manera, también él le debía la vida. Por todo Chartres había corrido la noticia de que una sífilis galopante estuvo a punto de pudrir las partes nobles del prelado hacía algunos años, y que de no ser por la acertada intervención de Gluk, obispo y partes haría largo tiempo que reposarían bajo tierra. De eso hacía no menos de diez inviernos. Pero ahora, ¿qué podía traerle otra vez a la ciudad?
Después de cruzar la puerta norte, Gluk atravesó descalzo el Paso de los Herreros sin detenerse a saludar a nadie. Eso era raro, muy raro. Si de algo podía vanagloriarse el druida era de su excelente carácter y de que siempre tenía tiempo que dedicar a quien se encontrara en el camino. Pero esta vez parecía diferente. Vestía el mismo raído
sagum
de su visita anterior y se apoyaba en la misma vara con aspecto de serpiente, pero su gesto era diferente. El suyo seguía siendo aquel vestido holgado, sin botones, que cubría su cuerpo raquítico hasta las rodillas y al que ceñía una cuerda de la que colgaba su hoz. También su cabellera cana, surcada de mechas grises, era la misma. Hasta la ancha caperuza de lana que llevaba sobre los hombros, seguía sin ser reemplazada por otra más tupida y práctica.
Andreu, el carnicero, al verle pasar delante de su mostrador dio con la clave: «Miradle —susurró asombrado—, ¡lleva prisa!».
Al enfilar la cuesta de los curtidores, Gluk siguió sin decir palabra. Atravesó los puestos donde ardían las brasas en las que se calentaban herraduras y argollas para el ganado, y se apresuró a vencer los escasos trescientos metros que le separaban de la casona en la que el sifilítico Bertrand había instalado al abad de Claraval. Allí se detuvo un segundo para contemplar su fachada de dos plantas y el tejado de madera recién puesto, y tras pasear su mirada por cada una de las ventanas abiertas a los últimos rayos de sol del día, bordeó el inmueble y se dirigió con paso firme hacia la iglesia abacial.
¿Era su visita un buen augurio o un signo funesto? Media calle comenzó a hacerse cruces sin saber muy bien con qué carta quedarse. Mientras tanto, Gluk tomó el camino de su derecha para perderse rumbo a la iglesia.
Por casualidad Felipe, el escudero de Jean de Avallon, fue el único que le pudo seguir con la mirada. A esa hora estaba apoyado en uno de los portales de doble hoja de acceso a las cuadras, tomando el aire después de haber sacado brillo a la espada de su señor. Le gustaba respirar el aroma frío que despedía el río al caer la tarde, y quitarse de las narices el olor del ácido abrillantador. Fue en ese momento cuando Gluk pasó frente a él.
El druida no le prestó atención, pero a Felipe la estampa de aquel desconocido le pareció surgida de otro mundo. La poca luz de la tarde apenas le dejó ver una silueta espigada caminando a toda prisa hacia la iglesia. ¿Un brujo? ¿De camino al templo? El escudero se alarmó. Había oído hablar mucho de aquella clase de personajes, capaces de pactar con el Diablo y engañarle o de practicar encantamientos que podrían hacer vagar a un guerrero alrededor de un árbol durante años. ¿Qué hacía allí uno de aquellos magos? ¿Venía acaso en busca de Jean de Blanchefort? ¿Era aquél uno de los
charpentiers
de los que había oído hablar al capellán de San Leopoldo?